La historia de la novela del siglo XX tiene su punto de arranque en las obras de Franz Kafka. Con la publicación de novelas como La metamorfosis (1912) y El proceso (1914), Kafka presenta un mundo muy distinto a aquel que setenta años atrás los novelistas realistas registraban con absoluta certeza, con la certidumbre de vivir en un ámbito de ideas en el que se suponía que el ser humano, guiado por la ciencia positiva y por el análisis racional, podía acercarse a los fenómenos sociales y naturales como quien disecciona un organismo en el laboratorio o como quien desmonta una maquinaria en el taller de trabajo. Por esta convicción es que habían optado por las grandes descripciones de los fenómenos sociales, por ello también es que concluyeron que no había otra manera de narrar sus historias sino asumiéndose como seres omniscientes que todo lo abarcaban, que tenían la capacidad de penetrar aun en los espacios más herméticos de la conciencia de sus personajes.
Flaubert marcó una diferencia importante con sus contemporáneos, nos heredó una dimensión de la existencia humana importante para el desarrollo de la novela moderna:
El siglo XIX inventó la locomotora, y Hegel estaba seguro de haber captado el espíritu mismo de la Historia universal. Flaubert descubrió la necedad. Me atrevo a decir que éste es el descubrimiento más importante de un siglo tan orgulloso de su razón científica.
Por supuesto, incluso antes de Flaubert no se ponía en duda la existencia de la necedad, pero se le comprendía de un modo algo distinto: estaba considerada como una simple ausencia de conocimientos, como un defecto corregible mediante la instrucción. En cambio, en las novelas de Flaubert, la necedad es una dimensión inseparable de la existencia humana. […] Pero lo más chocante, lo más escandaloso de la visión flaubertiana de la necedad es esto: la necedad no desaparece ante la ciencia, la técnica, el progreso, la modernidad; ¡por el contrario, con el progreso, ella progresa también!26
Por su parte, Dostoievski enseña al lector a relacionarse con personajes problemáticos, con protagonistas asesinos que durante cuatrocientas páginas viven la única dimensión de la existencia que les puede otorgar humanidad: la culpa, el suponerse por todos, la confusión de vivir en un estado febril en el que el alma es como una mancha sensible que cubre el cuerpo y llena de congoja sin que el lector pueda revelarse, porque cualquier aspiración de dotar de orden a la existencia es lo mismo que acabar con ella. De ahí que la vida sólo pueda pensarse como padecimiento, como certeza atormentada de que se vive para fracturar los ideales que, como aspiraciones inalcanzables, la sociedad echa encima al individuo en cuanto tiene la posibilidad de asumir las primeras nociones del mundo. De esta forma, Dostoievski indica que se crece y aprende para sufrir y lastimar, para que el ser humano se aflija por sus torpezas, sin perder de vista nunca lo sublime, ese ámbito que le enseña a amar, pero nadie le dice que es inalcanzable.
Franz Kafka se formó leyendo a estos novelistas, pero las circunstancias históricas, culturales y familiares en las que creció contribuyeron a que se forjara en él una conciencia más concentrada del displacer inherente a la experiencia humana; además, creía que el arte no debía cumplir otra función que la de proporcionar al espectador motivos para la aflicción, pues la reflexión de ninguna manera tenía como propósito ayudarlo a hacer más habitable el mundo y más feliz la experiencia del conocimiento; todo lo contrario, cualquier motivo de cavilación, sobre todo esos complejos incentivos de reflexión que son las obras de arte, debían contribuir a hacer evidente que la existencia es un tránsito desolado hacia la muerte, camino tortuoso y carente de sentido en el que se vive como quien recorre a ciegas un laberinto sin sentido. En una carta a su amigo Oskar Pollak, Franz Kafka escribió:
[…] es saludable que en la conciencia se abran anchas heridas, porque así se vuelve más sensible a los remordimientos. Creo que sólo deberían leerse libros que a uno le muerdan y le puncen. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, entonces ¿para qué leemos el libro? […] Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente, como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio, un libro tiene que ser el hacha para el mar helado que llevamos dentro.27
Las obras de Kafka se corresponden completamente con esta reflexión. Tanto en La metamorfosis como en El proceso nos presenta la historia de dos seres ahistóricos, sin un pasadorelevante (salvo alguno que otro dato aislado). Gregorio Samsa se despierta convertido enescarabajo y nada pueden saber los lectores de las causas de esa metamorfosis extraordinaria;y después ya no importa, porque el pensamiento del ser extraordinario discurre de maneranormal, anodina, atendiendo a las mezquinas preocupaciones del ser humano que essiervo de la moral, del trabajo (¿llegaré a tiempo a la estación?, ¿qué pensará de mí mi jefeen el trabajo?). Importa menos aún porque su familia sólo hace algunos ajustes para acostumbrarsea vivir con un monstruo, pero todos siguen actuando con normalidad; es decir,de manera mezquina, con resentimientos y con una moral que nunca ayuda para analizarla existencia, lo elementalmente humano, sino para reproducir un repertorio de lugares comunes, que a todos deja tranquilos, incluso ante los mayores crímenes de la indiferencia y la insensibilidad. Al final de la novela se exhibe la actitud hedonista propia de la modernidad, la del placer del momento presente, sin responsabilidad del pasado y desconectado del futuro; la misma sensibilidad feliz de los minerales sobre los que corre la brisa fresca de la tarde.
