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5.2 Del signo a la acción

apuntes sobre la literatura dramática

Alfredo Michel Modenessi

Máscara de Teatro Noh

O akujo (un demonio), máscara de Teatro Noh, siglo XVIII-XIX.



Clov: ¿Y qué me puede retener aquí?
Hamm: El diálogo [pausa].

Samuel Beckett, Fin de partida


Leer teatro en su forma escrita, literaria —más precisamente, leer un texto dramático— no significa lo mismo que "leer" su realización como teatro, como hecho escénico. La existencia de un conjunto de signos gráficos que exige actuación, como lo hace el epígrafe de este texto pese a su laconismo, convalida la existencia de una literatura dramática —la más común de las posibles fuentes generativas para el arte colectivo llamado teatro— y a la vez implica una multitud de preguntas sobre su lectura. A modo de introducción, las interrogantes podrían reducirse a dos: ¿qué distingue a esa especie literaria de las demás?, ¿qué implica el tránsito entre el teatro y su matriz escrita?

Una observación útil aplicable a la mayoría de sus características es que la literatura dramática funciona preferentemente en forma triangular o mediada, a diferencia de los demás géneros literarios, que por lo general admiten y quizá promueven una más directa relación entre el producto escrito y su lector. La primera manifestación ostensible de ello es que, a pesar de la práctica de su lectura por parte de lectores generales e individuales, el texto dramático se escribe casi sin excepción para proporcionar materiales —sobre todo mediante lenguaje verbal que registra o sugiere actos de habla (diálogos o parlamentos) e indicaciones o instrucciones escénicas (acotaciones o didascalias)— a uno o varios agentes de su realización artística que trabajan en conjunto —los teatristas: actores, directores, escenógrafos, músicos, técnicos, etc.— y quienes a partir de esos materiales desarrollan, desempeñan o representan acciones vivas frente a un público cuyo conocimiento del texto escrito es, por regla general, inexistente. Como objeto de lectura, el texto dramático corresponde al lector general cuando mucho como tercer usuario (aunque en la práctica pueda parecer un primero) tras las más importantes mediaciones previas. Así, el diseño y ejecución literaria de un texto dramático reconocen y asumen cuando menos uno, si no dos, destinos principales antes que el de alcanzar al lector general.

No obstante, la triangulación o mediación que caracteriza al texto dramático y su relación con el teatro quizá sea más evidente a través del papel que, literalmente, desempeña en este proceso un teatrista en particular: el actor. Un papel o personaje escrito en un texto dramático es un conjunto de signos (no una persona ni algo semejante al retrato de una persona, sino un artefacto resultante de un artificio, surgido de "un montón de palabras que el escritor puso allí", según sugiere el preciado dramaturgo norteamericano David Mamet) cuya función es proporcionar al actor primeramente las herramientas verbales y discursivas, y como consecuencia, las de cualquier otra índole de allí derivadas, para constituir en escena mediante su cuerpo vivo —su instrumento único y exclusivo— la significación que a esos signos se les reconozca y encomiende en el escenario a partir de un trabajo de lectura —interpretativo, creativo o intuitivo— tanto individual como grupal por parte de una compañía teatral. Resumiendo, en su forma textual, el papel es una matriz de signos para una ficción que ha de constituirse en escena mediante la realidad viva del actor.

El personaje o papel dramático es, pues, un artefacto, una creación artística, aunque con frecuencia se le aborda equivocadamente como si fuera una especie de ser vivo, y aun se intenta inútilmente adjudicarle una "personalidad" o hasta un hipotético "pasado". Como lógica y correspondiente consecuencia, el lenguaje que utiliza el personaje es de igual manera siempre artificial, producto de una acción artística, la del escritor o dramaturgo, por mucho que llegue a asemejarse a un habla "natural". El personaje dramático tiene una "vida" y un "habla" (que sólo son y pueden ser artísticas) determinadas por entero mediante la actividad creativa, aunque en la ficción pueda sugerir o semejar lo contrario. El personaje es una creación literaria (del dramaturgo) con destino a ser una realización histriónica (del actor) y una experiencia escénica (del espectador), tres partícipes cuyos tiempos, espacios y vivencias de trabajo y recepción son en extremo disímiles pero parten del mismo registro primario en la textualidad. Más aún, el papel o personaje, un artefacto creado como punto de partida, siempre es un "otro" respecto de su propio creador y, más evidentemente, de su espectador. Pero asimismo lo es respecto de su realizador artístico-escénico, el actor: el actor actúa al personaje; el personaje es, por ende, lo actuado, un producto artístico abstracto aunque manifiesto, y no es el actor, un ser vivo, un artista que manifiesta al personaje. Por convincentemente naturalista o deliberadamente ilusionista que sea una representación, no hay manera sensata de que el espectador pierda por entero la conciencia de hallarse ante un espectáculo. Es decir, entre la ficción y su recepción, el espectador siempre percibe, en mayor o menor medida, la mediación de un ser vivo que es con toda claridad "otro" respecto del personaje primeramente dramatizado en la literatura y luego escenificado en el teatro. Esto se aplica incluso a los productos dramáticos abiertamente naturalistas; y aun las más firmes tradiciones del teatro en Occidente, como la griega clásica y la isabelina, lejos de borrar la distancia entre lo representado y quien lo representa, hicieron hincapié en ella: revelan el artificio antes que buscar ocultarlo.

