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TEMA 4. LA POESÍA

Safo

Safo se arroja al mar desde el promontorio Leucadio, de Théodore Chassériau, circa 1840.

4.1 Sobre poesía

Federico Álvarez Arregui


Los griegos se preguntaron ya sobre el origen del lenguaje y de la poesía. Desde entonces, muchos filósofos se han preguntado inútilmente sobre la manera en que los seres humanos pudieron haber empezado a inventar y a usar palabras, y cómo esas palabras pudieron convertirse en poesía. A pesar de ser una cuestión bizantina —pues poco se puede adelantar con conjeturas imaginadas—, se produjeron diversas teorías. Para algunos filósofos, el lenguaje y la poesía eran dones divinos (desde el encargo de Dios a Adán para que nombrara las cosas, hasta la facultad de convertir las palabras en poesía: la "divina locura", de Platón; "la influencia secreta del cielo", de Boileau; "la imagen de la divinidad en el hombre", de Shelley; el "pararrayos celeste", de Darío) y, para unos y otros, una revelación de lo que el ser humano era capaz de conocer en los límites extremos de su ser. Esta capacidad de conocer, que es el "no va más" de nuestra especie y define la última y la más alta condición humana, es consustancial con el lenguaje. Lo que no tiene nombre no se conoce; la palabra es, por lo tanto, el camino de nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos. La conciencia del humano es lingüística, y el lenguaje y la conciencia nacieron juntos.

Con el ejercicio de las primeras palabras y de las consiguientes conjeturas racionales (la palabra es logos, razón), los primeros humanos empezaron a saber cómo eran las cosas del mundo exterior y a descubrir la manera de ponerlas a su servicio. Pero cuando, gracias al lenguaje, brotaban no sólo las preguntas sobre el mundo natural, sino también los grandes interrogantes sobre la vida y la muerte, sobre el deseo y el amor, parecía descubrirse un extraño camino, lleno de conmoción, que conducía hacia lo misterioso e invisible y, en definitiva, hacia la conciencia de la finitud. El humano era un dios finito y no de otro lugar nace lo que Unamuno llamó "el sentimiento trágico de la vida" que es, también, el de la poesía: el sentimiento de la finitud y muerte humanas, pero, al mismo tiempo, la ansiedad de trascender ambas.

No pocos filósofos se preguntaron qué pudo ser antes, el lenguaje de la reflexión o el de la emoción. "Se nos enseñó —decía Rousseau en su Ensayo sobre el origen de las lenguas— que el lenguaje de los primeros hombres eran lenguas de geómetras y vemos que, en cambio, fueron lenguas de poetas." "No se comienza por razonar —concluía— sino por sentir." Esta idea, que entrañaba la prioridad de la poesía sobre la prosa y que tuvieron por justa muchos pensadores, desde Horacio hasta Boileau ("Que en todos tus discursos la pasión emotiva / busque el corazón, lo inflame y lo conmueva"), fue jubilosamente acogida por los románticos del siglo XIX, que hicieron de la poesía algo sagrado y el único camino del verdadero conocimiento. Ese conocimiento acabó concibiéndose, por entonces, como un saber religioso, como una condición mágica.

Achim von Arnim, poeta romántico alemán de principios del siglo XIX, decía: "La poesía es el único conocimiento"; y su compatriota Novalis: "La poesía es la realidad absoluta. Cuanto más poética es una cosa, tanto más es verdadera". En el modernismo latinoamericano Rubén Darío proclamó en versos famosos que el poeta recibía del cielo su inspiración: "torres de Dios, poetas, / pararrayos celestes…"; algunos años después, el filósofo italiano Benedetto Croce afirmaba en su Estética que el primer lenguaje de los humanos había sido la poesía en tanto que creación y expresión de emociones; emociones que, como había dicho Kant, no tenían finalidad alguna fuera de sí mismas.

Los románticos imaginaron que la poesía se había originado a partir de la plegaria, de la súplica, de la imprecación a los dioses, del temor, el misterio y la adivinación. Fueron los magos, los chamanes, los sacerdotes, los que en lenguaje críptico rogaban el favor de los dioses en la lucha contra las fuerzas de la naturaleza. Aparecieron las letanías, las palabras secretas, los ensalmos o conjuros ordenados en ritmos reiterativos, monocordes, que la horda o la tribu escuchaba o acompañaba con unción, sin muchas veces entender el significado de las palabras del rito. Estos ritos acabaron escenificándose. El rito religioso era ya una dramatización del sacrificio a los dioses para obtener su favor, en la cual actuaba un gran chamán o sacerdote, druidas, magos, hierofantes, un ser sagrado (de sacer, "sacerdote", "sacrificador") que ejercía la función de comunicador de la horda con el gran misterio.