En El proceso Kafka vuelve a hacer de la novela el escenario del viaje, de la misma manera que en la Antigüedad se contaron los viajes de Ulises, de Eneas o de Simbad; sin embargo, el viaje que emprende Joseph K. no tiene sentido, pues no sabe cuál es su destino, lo único que aprende es que su vida se ha convertido en una necesidad de enfrentar a un aparato de justicia ubicuo, a instituciones supraindividuales e inalcanzables, que reconocen la existencia de Joseph en cuanto que es culpable de un crimen (¿cuál fue su trasgresión?) desconocido. Lo más grave del caso, lo que dota de tensión a la novela es que los lectores sí saben cuál es su destino: perecer en la búsqueda inútil de una justicia inalcanzable que se justifica en cuanto convierte a todos los individuos en probables víctimas.
De esta manera, la novela del siglo xx arranca con dos ejemplos que revelan lo que habrá de ser la épica del individuo moderno a lo largo de dicho siglo: una aventura del displacer, de la conciencia crítica que aprende que su sentido se lo proporciona únicamente la posibilidad de asumir la depresión del espíritu que significa la vida moderna. En algún momento de la historia reciente, los seres humanos aprendieron que no es posible conocer para ser felices, que el conocimiento crítico es un vehículo propicio para el malestar anímico. La crónica de esta circunstancia del espíritu moderno se ha visto reflejada sobre todo en la novela. Por ello es que Jorge Luis Borges decía del autor de La metamorfosis: "Kafka es el gran escritor clásico de nuestro atormentado y extraño siglo".
Las novelas de Kafka son el punto de arranque de las grandes propuestas narrativas del siglo XX. A partir de entonces la historia de las más importantes novelas de nuestro tiempo será la historia del displacer, de la frustración, de los héroes a la medida justa de la cotidiana mediocridad, de las acciones excepcionales que apenas terminan se condenan al olvido. Sólo de esa manera se entiende que un gran novelista como Robert Musil decidiera escribir una extensa novela cuyo título es El hombre sin atributos, novela en la que se verifican los intentos frustrados por ingresar al escenario arcaico de lo heroico grandioso, sabiendo de antemano que toda experiencia es fugaz e irrecuperable, y que nadie logrará influir nunca en la vida de los demás, porque ni siquiera el ser humano es capaz de planear sus acciones del día siguiente.
Fue en esa inmediatez del día presente que James Joyce imaginó la historia que tituló con el nombre del personaje homérico: Ulises (1922). La alusión a Homero no es casual, en ella reside una de las propuestas más interesantes de la obra de Joyce, pues el intertexto homérico nos remite a una época en que los héroes realizaban grandes travesías, vencían todo tipo de adversidades y fundaban naciones; mientras que las narraciones del siglo XX han perdido toda conexión con los escenarios épicos. De ahí que contar lo que ocurre un día —el 16 de junio de 1904— en la vida de un ser humano común (Stephen Dedalus o Leopold Bloom, protagonistas de la novela de Joyce) recuerda al lector que sus circunstancias son en sí irrelevantes, pues el individuo ensimismado poco puede influir en los demás y difícilmente permite que otros conozcan lo que pasa por su mente, las imágenes que pueblan su pensamiento, con el que vive a solas.
Sin embargo, cabe preguntar si las novelas modernas se empeñan en contar la vida insignificante de protagonistas comunes y corrientes, ¿qué es lo que hace grandiosas a estas novelas? Ni más ni menos que el tratamiento estilístico. Ulises puede ser leído como un largo poema en prosa, es una obra llena de juegos lingüísticos, retóricos, simbólicos, juegos que las más de las veces se pierden en las traducciones, pues, como ocurre con la poesía, los efectos sonoros y los juegos de palabras tienen verificación en las entrañas de la lengua, y al traducir literalmente las palabras, los juegos se pierden. Por otra parte, se trata de una obra lúdica, llena de guiños engañosos (empezando por el tema homérico), de alusiones a otros libros. Un recurso estilístico que predomina en el Ulises es el monólogo interior, recurso que enfatiza la soledad de los personajes, que subordina la posibilidad de concluir verdades universales sobre la realidad a las interpretaciones individuales; además, se trata de un discurso que no se ajusta a la lógica racional, pues avanza caóticamente, sin sujetarse a la cronología, a las relaciones de causa y efecto; las ideas vienen a la mente de los personajes arbitrariamente.
