El lenguaje, don y maldición de la humanidad —don porque comunica, maldición porque con frecuencia permite errores que pueden tener consecuencias catastróficas— revela muy pronto sus limitaciones, no sólo cuando engaña o cuando resulta inexacto, sino también cuando trata de comunicar aquellas experiencias, emociones o visiones que quedan fuera de su alcance. El concepto de lo inefable apunta torpemente por medio de una negación —lo no expresable, lo no comunicable— hacia sus fronteras, hacia las áreas metafísicas o trascendentes de la experiencia humana, que se rehúsan a circunscribirse a la descripción lingüística. Existe, no obstante, un medio para que el lenguaje acerque al individuo hacia esa experiencia, lo guíe hacia ella, o incluso la reproduzca. Este medio es la poesía. Definirla es imposible, pues lo poético se ubica precisamente en el ámbito de lo inefable, y sin embargo, poetas y pensadores de todos los tiempos han buscado decir qué es, a menudo a través de los mismos métodos que en ella se emplean.
La poesía tiene el poder de expandir la conciencia del ser humano, de hacerlo alcanzar una visión más trascendente, satisfactoria y creativa de la realidad, pero sobre todo, a pesar de que su materia prima es el lenguaje, tiene el poder de crear un espacio en el que se revela aquello que está más allá de las palabras. El hecho de que la poesía proporcione una vía de acceso a esa conciencia es lo que le ha permitido seguir existiendo, incluso en estos tiempos en los que se vive la tiranía de la ceguera materialista y del racionalismo a ultranza. La gran paradoja es que, por inverosímil que parezca, la poesía tiene una utilidad incuestionable, que es la de crear espacios para la trascendencia; y dicha utilidad es lo que la mantiene viva, aun cuando sus efectos no puedan medirse ni contarse. En este ensayo mi propósito es hacer una reflexión acerca de la poesía como arte, sí, pero también como una legítima herramienta humana para llevar el lenguaje hasta sus últimas consecuencias, doblegarlo con técnicas específicas y atemperarlo con el pulso justo que permita la evocación de algo más grande. Para esto es preciso tener presente que la poesía no es sólo algo que se lee con desapego. Cuando leemos poesía reconocemos en ella nuestros más íntimos y profundos anhelos, y los logros del poeta, sus travesías, odiseas o peregrinaciones, se vuelven nuestros. Es decir, el buen funcionamiento de la poesía depende de su habilidad para crear un sentido de identificación en el lector, de apelar a un terreno común de la experiencia, la emoción o el deseo. Si no se logra establecer dicho terreno común, el poema no funciona.
Cabe aclarar, sin embargo, que a menudo los poemas se perciben inicialmente como un desafío, como un enigma que descifrar, una cumbre que conquistar, una oscuridad que vencer. Y ahí radica precisamente su atractivo. La extrañeza fundamental del poema pareciera volverlo remoto e inaccesible, pero en realidad lo que sucede es que esta característica tiene la virtud de elevarlo, de colocarlo en una esfera superior a lo mundano, y esto le otorga pureza, autenticidad y capacidad de trascender. Entonces tenemos que, por un lado, el lector debe acercarse al poema con actitud receptiva para poder comulgar con él; por el otro, el poema debe estar fincado sobre bases profundas y genuinas, capaces de generar un significado aprehensible expresado en términos memorables. A veces el poema puede adoptar el aspecto de una fórmula críptica para descifrar algún misterio de la vida o del universo, y aun cuando no logremos descifrarlo, la mera intuición de la respuesta cumple una función importante.
Con frecuencia se nos dificulta acercarnos a la poesía porque está implantado en nosotros el hábito de interpretar la realidad por medio de la razón y los argumentos lógicos. La poesía tiende a apartarse de la razón y la lógica. No procede por medio de una secuencia de premisas o silogismos que se van sumando y desentrañando de manera sistemática; la poesía revela por medio de analogías y metáforas. La metáfora es una figura retórica mediante la cual se afirma que una cosa es otra, de manera contundente, apelando a algún parecido entre ambos objetos que puede o no ser evidente. El término viene del griego μεταΦορα y significa transferencia o traslado, algo que ha sido llevado más allá. En la medida en que establece vínculos creativos entre dos objetos o conceptos, la metáfora produce una transformación en ambos. Decir, por ejemplo, que el rostro de una persona es un sol, no sólo tiene por consecuencia que empecemos a pensar en esa persona con los atributos del sol (brillo, calidez, etc.), sino que podemos empezar a percibir al sol como un rostro.