La complejidad del personaje radica en esa alteridad extrema, en la necesaria distancia entre los tres puntos fundamentales de la trayectoria que debe recorrer para existir. El personaje no es un testimonio ni un retrato; no podría serlo: la brecha inevitable entre lo escrito, lo actuado y lo percibido en la inmediatez del hecho teatral (y por ende también con lo leído sólo como texto) lo impiden. Si acaso se puede hablar de "identidad" en relación con el personaje, es a modo de conclusión temática, no como un hecho positivo ni como documentación del mismo. El personaje dramático existe en un punto complejo y fluctuante de una relación triangular estrictamente previa, a la que el lector general sólo puede acceder como tal en conciencia de hallarse a distancia del hecho escénico. El texto dramático, luego, desempeña un papel intermediario en un proceso que ya bien requiere la triangulación real de sus contenidos hacia el espectador mediante la acción viva de agentes ajenos al lector general en una situación que de hecho no implica la actividad de lectura literaria por sí sola; o bien, dada su existencia textual (esto es, como producto escrito, configurado de manera gráfica), exige una consciente triangulación virtual de esos contenidos por parte del lector hacia sí mismo mediante la lectura alerta del texto dramático precisamente como texto dramático, como una matriz de signos para la consecución de un hecho teatral.

Montaje de Esperando a Godot

Montaje de Esperando a Godot en el teatro Royal Haymarket, 2009 (fotografía: KlickingKarl).

La conciencia de estar frente a un texto distinto de los demás, empero, no se obtiene o manifiesta fácilmente. Piénsese de nuevo por un momento en el epígrafe a estos apuntes. En cuanto texto escrito, impreso y accesible a la lectura en el más simple sentido de la palabra, al lector común el breve intercambio entre Clov y Hamm arriba citado podría referir, por ejemplo, una breve historia de dudas envuelta en una ironía; o bien, podría sugerirle reflexiones temáticas sobre el diálogo como vehículo de un destino o una identidad, como medio de realización artística o de comunicación (no importa cuán eficaz), y así sucesivamente. Es de esperarse, después de todo, que los lectores no especializados aborden el texto dramático conforme a las mismas estrategias que utilizarían para acercarse a un texto poético, narrativo o ensayístico. Sin embargo, aunque es frecuente que la literatura dramática contenga elementos de esos géneros, tales apreciaciones, que de otro modo serían en principio resultados válidos del acto de leer un texto escrito, se constituyen en tiempos y espacios diferentes —de hecho, en tiempos-espacios posteriores— en relación con los actos de lectura que el propio texto dramático exige para su realización primordial. Ello se debe, como se ha señalado, a que la literatura dramática, antes que referir una narrativa o estimular reflexiones en un público lector general (si bien puede contemplar ambas cosas), es origen de un fenómeno ulterior, escénico, vivo y efímero, que se concreta a partir de actos de lectura y ejecución por parte de artistas específicos.

El texto dramático no tiene por fin primario presentarse a nuestra atención en la estabilidad de una página que podamos visitar en cualquier oportunidad, sino ser insumo para una representación. Ello implica la vocalización de los diálogos y su realización histriónica (la actuación o generación de acciones que de alguna manera, siempre sujeta a la interpretación, corresponde a esos diálogos y a las indicaciones implícitas o explícitas que los acompañen) en presencia viva. Esta presencia viva, no obstante, es también necesariamente ajena a la relación que el lector no involucrado en la puesta en escena pueda establecer o incluso haber establecido con el texto, pues es responsabilidad primordial y a fin de cuentas producto de los miembros de un conglomerado artístico: los actores que encarnarán los papeles o personajes. El producto cultural resultante, el hecho teatral, sucede con base en decisiones artísticas tomadas por anticipado a partir de la lectura e interpretación del texto dramático, y luego en la forma de una secuencia de acciones realizadas en conjunción con un número opcional de tareas y signos no literarios dentro de un espacio delimitado y constituido con carácter significativo específicamente para esa realización. Asimismo, y tal vez lo más importante, sucede frente a una asamblea de espectadores, ante un público (es decir, no ante una serie de individuos en mayor o menor grado de privacidad, sino frente a un grupo en interacción) durante un tiempo también delimitado y compartido ex profeso.