Por el contrario, pensadores más objetivos afirmaban la prioridad de la reflexión en el humano primitivo que, partiendo de la observación y de la memoria, empezó a ser capaz de desentrañar paulatinamente, por un lado, la constitución de la naturaleza, y por otro, la historia de su propia colectividad, dando a ambas unos orígenes míticos que se plasmaban verbalmente en letanías memorizables y, en definitiva, en poesía oral. T. S. Eliot imagina hasta qué punto "la memoria de los primitivos bardos, narradores y eruditos ha de haber sido prodigiosa".

En la lucha cotidiana contra las inclemencias de su entorno, en sus cacerías y en las luchas con otros humanos, el habitante de las cavernas debió empezar por comunicarse con los demás por medio de gestos y gritos. Pero también tenían emociones, deseos, goces. ¿Cuáles fueron las primeras palabras entre los seres humanos: las del aviso y la comunicación en la caza o en el combate, o las que expresaban el horror ante lo desconocido e invisible, e imploraban la ayuda de los dioses poderosos que regían los avatares de la naturaleza? ¿Las que ayudaban en la tarea difícil de sobrevivir, o las que manifestaban el goce de las primeras satisfacciones espirituales?

Es absurdo plantearse hoy semejantes dilemas. A lo largo de miles de años la conciencia de la especie avanzó gracias al lenguaje que le permitía pensar, agradecer y rogar. Las escenas que pintaban en sus cavernas eran la versión sensible visual de su lenguaje. La mente y los sentidos, la capacidad inteligible y la capacidad sensible, fueron entonces como ahora las dos disposiciones esenciales del ser humano, entretejidas intrincadamente en el comportamiento cotidiano, en el pensamiento elemental y en la creación instintiva.

Hubo, pues, un largo proceso en el que, de manera cada vez más consciente, la poesía se fue desgajando de ese uso primario y directo del lenguaje, y fue objetivándose en frases rítmicas cuando surgió la necesidad de fijar oralmente los orígenes de la estirpe común o los conocimientos acumulados. Pero esos vagidos poéticos ¿cómo empezaron a configurarse en tanto que lenguaje ordenado susceptible de memorización y de placer?

Una tercera tesis, más relacionada con esa pregunta, propone el nacimiento de la poesía a partir del trabajo. Los remeros de las primitivas naves egipcias, los segadores de las primeras comunidades agrícolas, los herreros y forjadores de armas en las ergástulas del régimen esclavista, debieron acompañar sus gestos rítmicos de trabajo, primero —como hoy—, con los sonidos guturales acompasados del esfuerzo físico mezclados con el ruido de sus instrumentos de labor; luego, con palabras sueltas, interjecciones, nombres acaso del país natal y de la lengua de la tribu que el capataz no conocía y que podían dirigirse contra él. Acabaron creando también cantos (canciones de trabajo se llamaron luego) que aliviaban el dolor de la labor forzada con el recuerdo de seres queridos o escenas amables. Cuando estos cantos pasaron de su ocurrencia en el trabajo a su repetición en las horas crepusculares del ocio familiar en torno al fuego, nació, dice Lukács, el arte como expresión autónoma: la primera poesía se desgajó del trabajo unida a la música y a la danza.

Encontramos, pues, muchos siglos antes de nuestra era, diversas líneas de expresión poética bastante definidas: primero, poesía sacerdotal, críptica, ámbito del poder religioso, del conjuro a la oración, del salmo bíblico a la poesía mística; o bien mítica, culta, salvación de las "palabras de la tribu", es decir, de los mitos originales de la estirpe y de los fastos de los reyes a la poesía de identidad colectiva, de grupo; por último, poesía popular de la celebración festiva, nacida acaso de las canciones de trabajo y traspuesta luego a la emoción común. Hay un momento, en Dafnis y Cloe, en el que Longo (siglo II de nuestra era) expresa de modo transparente ese tránsito histórico: "Los marineros, para sentir menos la fatiga del trabajo, cantaban. Uno de ellos entonaba una canción que marcaba el ritmo de los remos y los demás, lo mismo que en un coro, a intervalos regulares y medidos unían su voz a la del principal cantor". Y, en el episodio de la boda, los labradores "cantaron a Himeneo con voces destempladas y roncas como el ruido que producen los azadones al dar contra pedruscos". Ya sabemos que hay cantos de segadores sin un adarme de ronquera o destemplanza, pero lo importante es registrar aquí, en el siglo II, la relación trabajo-canción celebratoria.