Luego de las obras de Kafka y de Joyce, la necesidad de renovar las estructuras narrativas se convirtió en una constante que llevó a los autores a proponer las más extrañas maneras de narrar que se pudiera imaginar; de esta manera, la historia de la novela se atomizó. Algunos críticos pensaron que el género estaba a punto de desaparecer, pues las últimas propuestas narrativas nada tenían que ver con la estructura de la novela tradicional decimonónica. Sin embargo, el género novelístico dio muestras de una gran maleabilidad, de una extraordinaria capacidad para adaptarse a cualquier proyecto estilístico. También se pudo notar, conforme avanzaba el siglo XX, que los novelistas privilegiaban cada vez más el trabajo estilístico, los juegos formales (con las voces narrativas, los juegos con los planos temporales, la confusión de registros lingüísticos de distinto origen, los juegos de intertextualidad, etc.) y al mismo tiempo se esforzaban por mostrar a los lectores que se podían escribir novelas sobre los temas más banales y los personajes más intrascendentes, incapaces de suscitar admiración o de conmover a los lectores.
En 1963, el escritor argentino Julio Cortázar publicó Rayuela, una novela que sintetiza de manera grandiosa la experiencia de la modernidad narrativa que pone a prueba toda la tradición que le precede, que pone en entredicho la pertinencia de la lógica cartesiana y el sistema de valores de la sociedad burguesa. La galería de personajes es memorable (Oliveira, la Maga, Talita, Traveler, Rocamadour, etc.), pero no porque realicen acciones excepcionales, en todo caso es interesante lo que piensan, lo que desean y no pueden decir, lo que los atormenta, sus interpretaciones del mundo y de sí mismos.
Sin embargo, lo más importante de la propuesta narrativa de Rayuela es que la novela es también el manual para desmontar los discursos narrativos tradicionales. La novela de Cortázar está escrita para ser apreciada como una antinovela, es decir, como un discurso que pretende derribar toda estructura consagrada por la tradición y que requiere de la participación de los lectores para llevar a cabo dicha revisión crítica; por ello, el mejor lector para Cortázar es el que actúa como cómplice, que hace de la lectura un trabajo activo de reelaboración y se niega a permanecer pasivo mientras le echan encima una historia que nada tiene que ver con él y que sólo le permite entretenerse, distraerse de las cuestiones supuestamente importantes.
Rayuela no empieza con el principio de la anécdota, no presenta a los protagonistas, sino que da instrucciones para la lectura. Así, desde la página inicial se sabe que nuestra condición frente al libro es la de lectores, y que se tiene entre las manos una pieza de ficción que permitirá reflexionar sobre un sinnúmero de aspectos, pero que no pretende emular la realidad, pues uno de los intentos mejor logrados de la novela es mostrar que eso que suele llamarse la realidad, las más de las veces, no pasa de ser una muy peligrosa tomadura de pelo.
Lo primero que se le dice al lector es lo siguiente:
A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros. El lector queda invitado a elegir una de las dos posibilidades siguientes:
El primer libro se deja leer en forma corriente, y termina en el capítulo 56, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin. Por consiguiente, el lector prescindirá sin remordimientos de lo que sigue.
El siguiente libro se deja leer empezando por el capítulo 73 y siguiendo luego en el orden que se indica al pie de cada capítulo. En caso de confusión u olvido bastará consultar la lista siguiente:
73 – 1 – 2 – 116 – 3 …28
De esta primera proposición (lee lo que quieras, lee en el orden que quieras) se deriva una relativización de las formas narrativas que obligan al lector a leer con atención, sin ingenuidad, sabiendo que su historia como lector de novelas se compromete y pone en entredicho página tras página.
Hasta la primera mitad del siglo XIX los escritores tenían la clara impresión de que la inteligencia, la sensibilidad y la experiencia permitían asomarse al mundo y hacer grandes síntesis de la vida social. Más tarde, hacia fines del siglo XIX, comprendieron que la visión de la realidad podía ser plural, y que todas las interpretaciones que pudieran tenerse sobre lo real eran dignas de ser atendidas; por último, muchos narradores del siglo XX sugieren que no es suficiente con considerar la pluralidad de interpretaciones sobre lo real, porque la realidad es una entidad que se renueva todo el tiempo, de tal manera que lo menos que podemos hacer es ayudar a construirla. Cortázar expresa esta certeza de la siguiente manera: "Digamos que el mundo es una figura, hay que leerla. Por leerla entendamos generarla" (capítulo 71). Pero lo más interesante es que la estructura misma de la novela convierte al lector en colaborador activo en ese proceso de construcción de lo real. Así, la novela sigue siendo el espacio privilegiado del pensamiento crítico, el cual funciona solamente cuando se asume la relatividad de todo discurso y la parodia de todo credo dogmático. La historia de la novela muestra la imperiosa necesidad de seguir inventando nuevas maneras de pensar el mundo y nuevas formas de expresión para lograrlo.