Si bien la literatura dramática casi siempre se genera con anticipación al hecho escénico, ello no implica que su documentación impresa constituya un producto estrictamente anterior, independiente o regulador absoluto de la representación; incluso, no puede creérsele definitivo. A menudo, y de manera más errónea que afortunada, se cae en la tentación de juzgar una representación en comparación y subordinación con la literatura que le da parcialmente origen, como si el texto dramático fuera un negativo fotográfico y la escenificación debiera ser una impresión "fiel" del mismo, si bien "matizada", lo cual peca de ceguera acerca de las muy diferentes naturalezas de ambos productos, así como de franca vaguedad, simpleza o prejuicio en el uso del concepto "fidelidad". Por lo contrario, más que ser un testimonio inamovible de las "intenciones" de un autor, históricamente la preservación gráfica de los textos dramáticos —la forma impresa en que alcanzan al lector— ha constituido la memoria concreta de algún estado de elaboración de los signos literarios que en su momento confluyen, confluyeron o confluirán en escena con muchos otros signos no literarios no siempre registrados ni registrables de manera documental.

La literatura dramática de la Antigüedad y de la era moderna incipiente (los textos siempre fluctuantes del teatro griego y latino, la Comedia del Arte italiana, el Siglo de Oro español, el llamado Teatro Isabelino inglés y aun parte del repertorio clásico de Francia) bastarían como testigos de lo anterior. Pero incluso hoy día la dramaturgia, amén de "obras originales", a veces nunca escenificadas, continúa ofreciendo, entre otras opciones: versiones impresas anteriores a una puesta en escena que sufren modificaciones fundamentales durante el proceso de escenificación y luego se reeditan a modo de "textos para producción"; versiones derivadas de una producción para la cual el texto primario fue simplemente un borrador; versiones revisadas para representaciones muy posteriores a un estreno que llegan a constituir productos independientes de su fuente y exigen publicarse por separado; y versiones adaptadas o reestructuradas que los propios dramaturgos entienden como textos nuevos o al menos en gran medida remozados. Resulta obvio que los textos dramáticos no tienen por destino primario su publicación; y si bien suele hacerse, eso jamás es tan importante, artísticamente, como su vida teatral, ni en muchas ocasiones, financieramente hablando, como el éxito de taquilla. Asimismo es evidente que, en una multitud de casos, a manera de respaldo para los teatristas, o como satisfactor personal, el dramaturgo escribe más diálogos y acotaciones de las que será necesario usar en el montaje, y suele modificar o acepta que se modifique el texto según necesidades prácticas o artísticas, o incluso lo contempla como parte de su creación, aun en contra de su voluntad.

En tanto la realización del producto teatral exige la mediación complementaria y definitoria, aunque siempre provisional, de los generadores de su puesta en escena —de la cual la lectura e interpretación del texto dramático son partes fundamentales mas no únicas— en teoría la literatura dramática no forma parte estricta del conjunto general de la literatura tal cual se le concibe en la era moderna: no ha dejado atrás la mutabilidad que caracteriza su creación, realización, transmisión y preservación, al contrario de lo que en apariencia han hecho la poesía y la narrativa; es decir, la literatura dramática no se ha definido en exclusiva mediante el acto o el fenómeno de la escritura tras etapas de generación colectiva y transmisión oral históricamente variables. Por otra parte, en tanto sí es literatura, sin obstar cuán especializada, su lectura es práctica común aunque no preponderante en los círculos literarios, ya sean artísticos, académicos o críticos, y como tal, como hecho práctico, se le ha inscrito irreversiblemente en la tradición, en los estudios y en las discusiones literarias, e incluso más allá de ellas... basta un vistazo a la importancia de William Shakespeare dentro de la cultura inglesa para confirmarlo. Dada la futilidad de discutir si la literatura dramática es o no objeto de lectura literaria, ¿cómo abordarla en tanto texto sin que represente sólo una fuente de seudonarrativa, poesía en diálogo o vehículo ideológico de factura curiosa?

El hecho escénico que surge de un texto dramático impide su uso o percepción como literatura tanto en lo abstracto como en lo práctico: no permite, por ejemplo, la inmediata revisión o relectura de un pasaje particularmente complejo, ni la cómoda reflexión sobre algún otro asunto durante una pausa voluntaria o involuntaria luego de la cual se pueda retomar el ejercicio de leer de manera individual en un ambiente cualquiera. En pocas palabras, el hecho escénico no es originalmente asunto de lectura privada y silenciosa. Pero las condiciones de recepción del espectador frente al hecho escénico también son radicalmente diferentes de las que el lector puede ocupar ante el texto dramático. Se puede afirmar, de nuevo, que la lectura del texto dramático sin propósitos de montaje sucede en un "medio" virtual: no es práctica cercana a la interacción creativa con otros lectores en pos de una realización colectiva (el montaje) ni puede ser mera compenetración con el texto a solas, pues exige hacer conciencia de los elementos que la separan de los demás géneros y por lo tanto la distancian de los más íntimos procesos exigidos por la poesía y la narrativa. Entre esos elementos se halla, con alta importancia, el que el texto dramático no depende de un narrador ni de una voz poética exclusiva o preponderante: es, en su forma más sencilla, una especie de partitura para las voces y cuerpos de uno o más actores a partir de la cual se deriva una multiplicidad de signos concomitantes cuya manifestación es estrictamente material (escénico-temporal, y por ende efímera), y no exclusivamente verbal (como tampoco fácilmente, o incluso deseablemente, verbalizable).