El canto se acompañaba con el golpe de los pies en el suelo, o con el de las manos en incipientes instrumentos de percusión o, sencillamente, con palmadas. Se iba así concretando el ritmo como "una recurrencia esperada" y acabó convirtiéndose, como dice Francastel, en una sintaxis sonora, en un modo de relación armónica fácil de repetir y acompañar. Y ese ritmo tenía que llenarse con palabras. Las palabras tenían que "caber" en los intervalos rítmicos definidos por el vaivén de la siega, el remo o el martillo, y organizarse en contenidos coherentes. Probablemente nacieron de ahí los kolon (pies rítmicos) griegos, conjuntos diversos de sílabas largas y breves, tónicas y átonas, y consiguientemente la versificación acentual de la gran poesía griega y latina, así como de la poesía popular. Hay, a propósito de ello, una anécdota cuyo lugar parece ser éste. Se sabe que la gran renovación del modernismo en la lengua española tuvo una faceta formal muy notable. En ella vino a utilizarse de nuevo la versificación acentual grecolatina frente a la versificación silábica frecuente en las lenguas romances. Por ejemplo, en la "Marcha triunfal", de Rubén Darío, si se recita en voz alta, se oirá una reminiscencia del ritmo dactílico griego que podemos marcar con los pies:

Ya viéne el cortéjo,
ya se óyen los cláros clarínes,
ya viéne el cortéjo de los paladínes...

El oído menos diestro distinguirá aquí una sílaba tónica (breve) por cada dos átonas (cortas): es el ritmo dactílico. Poesía, ahora, culta, pero en su origen, probablemente anónima, oral y popular. Miguel de Unamuno, que no veía al principio con gusto el evidente magisterio de Darío, contestó desabridamente que aquellos ritmos eran viejísimos en España y que buena muestra de ello era el anapesto de gaita gallega del folclore anónimo (semejante al dactílico pero iniciándose con sílaba acentuada):

Tánto bailó con el áma del cúra,
tánto bailó que le dió sepultúra...

Y, en efecto, algunos de los nuevos ritmos de los poetas modernistas recurrían a esos antiquísimos ritmos de la versificación acentual griega y latina (yambos, dáctilos, anapestos, trocaicos, etc.), abandonando a ratos el ritmo silábico (octosílabos, endecasílabos, alejandrinos...) que habían prevalecido desde los orígenes de las lenguas romances.

¿Por qué no se mantuvieron los pies rítmicos de la poesía griega y latina en las lenguas romances cuando éstas se desarrollaron a partir del latín vulgar? Se han aducido varias razones. Por un lado, las lenguas griega y latina eran declinables, y esa particularidad se fue perdiendo en el latín vulgar y desapareció en las lenguas romances. La proliferación de partículas gramaticales, de palabras sincategoremáticas (preposiciones, conjunciones, pronombres, etc., que sólo adquirían significado acompañando a otras palabras) complicaba el ritmo acentual. Fue una época difícil para la poesía y, en general, para la expresión verbal. Lezama Lima notó que de Virgilio a Dante no hay grandes poetas en Europa. Las palabras empiezan a fijarse gráficamente sin desinencias, sin variaciones gráficas, y las terminaciones declinatorias fueron sustituidas por partículas sueltas, silábicas, que instauraron la hegemonía de la sílaba libre e hicieron de la medida silábica una posibilidad rítmica más rica, más permisiva y, además, más accesible. (Habría que hacer la excepción del inglés y de algunas otras lenguas no romances en las que la versificación acentual tuvo y tiene larga vida.)

Resumiendo, pues, se ve que, a lo largo de los miles de años en que el lenguaje fue enriqueciéndose y adquiriendo una gramática instintiva, fueron apareciendo también expresiones verbales inventadas y memorizadas gracias a ciertas cadencias rítmicas. Algunas de estas expresiones pudieron tener como ya se ha dicho— una función de poder en manos de sacerdotes, magos y chamanes, al mismo tiempo en que el pueblo inventaba otras para sus cantos y danzas festivas.