En ese sentido, la poesía genera conocimiento mucho más rápidamente que la ciencia, si bien es un tipo de conocimiento que rara vez se percibe como tal. Pudiera parecer que la poesía está alejada del conocimiento precisamente porque su proceder no se basa en métodos racionales o deductivos, pero es gracias a su rareza, a su singularidad, que se pueden empujar las fronteras de lo conocido hacia los nuevos hallazgos. Ya decía William Blake, "lo que ahora es probado, primero fue sólo imaginado".1 De ahí, por ejemplo, que uno de los nombres que han recibido los poetas, el de trovadores, se haya relacionado con el verbo francés trouver, encontrar. Al inventar, al componer, el trovador encuentra semejanzas que antes estaban ocultas, descubre relaciones que armonizan el mundo y lo vuelven más manejable. Samuel Taylor Coleridge afirmaba que no ha habido jamás un gran poeta que no haya sido al mismo tiempo un gran filósofo, "pues la poesía es la flor y la esencia del conocimiento humano, de todos los pensamientos, pasiones, emociones y lenguajes humanos".2
Hay que aclarar, no obstante, que en ningún momento se trata del poder de la imaginación en abstracto, sino de su traducción al lenguaje, su encarnación en palabras concretas que podrán, a pesar de toda clase de limitaciones, lograr los más altos vuelos. Y esto me lleva a hablar acerca del aspecto formal de la poesía. Es comúnmente sabido que en la cultura actual, hasta hace muy poco, ha predominado el libro impreso como una de las formas más aceptadas para la transmisión del conocimiento. Todos estamos familiarizados con el aspecto de los libros y en particular con el aspecto de la página impresa. Incluso los procesadores de palabras están diseñados de tal modo que al escribir, nuestro texto aparece en algo que se asemeja mucho a una página impresa, aun cuando sólo sea una imagen electrónica. En nuestra cultura, leemos de izquierda a derecha, renglón por renglón, párrafo por párrafo, y pasamos las páginas de derecha a izquierda, de arriba hacia abajo. Muchos de los libros que nos rodean están escritos en prosa, hecho que reconocemos a primera vista, al observar que los renglones están encuadrados dentro de márgenes regulares, diseñados para aprovechar del mejor modo posible la blanca superficie de la página. La poesía, en cambio, suele presentar un aspecto muy diferente, ya que en casi todos los casos las palabras parecen estar cargadas hacia el margen izquierdo o centradas en renglones desiguales. En ocasiones forman figuras geométricas como rombos o relojes de arena, como afirmando lúdicamente que no sólo sus palabras son portadoras de significado, sino que su forma física también quiere decir algo.
Cuando hablamos, nuestras palabras se expresan con una entonación, un ritmo punteado por pausas y fraseos. Cuando hablamos, necesitamos respirar. La combinación de nuestras palabras con nuestras emociones será decisiva para la respiración, para marcar los momentos de agitación y de calma, de efusiones sonoras y silencios. Cada renglón de un poema, cada verso, señala de manera gráfica un fraseo, una pausa para tomar aliento. Esta pausa está pensada originalmente como auxiliar para la voz que enuncia, tanto a nivel mnemotécnico como sonoro; es decir, los versos de un poema nos revelan la vinculación ancestral de la poesía con la literatura de expresión oral, aun cuando su preservación pudiera depender en última instancia de la palabra escrita.
Por otra parte, cada poema es portador de una marca personal única. Nuestras voces están impregnadas de lo que somos, de los ritmos, variaciones tonales, asociaciones, imágenes y cargas semánticas e idiosincrásicas de cada palabra, de cada frase que pronunciamos. La voz es una encarnación del ser, y en ese sentido, más allá de las modas literarias, cada poeta imprime a sus versos ritmos y cadencias únicos que penetran el oído de escuchas y lectores para imprimir en él una marca, una huella auditiva, que permite la comunión con el poema. Así, la asignación de un lugar específico para las palabras en la página es una parte importante de la composición poética que busca de alguna manera imitar y explotar la riqueza del lenguaje individual. Los renglones cortos de los versos crean el equivalente visual del silencio en las partes del renglón que se han dejado en blanco. Lo mismo hacen los juegos tipográficos en general: letras que caen, versos escalonados, caligramas, etc., parecen sugerir que la tinta representa el sonido, y el espacio en blanco el silencio.
La relación entre la poesía y la sonoridad es tan estrecha, que en ocasiones ambas llegan a confundirse. Podría argumentarse que el significado de las palabras que utiliza la poesía actúa en menoscabo suyo, en contraste con la pureza abstracta de la expresión musical. Sin embargo, existen ejemplos muy numerosos para demostrar lo contrario. Hay quienes, como Nicolás Guillén, han buscado crear ritmos puros con palabras inventadas.
Acumeme serembó
aé yambó aé. […]
Tamba, tamba, tamba, tamba,
tamba, del negro que tumba,
tumba del negro, caramba,
caramba, que el negro tumba,
yamba yambo yambambé.