Empero, la distancia entre texto dramático y hecho escénico es justamente la que los artistas del teatro, como intérpretes y ejecutantes primarios de ellos, deben cruzar para proponer una particular y transitoria realización del proyecto de espectáculo esbozado a través del acto de escritura. De tal manera, siempre que se escriba un texto dramático, sea con fines de publicación o no, el ejercicio de su lectura, aun cuando tenga por objetivo un montaje,precede a la experiencia teatral. Esa precedencia legitima la existencia práctica de la lectura general de la literatura dramática. No obstante, a fin de refinar esa lectura para que derive en un ejercicio de percepción de sus potenciales escénicos es menester identificar, incluso someramente, los elementos constitutivos y distintivos del fenómeno dramático-teatral. Si la literatura dramática apunta hacia el montaje, es en el tránsito constante entre dramaturgia y teatro, en su articulación, donde radica el verdadero interés de leer el texto dramático como manifestación literaria, creativa y productiva.

La literatura dramática, hay que reiterarlo, se genera como matriz de signos para la realización de un hecho escénico. El intercambio entre Clov y Hamm, antes que narración o invitación a reflexiones significa acción, apunta hacia la realización de actos vivos, pero no reales, pertenecientes a una secuencia de acciones que ha de llevarse a cabo en un tiempo-espacio definido para la interacción significativa de dos grupos, uno de los cuales es organizado: el de los teatristas, generador de un producto por naturaleza efímero, en tanto el otro, el del público, es parcialmente aleatorio pero esencial para completar el producto durante el mismo tiempo-espacio. En términos más sencillos, el diálogo de los personajes es un índice para que actúen y, con ello, impulsen (en el caso de Clov y Hamm, más bien, dilaten) el devenir teatral frente al público mediante estímulos mutuos. Por regla general, estos estímulos conducirán a intercambios sucesivos, probablemente con destino a un sesgo mayor en la secuencia, y a menudo hasta un punto donde el resto de las acciones resultará inevitable por virtud de la misma cadena de sucesos.

En ese sentido, la literatura dramática opera primeramente en función de quienes la realizan y sólo posteriormente de quienes la presencian, y por ello el lector general se ve (o debería verse) en la necesidad de operar en ambas posiciones, o al menos de intentar hacerlo. A manera de ilustración, el breve texto del epígrafe indica —entre otras acciones posibles que quedan a decisión de sus intérpretes— la elaboración y recepción de una pregunta y de una respuesta por parte de los actores, acciones que, en obras más convencionales (una pieza de Ibsen, tal vez) podrían provocar una gradual revelación de indicios que condujera a un acto posterior definitivo e irreversible, por ejemplo, una toma de conciencia o epifanía. El teatro de Beckett, sin embargo, en general trata de lo contrario, de la carencia de transformación y propulsión en una existencia a lo menos ambigua o inquietantemente indefinible, a lo más, vana. Algo así se inscribe, que no se escribe, cabalmente en el pasmo implícito en la acotación "[pausa]" que de inmediato corona la irónica respuesta de Hamm. La didascalia "[pausa]" (junto con otras de similar efecto) es una de las más importantes señales técnicas y rítmicas en el texto dramático. Esta indicación, así como todas las demás acotaciones que existan en un texto dramático, opera primera y fundamentalmente en razón del actor —le indica que debe marcar con claridad un silencio de cierta longitud en la continuidad del diálogo— pero al lector no especializado del texto podría no comunicarle de entrada una instrucción técnica o rítmica para el actor sino quizá un breve alto en su propia actividad, la de leer. No obstante, el lector general del texto dramático, en tanto debe acercarse a él para realizarlo de modo virtual durante la lectura, necesita entender que tales acotaciones no se refieren a su propia experiencia o actividad sino a la de los potenciales actores de los papeles, y también que, como es patente en este diálogo, tienen por finalidad crear un súbito espacio vacío en lo que hasta ese instante era flujo verbal y activo, espacio que, en escena, ha de resultar especialmente significativo, aun cuando sea —o más bien, tal vez por virtud de ser— incómodamente cómico; es decir, dramáticamente eficaz. Tal pasmo no es en realidad perceptible como lo sería el resultado de una descripción narrativa o un efecto poético, sino sólo como un hecho vivo, de índole espacio-temporal, dentro del hecho vivo de la representación escénica, que es de igual modo transitoria. En consecuencia, la lectura del texto dramático, donde ese hecho sólo se indica mediante una acotación aparentemente simple, exige una sensibilidad capaz de operar más allá de los signos escritos.