De todas formas, estaba íntimamente ligada a la vida comunitaria y se ponía a su servicio. Pero lo que era manifestación oral del sentimiento común (colectividad política, religión, fiesta) acabó adquiriendo a partir del poietes, del creador, una autonomía individual y, a la postre, la especificidad de la escritura personal. De aquella poesía común, anónima, de origen ancestral, se pasó, a la par de la revolucionaria división del trabajo y a través de diversas y laboriosas mediaciones, a una poesía de autor. La experiencia colectiva abrió el camino a la experiencia verbal de un sujeto privilegiado y, por lo tanto, a una expresión también subjetiva, hasta cierto punto ensimismada. El poeta sintió que de sí mismo (paisaje interior, se dijo mucho más tarde) y de su contemplación de la naturaleza y de la vida emanaban unas palabras nuevas que lograban despertar la emoción de otros. Y así, al mismo tiempo que autor, el individuo pasó a ser materia de su propia poesía. Fue, en el ámbito de la cultura espiritual, un acontecimiento tan trascendental como la revolución agrícola en el de la cultura material. Al igual que en muchas otras manifestaciones de la cultura, nombres griegos bien conocidos ilustran ese proceso. Las artes de la palabra se bifurcaron, a su vez, en lo que don Alfonso Reyes llamó en nuestro tiempo sus funciones: prosa y verso. Cristalizaron, en ambas funciones, a manos de sus mejores cultivadores, maneras de hacer, normas técnicas, criterios de belleza. Y se distinguieron grandes espacios genéricos en el campo de la poética (épica, lírica y dramática) que filósofos como Aristóteles describieron y definieron.

La sola enunciación de este desarrollo de la conciencia teórica en el campo de la literatura muestra hasta qué punto pudo producirse una escisión entre poesía culta y poesía popular, y en qué medida se fue creando una minoría social capaz de percibir los valores espirituales más elaborados de las artes de la palabra.

Tal vez la primera plasmación coherente de esa conciencia teórica y técnica de la actividad poética fue la Carta a los Pisones de Horacio, que hoy se conoce como Arte poética, escrita en los años finales del siglo i antes de nuestra era. Se reúnen allí, las ideas y los recursos formales que constituían lo que luego se conocería como arte clásico de la Antigüedad. Sólo nos interesa aquí subrayar la relación que Horacio establece entre la poesía y la naturaleza. Con su famoso enunciado, ut pictura poiesis (como la pintura, así la poesía), daba por sentado que el poeta debía plasmar mediante la palabra —al igual que el pintor mediante los colores— un reflejo verídico, objetivo, de la realidad del ser humano y de la naturaleza de las cosas. Es preciso subrayar esto ahora, porque, en tanto que principio expresivo de la sensibilidad clásica, podría oponerse a la trasposición que un romántico, muchos siglos después, ante una realidad social inhóspita, podría proponer: ut musica, poiesis; es decir, la manifestación poética, ya muy a finales del siglo XVIII y principios del XIX, de la vertiente más subjetiva, interiorista e hiperestésica del espíritu del ser humano, enfrentado a una realidad cruel de la que hay que huir y a una naturaleza cuya principal virtud no sería sino la de comunicar al poeta con la divinidad. Es la gráfica distinción que hace Abrams entre el espejo y la lámpara. El espejo refleja la luz que existe fuera de él, e ilumina para el poeta las cosas del mundo real; es la alegorización de lo clásico. La lámpara, por el contrario, tiene la luz en su seno y la derrama fuera de ella para iluminar la vida y definirla desde la fuente misma; es la alegorización de lo romántico.

Dos actitudes polares que, en el campo de la psicología, Nietzsche identificó con los mitos de Apolo y Dioniso, y entre las cuales podría situarse todo el espectro de la creación artística. Habría, no obstante, una tercera posibilidad que, suponiendo agotadas la posibilidad clásica de la recreación objetiva y la eventualidad romántica de la efusión subjetiva, se enconchara en los dominios estrictos de la palabra en tanto que significante, e hiciera de la poesía el ejercicio lúdico de su propio medio, "el paraíso del lenguaje" (Paul Valéry). Y una cuarta más aún: la de intentar descubrir, ya no en los dominios formales de la palabra, sino, en el terreno opuesto, en el de los entresijos últimos —el sueño, la imaginación— del inconsciente, la voz que más allá de lo real cotidiano, descubriera una supuesta sobrerrealidad del ser humano.