La calidad del intercambio dramático entre Hamm y Clov se sugiere a través de signos escritos, claro está, pero sólo alcanzará su verdad artística como resultado de una imaginación activa y sensible a la teatralidad, capaz de plantearse la conjunción viva de tales signos con cuando menos uno e idealmente varios de los otros signos o factores metaliterarios que intervienen en el acto: las posibles posturas, posiciones y distancias que guarden los personajes en escena; los movimientos y gestos, o falta de ellos, que acompañen y sigan al intercambio; la tonalidad que se les pueda conferir, siempre vinculada a lo que esos personajes han hecho y demostrado durante la secuencia hasta ese momento e incluso con posterioridad; el pesado pero tal vez torpe y cómico silencio que sugiere la acotación, que será más grave si se considera que aun la brecha más diminuta en la continuidad de un diálogo se magnifica al suceder en presencia de un público, al ser parte de un espectáculo artístico, y no de una realidad cualquiera; la iluminación, decoración, musicalización, o bien la ausencia de uno o todos esos elementos... en fin, cada uno de estos factores puede ser determinante en la apreciación creativa y crítica del extraordinario momento dramático y la variedad de sugerencias temáticas y logros estéticos que un simple intercambio y una acotación potencialmente contienen.

Si la observación del potencial de semejante momento (los posibles alcances de esta "acción- sin-acción" teatral) llega a parecer sencilla, no se pase por alto que el hecho de observarlo como aquí se le presenta —es decir, fuera de su contexto original— es un mal necesario para los propósitos de estos apuntes. Su posición como epígrafe anuncia de antemano su importancia, pero ni ella ni la de otros puntos semejantes serán tan fácilmente identificables dentro de la secuencia entera del texto dramático Fin de partida sin el esfuerzo y la conciencia correspondientes. El lector de textos dramáticos, cualquier lector de textos dramáticos, siempre enfrenta retos mayores que los que se advierten a primera vista, y puede perderse demasiados rasgos así de importantes, sobre todo si lee el texto dramático sólo como una serie de diálogos informativos de una ficción exclusivamente literaria en lugar de apreciar el ritmo, las cadencias, los vaivenes, las tensiones y distensiones y, desde luego, las [pausas] y cosas así, implícitas o explícitas, que hacen del texto dramático más pauta y menos ejecución que otros.

El teatro se trata de actos vivos que, al contrario que en la página, suceden en el tiempo real pero de modo artificial, artístico, casi totalmente ajeno a la experiencia del lector. No se debe olvidar que la acción dramática, al ser acto vivo mas no real, exige la complicidad de los espectadores, quienes en mayor o menor medida deben dejar atrás pruritos sobre la probabilidad de las acciones y la "naturalidad" del lenguaje, los tonos, matices, movimientos, gestos, hechos extraordinarios y ambientación, para abrirse al artificio mayúsculo que es el teatro (esto es, cuando en efecto el espectáculo valga la pena). Es absurdo, por ende, esperar que el teatro —al menos parcialmente de origen ritual y religioso, artificial en el más estricto, objetivo y valioso sentido del término— se ocupe de lograr "retratos" de lo cotidiano ceñidos a expectativas y criterios estrechos o de públicos acostumbrados a los discursos cinematográficos, televisivos o radiales menos creativos. Y aun cuando se ocupa de lo cotidiano, el teatro tiende a subrayar lo que de sobresaliente hay en lo común tan sólo por su naturaleza espectacular: cual lo indican sus orígenes lingüísticos, el teatro ("lugar para observar") y el drama ("acción") tienen por ineludible meta hacer ver lo que sucede en escalas mayores, o al menos definitivamente distintas, a las del ambiente que llamamos realidad, siempre menos propicio para observar con atención, sensibilidad e inteligencia lo que en él pasa... o lo que no pasa, como en el caso de Beckett y dramaturgos similares. El texto dramático es libre de elegir la distancia respecto de la cotidianeidad que más le convenga para todos sus partícipes, siempre que la sostenga de modo persuasivo como hecho escénico, como verdad artística.

En el caso de textos dramáticos más antiguos que el de Beckett —por conveniencia llamados más convencionales—, las acciones apreciablemente determinantes dentro de una cadena o secuencia de otras en apariencia menos decisivas y que en efecto hayan impulsado la obra en dirección de aquéllas nos demuestran con claridad la naturaleza compleja, dinámica y múltiple de la acción dramática. Si se piensa en Hamlet, por ejemplo, se logrará identificar un punto de capital importancia precisamente en la representación de un texto dramático dentro de la representación del texto dramático Hamlet (la famosa "obra-dentro-de-la-obra" que ocurre en éste, el más famoso de los textos shakespeareanos): a solicitud de Hamlet, el personaje, un grupo de actores trashumantes escenifica una breve pieza a la que el príncipe danés ha añadido material de su propia cosecha. Mediante esa pieza, Hamlet logra que su antagonista y tío, Claudio (asesino y usurpador del trono de su propio hermano, el padre de Hamlet), tenga una reacción de descontrol que propiciará un cambio decisivo en la hasta entonces equilibrada tensión dramática que Shakespeare ha construido y sostenido puntualmente entre ellos.

Hasta ese momento, las energías dramáticas residentes y activas en y a través de las acciones de Hamlet y Claudio han logrado neutralizar o posponer el dominio de uno o el otro en el sordo conflicto que, con su característica sencillez —y en ello asombrosa habilidad— dramática, Shakespeare ha anclado, entre otras cosas, en un contraste escénico-poético entre mundos dislocados pero coexistentes: por una parte, un mundo de actos, apariencias y deberes públicos que transpira una corrupción aceptada de manera tácita como el costo dudosamente admisible de una sórdida estabilidad; y por la otra, un mundo de conciencias privadas que operan y se torturan en el límite entre la sospecha y la convicción, incapaces de la acción libre. El valor de un elemento metaliterario siempre implícito en la escritura dramática, y de necesaria atención al "leer teatro", se hace especialmente evidente en este caso: el escenario.

A lo largo de la historia del teatro, las arquitecturas específicas para las que trabajaban los dramaturgos han sido determinantes para su producción artística. Basta echar un vistazo simultáneo a los foros griegos y los textos de sus dramaturgos a fin de reforzar esta simple pero sustancial consideración. Empero, el espacio que enmarca y define un intercambio en una obra más contemporánea, como el de Clov y Hamm, no está por su parte en función de una arquitectura teatral única cuanto se halla sugerido alrededor y dentro de la textualidad específica, a fin de adaptarse y aplicarse en el espacio accesible a los teatristas que tengan afán de llevar a escena esa obra en particular. En otras palabras, existe una diferencia a la vez que hay una correlación significativa entre la arquitectura del teatro en que se monta una obra y la arquitectura del montaje propiamente hablando. Aun así, todo dramaturgo escribe con algún espacio escénico en mente, en función de él. Incluso en la dramaturgia contemporánea, donde se podría sospechar una inclinación a la flexibilidad espacial por razones de diversidad y conveniencia tanto artística como práctica, en caso de que la proyección del texto hacia un tipo, o al menos un tamaño y distribución de espacio, no sea del todo explícita en la escritura misma, ni derivable de ella, semejante rasgo constituirá de todos modos una función de la indispensable conciencia espacio-temporal del dramaturgo. Así, la calidad del espacio en Beckett es una función expresa del texto a través de acotaciones específicamente escenográficas, o bien de su ausencia, pues con Beckett los lineamientos espaciales llegan a ser escuetos hasta la inmaterialidad práctica.

Con Beckett y otros dramaturgos de imaginación comparable, luego, es necesario entender que el vacío se convierte en signo elocuente, mientras que en el caso de Shakespeare el escenario, también prácticamente vacío, fomenta la significación múltiple de la palabra en acción. Para los isabelinos fue determinante la arquitectura de su teatro original (la playhouse, una "casa donde se juega/representa"). Compuesto sobre la base de una plataforma con tres vistas para el público, y al menos dos espacios de representación más —uno al fondo de esa plataforma, otro elevado sobre ella, que en el conjunto no se distinguen ni separan del primero sino coexisten sin obstrucción mutua—, el escenario isabelino permite una fluidez de acción y circulación de energías dramáticas inigualable que no exige, pues físicamente casi no admite, estrategias ilusionistas de decorado o iluminación, y sólo indicativas en el caso del vestuario y maquillaje. De tal manera, el espacio isabelino, desnudo, dúctil, invitaba (e invita) menos a poner los ojos en el escenario que a ponerse el escenario en los ojos: a ponerlo en la imaginación a través de los oídos y la percepción visual de la acción, no de una decoración que le era estrictamente innecesaria, si bien no estrictamente imposible.

Sarah Bernhardt en el papel de Hamlet

Sarah Bernhardt en el papel de Hamlet, de Shakespeare, junio de 1899 (fotografía de James Lafayette).

La representación isabelina transitaba con libertad de lugar a lugar en la amplia plataforma, el área trasera o el balcón superior, según se requiriera, casi sin necesidad de pausa alguna ni marcaje de límites sino los que establecieran los propios parlamentos: al representar sus personajes y escenas a plena luz del día, los actores (players, "los que juegan a ser algo") no requerían otra cosa que decir "¿cómo va la noche?" para convocar en las mentes de sus espectadores la oscuridad necesaria a un crimen o un encuentro de amantes, y actuar concordantemente dentro de esa oscuridad artística. Así, con cada personaje o grupo de ellos que entrara al tablado —el cual era un mundo y todos a la vez—entraba un ambiente poético, físico y auditivo particular establecido en lo primordial por la palabra y la acción. Una vez cumplidas sus tareas dramático-poéticas, el actor o grupo de actores al salir se llevaba el ambiente recién creado allí, al tiempo que uno nuevo surgía de inmediato, o incluso de manera simultánea, con la entrada de otro actor o grupo, para poner nuevas coordenadas en la imaginación del espectador, o bien devolverlo a las ya conocidas.