La teoría es culpable de estas divisiones abstractas que, en la realidad de la creación personal hacen del poeta una mezcla de reflejo y luz interior, de creador de palabras y de revelador de sueños o memorias inventadas. Es verdad que hay poetas de la inteligencia y poetas de la emoción, "ingenieros del lenguaje" (Francis Ponge) e intérpretes de la realidad, poetas de tradición y poetas de vanguardia. También decía Juan Ramón Jiménez que había "poetas con voz de pecho" (que llegaban a todos: san Juan de la Cruz, Bécquer, Machado) y "poetas con voz de cabeza" (que apenas alcanzaban a hacerse oír por la "inmensa minoría": Herrera, Calderón, Guillén); y Juan Chabás distinguió entre poetas "que se oyen" (que se oyen declamar: Goethe, Hugo, Neruda, Maiakovski) y "poetas sordos" (Keats, Poe, Rilke, Juan Ramón).
 
Sin embargo, en todos los casos, el poeta sorprende el instante de lo sensible y lo ilumina como conocimiento a través de una expresión intuitiva o educada. Leer es descubrir esta relación; pero descubrirla como entonación sonora, como rito de la voz medida por el ritmo. Decía Unamuno: "Lo que es menester es que las gentes aprendan a leer con los oídos, no con los ojos". Leer oyendo. Si no, no hay poesía. Se puede leer en silencio, pero en el fuero interno del lector su lectura debe escandir el verso, medirlo, ritmarlo. Tal es la peculiaridad de lo estético: poner en relieve los sentidos, alertarlos al máximo, para poder acceder a lo que la obra es. Y en la poesía, como decía Machado, todo es tiempo y medida, todo debe oírse: tono, cantidad de sílabas, choque y, cuando la hay, secuencia de consonantes y vocales, alternancias de acentos, rima.

Y lo que sentimos con esos sentidos puestos en máxima alerta, es la vida ("aprehensión del ser de las cosas", Sartre). Drummond de Andrade enumera muy sencillamente esas diversas transparencias de la vida que brinda la poesía: el individuo, la tierra natal, la familia, los amigos, el choque social, el conocimiento amoroso, la poesía misma, el ejercicio lúdico, la visión de la existencia. Pero la gran poesía siempre dirá eso que dice y algo más que el lector podrá acaso descubrir con las puertas de la intuición abiertas de par en par. Algo que misteriosamente (y digo mal "misteriosamente" porque no es misterio, sino maravillosa cualidad peculiar y propia del ser humano) emana. El poeta descubre que la palabra es poderosa. Y esa cualidad hace del poeta verdadero, un ser dotado para la comunicación más hondamente humana. Esta cualidad lo convierte a veces en un ser que, de manera paradójica, ve la vida y la gente y las cosas, con una mirada privilegiada que desvela y revela, pero que, al mismo tiempo, se margina o es marginado por una sociedad que lo ve como una excepción.

Hace ya muchos años, en un ejemplar de la revista Los Universitarios (núm. 86, agosto de 1996) de la UNAM, apareció una divertida anécdota contada por el poeta brasileño Raimundo Correa y recordada por Wolfango Montes. Decía así:

...fue a trabajar a una provincia en un encargo burocrático de aquellos que los gobernantes suelen ofrecer a los hombres de letras. En esa pequeña población desde el principio encontró protectores, incluso uno muy poderoso que lo invitó a su casa y le dio consejos. Le dijo que el lugar no era de gente buena, pues él había llegado ayer y ya estaban hablando mal de su persona. [...] Raimundo asombrado por la maldad de la gente le preguntó de qué feo y horrible pecado lo acusaban; su interlocutor le reveló: "Andan rumoreando por ahí que usted es poeta".

Se expresaba así un suceso grave en la vida de la poesía: los versos del poeta se hacían cada vez más recónditos, el lector común lo abandonaba y el poeta se distinguía, a veces con altivez, marginándose. El poeta, la poeta es hombre o mujer de palabras, capaces de juntarlas como sólo él o ella lo hacen. Ése es el objeto de su imaginación... y de su trabajo. Crean con palabras una "sustantividad", decía Lezama Lima, algo que existe. Como la casa del arquitecto, o la canción del músico. Y quien vive la casa y canta la canción debe ser también el que lee (oye silenciosamente) la poesía. La poesía: objeto último del lenguaje.