Tener en mente el escenario para el cual Shakespeare escribió Hamlet (lo pensó, diseñó, escribió y quizá también actuó) o cualquier otro de sus textos dramáticos, es, pues, factor fundamental para captar desde la página la eficacia artística y temática que pueden alcanzar los hechos escénicos que en ellos se basen: el uso del espacio se trasluce desde el texto dramático. Uno de los extraordinarios juegos que se plantean en Hamlet estriba precisamente en cuán imposible es la preservación de la interioridad del ser, de los territorios íntimos, dentro de una situación insosteniblemente entrelazada con una multitud de fuerzas que presionan desde toda clase de espacios externos, ajenos: políticos, sociales, familiares, metafísicos, espectrales, o incluso los que hallan un nicho en nuestra propia conciencia. Entre otros méritos que podrían señalarse, tan sólo habría que apreciar cómo la fluidez de acción que ese escenario permitía y fomentaba se halla en cabal correlación con la mencionada coexistencia nada pacífica de lo público y lo privado en Hamlet: al ser el ambiente una función del personaje en acción y ejercicio poético-dramático, Hamlet y Claudio, los contrincantes, podían aparecer en cualquier momento en cualquiera de los dos ámbitos sin abandonar el otro físicamente, o incluso hacerlos traslaparse y desligarse al mismo tiempo en el mismo espacio, el cual sin embargo siempre quedaba (queda y quedará) entendido como "otro" según las palabras y acciones del actor. La pugna registrada de manera literaria entre esos espacios abstractos podía volverse escénicamente literal, por virtud de la amplitud simbólica permitida por el propio espacio físico en que esa pugna habría de materializarse.

En uno de los más extraordinarios momentos de la dramaturgia, luego, Shakespeare reúne aquellos mundos públicos y privados en conflicto tanto dentro como fuera de su protagonista y antagonista en la arena perfecta para que la tensión acumulada estalle, sin importar cuánto ese estallido demuestre ser fatuo o arrasador en adelante: dentro del teatro. Shakespeare lleva a Hamlet y a Claudio al teatro, coloca al criminal y al obligado candidato a vengador no frente a frente sino frente y en contra de sí mismos y el otro, a través de la combinación del drama en el drama, el uno como espectador, el otro como instigador de una ficción que, dentro de la ficción (sólo por un momento y a la vez para el resto de la obra) sacude y modifica la realidad de la ficción llamada Hamlet. Rara vez se ha logrado un acto de significación dramático-escénico tan denso, tan intenso y tan conciso.

El texto dramático es por naturaleza económico en tanto concentra en acciones y puntos focales potencialmente vivos lo que otros géneros literarios expanden y analizan verbalmente, en ocasiones ad nauseam. Si en el plano narrativo de la ficción que por necesidad subyace la tragedia de Hamlet resulta apreciable el mismo efecto de cambio o sesgo argumental, estructural y temático provocado por este sobresaliente hecho teatral, sólo en la captación de su dimensión dramática se puede hacer manifiesta la intensidad que le corresponde a tal sesgo, y en consecuencia su calidad y alcances. Amén de seguir la trama y sus posibles contenidos ideológicos durante una lectura, se vuelve indispensable apreciar más allá de ellos el juego y rejuego emocional y sensible que acompaña a las acciones en ruta hacia la acción culminante: al "leer teatro" es imperativo apreciar no sólo lo que acontece sino el cómo y las circunstancias de los acontecimientos. En el caso particular de Hamlet, entre muchas otras cosas, habría que traer de vuelta a la memoria las actitudes y los matices que desde temprano han desplegado entre sí los antagonistas, así como, por ejemplo, las que hayan caracterizado sus interacciones con el elemento que Shakespeare emplea como pivote de esa relación: Gertrudis, madre del protagonista, esposa del antagonista, viuda del fantasma que acosa a aquél y que fue asesinado por éste.

Captar la interrelación de los papeles, la manera en que uno opera o actúa sobre el otro, los efectos que se causan mutuamente, es trascendental para cualquier lectura del texto dramático. Si entre Hamlet y Claudio se establece un equilibrio tenso de fuerzas negativas, ello ocurre necesariamente alrededor del papel-pivote que desempeña Gertrudis. Cuando ese equilibrio se rompe hacia la destrucción mutua luego de que el teatro-dentro-del-teatro desenmascara a quienes hasta ese momento han jugado a no ser lo que son sin jamás poder ser nada más que ese juego, la relación de ambos con la reina se transforma de manera radical; esa transformación afectará todos los aspectos de la escritura subsecuente y, por fuerza, todas las acciones de ella derivadas. Cada diálogo o intercambio de acciones entre personajes dentro de una estructura dramática contiene índices de efectos interrelativos que impulsan a los papeles mutuamente a otros actos, ya sean físicos o verbales. La identificación de estas sinergias dramáticas desde el texto resulta imposible, o al menos sólo parcial, si el lector no hace un esfuerzo por reconocer sus tonalidades y ritmos.

Antes de que la "trampa" teatral de Hamlet logre poner en jaque a Claudio, Shakespeare emplea un registro cauto y elaborado con ocasionales desbordes cáusticos, propio de una diplomacia forzada sobre condiciones evidentemente hostiles. A tal registro le viene muy bien el ritmo medio que Shakespeare impone con el apoyo de las peroratas de Polonio. Rota la tenue equidad de fuerzas durante la escena multirreferida, no sólo la cadencia de la obra crece de manera gradual y sustancial, sino que los tonos oscuros aumentan su intensidad a la par que aumenta la emotividad en estrecha colaboración con el sesgo hacia situaciones de mayor intimidad, misma que se exacerba al entrar Hamlet precisamente al ambiente más íntimo de su madre: su recámara, que también resulta ser el escenario de la muerte del elemento verboso que significaba Polonio. Por desgracia, hay lectores y lecturas del gran texto vocal e histriónico llamado Hamlet que tienden a reducirlo a una especie de largo y tedioso discurso filosófico sobre la ansiedad. Desde una perspectiva estrictamente teatral, es más valioso que el lector sensible aprecie la sobresaliente diversidad de cadencias y matices que se pueden obtener a partir del entramado verbal de Shakespeare y disfrute el espectáculo activo, emotivo, visual y auditivo que desde la página se esboza.

El diálogo de Clov y Hamm, por su parte, contiene un guiño teatral extraordinario en tanto juega con la palabra "diálogo" al borde mismo de la actuación, la autorreferencia teatral y la metateatralidad: ¿qué puede mantener a Clov en el (no)lugar en que se encuentra? "El diálogo": la (no)oportunidad o (in)utilidad de relacionarse con alguien, digamos Hamm; o bien la (no)relación en sí, in situ, lo que entre ellos en ese mismo momento (no)sucede; o bien la iniciativa del dramaturgo que les ha dado (no)existencia; o bien el diálogo per se, como categoría que es todo y nada a la vez, acción (in)definitiva/recurso (in)útil —incluso mera "(anti)literatura"—. Una de las grandes dificultades para hacer funcionar este espléndido instante de Fin de partida estriba en hallarle el tono que le haga justicia tanto al parlamento como al espectador. No obstante, a la vez que se impone reconocer la tonalidad de un diálogo, hay que mantenerse alertas a que cada parlamento puede contener una combinación de matices, dependiendo de la última y decisiva interrelación que los personajes sostienen durante el hecho escénico: su contacto con el público.

De nuevo, es clave tomar en cuenta la historicidad del fenómeno. El teatro griego establecía una peculiar relación semirritual con sus espectadores a través del coro y la orkhestra, el hemisferio donde aquél se desempeñaba. Ésos eran, respectivamente, los elementos activo-poético y espacial que mediaban entre el ciudadano de Atenas y el aspecto de su mitología o de su axiología que fuera dramatizado por la obra en turno. Se trataba de una interrelación estrecha y cuidadosamente cultivada. El activo espectador isabelino, por su parte, constituía un desafío de primera magnitud al cual en ocasiones había que responder de manera directa desde el tablado, si bien dramaturgos de la capacidad de Shakespeare pronto aprendieron a callar a sus públicos a través de escenas introductorias especialmente diseñadas para interactuar con ellos. Esto último se aprecia bien en el Julio César de Shakespeare. Flavio abre la pieza con una orden y un regaño en contra de los plebeyos de Roma que celebran el triunfo de César: "¡A casa, holgazanes, largo de aquí! ¿Acaso estamos de fiesta?" Ese exabrupto a su vez sugiere un delicioso diálogo implícito entre el actor —que hablando inglés representaba a un tribuno romano— y los espectadores isabelinos que rodeaban la plataforma durante lo que con probabilidad era, en efecto, un día de fiesta: el estreno de una obra de teatro. Los públicos de tiempos posteriores han tenido mayor o menor participación —o bien se les ha invitado o forzado a participar en mayor o menor medida— en el hecho escénico, pero siempre obran como el punto último y definitivamente influyente en el transcurso del mismo. Si el dramaturgo imagina su texto como un conglomerado de oportunidades para que el espectador se involucre en la acción y la narrativa que la subyace; o si, por lo contrario, busca alejarlo a toda costa de las emociones que la anécdota y los demás elementos narrativos podrían causarle, y con ello privilegia aspectos sorprendentes o incluso pedagógicos en su texto; o si quiere escribir teatro como si fuera en efecto un pedazo de realidad; o si desea trascender esas limitantes y llevar a sus personajes al cielo a conversar con ángeles y luego devolverlos a la cotidianeidad... cualquier objetivo que se plantee el dramaturgo, aun si dice lo contrario, estará en función de un público.

Para los espectadores es que Hamlet o Hamm han sido creados; para ellos hablan, si hablan, y hacen cosas, si las hacen. El público es, también, el referente mayor que puede usar un lector para una lectura sensible e inteligente de textos dramáticos: el público es el propio lector, y será mejor lector y público si imagina que a su lado está (aunque no esté) otro espectador, con opiniones distintas, vivencias ajenas, vicios propios y reacciones impredecibles. Es decir, el "lector de teatro" será mejor lector de teatro si intenta no ser sólo sí mismo sino también ese "otro" virtual. Si el lector de un texto dramático es capaz de imaginarse eso y de leer conforme a ello —si es capaz no sólo de leer para sí sino como si leyera para otro y como otro— quizá compartirá buena parte de lo que los autores y los ejecutantes del teatro hacen consigo mismos cada vez que desempeñan sus tareas: ser otros y nadie. Y así comenzará a leer el texto dramático como lo que es: nada más ni nada menos que nada si no lo activamos de manera generosa en la imaginación a partir del signo escrito y no sólo como signo escrito.


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