Heidegger escribió: "el lenguaje es la casa del ser". Esta afirmación inició de hecho lo que luego se llamaría el giro lingüístico y toda poesía contemporánea quedó seducida en esa casa. En cierto sentido se volvía a lo que quedó dicho párrafos arriba: "el lenguaje y la conciencia nacieron juntos": lo que existe cuando inventamos su nombre. El poeta se hizo así un intérprete del mundo en manos de un lenguaje que parecía ser el verdadero agente de la poesía: la fuerza misteriosa que movía su mano. "Embajadores de un mundo silencioso", dijo Francis Ponge. Es la misma sensación que le hacía escribir a Federico García Lorca: "Ahora más que nunca las palabras se me aparecen iluminadas por una luz fosfórica y llena de misteriosos sentidos y sonidos. ¡Tengo verdadero pánico de ponerme a escribir!" Y la cantidad finita de palabras ordenadas en nuestros diccionarios se dio a la conquista de lo infinito presuntamente contemplado y conocido mediante una intuición afinada, revelante y "fosfórica" de "misteriosos sentidos y sonidos". En contra del apotegma de Antonio Machado ("La poesía es palabra en el tiempo") la poesía se hizo intemporal. Se habló de una "escritura involuntaria" y al mismo tiempo se exigió del lector una experiencia cultivada que Juan Ramón denominó "inmensa minoría". Gran parte de la poesía contemporánea adquirió entonces, más y más, ese hermetismo metafórico que, en un golpe de péndulo previsible, dio nacimiento a la poesía coloquial, que se resistía a la metáfora y asumía el lenguaje común. Frente a la "poesía pura" que proponía Juan Ramón Jiménez, Neruda pidió una "poesía sin pureza". Y entre las dos líneas se multiplicaron todos los matices del conocimiento y todas las maneras de las palabras y todos los temas de la vida. Neruda nos deslumbraba: "Galopa la noche en su yegua sombría", y Cesare Pavese nos transmitía su memoria patética: "Un solo di noi si fermó a pugno chiuso"; Giuseppe Ungaretti nos dejaba pasmados: "m'illumino / d'immenso", y Blaise Cendrars nos conmovía con su sencillez amorosa: "Ne tape tout a la machine/ Ajoute un ligne de ta main…" Nos estremecía Rilke: "Diese Engel ist schrecklich". Y Brecht enaltece la duda ante la verdad indiscutible: "O shönes Kopfschütteln / Über die unbestreitbare Wahrheit!"; Eugene Guillevic nos desconcertaba: "Si la rivière est un roi negre / Assassiné, pris dans les mouches"; Philip Larkin, sin pelos en la lengua, rompía tabúes: "They fuck you up, your mum and dad / they may not mean to, but they do"; el mejor Dylan Thomas: "Then, penny-eyed, that gentlemen of wounds, / old cock from nowhere and the heaven egg, / with bones unbuttoned to the half-way winds".

La anécdota brasileña referida antes no dejó de tener vigencia considerable y la historia terrible de nuestro tiempo la hizo mayor en un sentido distinto. Cuando terminó la segunda guerra mundial, el mundo quedó espantado ante el recuento del horror. Montale advirtió con tristeza en 1946: "Hoy se dicen en verso sólo determinadas cosas". Y Adorno: "No se puede hacer poesía después de Auschwitz". No acertó el gran poeta del hermetismo italiano ni acertó tampoco la máxima figura de la escuela de Frankfurt. Pero toda la cultura de nuestros días —y la poesía muy particularmente— a pesar de sus muchos caminos abiertos, quedó perpleja y desconcertada. El tránsito de aquella modernidad en ruinas hacia otra a la que todavía no sabemos ponerle nombre colocaba al poeta en situaciones inciertas, fragmentarias, confusas. Entre aquellos dos extremos de la poesía contemporánea que dejamos apenas situados poco más arriba, la poesía se hace minoritaria y exige del lector capacidades no frecuentes. T. S. Eliot defendió la dificultad de la poesía fincándola en su propio desarrollo. La poesía no podía desandar lo andado y, al igual que la ciencia, retaba al lector a aprender su lengua. Con contadas excepciones, el poeta escribía, pues, para poetas. Había finalidades que parecían irrenunciables: originalidad, innovación en el lenguaje, en el método, en la hondura de lo imaginado: ruptura y libertad. Y, en el otro extremo, de nuevo la palabra directa, intensa, penetrante y la atención a una vida vulnerada. Paul Auster, el gran novelista estadounidense, ha dicho en una entrevista reciente, después de fulminar a Bush: "El mundo ha ido de tragedia en tragedia, de horror en horror, pero los seres humanos seguimos existiendo, enamorándonos y hallando alegría en la vida". Entre el horror y la vida, tal vez el poeta tiene la palabra última.


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