Si alguien preguntara en qué idioma está escrito uno de los libros más famosos de este poeta, Sóngoro cosongo. Poemas mulatos (1931), en donde figura esta estrofa del poema "Canto negro", no vacilaríamos en afirmar que está en español. Sin embargo, tampoco cabe duda que reproduce las palabras y los ritmos de los idiomas africanos que son un importante legado de los pobladores de Cuba. La mezcla de ambos tiene como resultado una poesía profundamente musical, sí, pero además nos queda claro su origen mulato y afroantillano. Esta musicalidad particular es la marca de origen de la poesía. Cuando escuchamos poesía en un idioma desconocido, nuestro desconocimiento de la lengua no nos impide reconocer que se trata de poesía, de palabras dispuestas de manera rítmica según sus sílabas y acentos, en determinado orden para producir tal o cual efecto. Lo que podemos apreciar de ellas no son sus imágenes, sus significados, sino su música. La disposición de los sonidos trasciende los aspectos semánticos del contenido y logra comunicar otro tipo de significado. La musicalidad de un poema tiene impacto a nivel visceral, lo cual puede incluso volver redundante cualquier otro tipo de interpretación.
Existen diversas técnicas para manipular artísticamente la sonoridad de un poema. Los antiguos griegos hicieron una sofisticada clasificación de los distintos ritmos poéticos, dependiendo de la disposición de los acentos dentro del verso. Observar el lugar donde ocurren los acentos de un verso implica el reconocimiento de una unidad menor, el pie, que a su vez está compuesto de distintas combinaciones de sílabas acentuadas (tónicas) y no acentuadas (átonas). Así, por mencionar sólo dos de los muchos tipos de ritmos clásicos, en el verso "Escrito está en mi alma vuestro gesto" predomina el ritmo yámbico (que consta de un pie bisílabo en el cual la primera sílaba es átona y la segunda, tónica), mientras que la frase "Tengo tanto tiempo de no verte" es trocaica (imagen invertida del yambo, el troqueo es un pie bisílabo en el cual la primera sílaba es tónica y la segunda, átona). En ese sentido, podría decirse que el lugar donde se gesta la musicalidad de la poesía es perceptible sólo a nivel microscópico, por explicarlo con una metáfora científica, en las más pequeñas unidades fonológicas de la lengua. Cada lengua, por supuesto, tiene sus particularidades. En inglés, por ejemplo, predomina el pentámetro yámbico, verso de cinco pies bisílabos con ritmo yámbico. En castellano, en cambio, los versos suelen medirse en sílabas, no en pies, y predominan los versos octosílabos (en formas como el romance) y endecasílabos (como en los sonetos).
La métrica es la parte de la poesía que se ocupa del estudio del metro y los ritmos de un poema. Es una disciplina sumamente compleja y sofisticada que toma en cuenta cada aspecto sonoro de la poesía, desde el fonema, pasando por el verso y la estrofa, hasta el poema entero. Y aunque los poetas rara vez la utilizan de manera deliberada para componer, resulta por demás útil para describir de manera objetiva algunos aspectos de la musicalidad de la poesía. Además de contar sílabas, la métrica estudia la colocación de los acentos en el verso. Es capaz de enunciar ciertas regularidades en la acentuación de un verso de tal modo que distingue un buen verso de uno malo. Así, por ejemplo, el verso "En tanto que de rosa y azucena" es un endecasílabo con acentos en las sílabas segunda, sexta y décima; en el Renacimiento, esta distribución acentual pareciera casi infalible para crear la impresión de belleza y precisión rítmica de manera sostenible y armoniosa. En cambio, el endecasílabo "Siento en mi alma un inmenso vacío", lleva los acentos en primera, cuarta, séptima y décima. Esta distribución de acentos se describe con una alusión a un instrumento musical, la gaita gallega; pero los endecasílabos de gaita gallega tienen muy mala reputación, pues, repetidos una y otra vez, resultan en un sonsonete ripioso y exasperante. Sin embargo, como todo, en poesía ningún lineamiento es válido en todos los casos, y siempre hay honrosas excepciones.
Además de las combinaciones silábico-acentuales antes mencionadas, otro de los recursos sonoros más fácilmente identificables dentro de la poesía es la rima, que es la repetición de un sonido al final de dos o más versos, a partir de la última vocal acentuada. Hay distintos tipos de rima. La rima asonante es aquella en la que coinciden nada más los sonidos vocálicos (oro-rojo), y la rima consonante es aquella en la que coinciden tanto los sonidos vocálicos como los consonánticos (oro moro). Sobra decir que esta última resulta mucho más compleja y difícil de implementar, y que ha florecido en momentos históricos de gran sofisticación y artificiosidad poética y cultural. A lo largo de los siglos ha habido grandes debates y distintos posicionamientos acerca de la pertinencia de la rima. En el siglo XVII, por ejemplo, se discutió acaloradamente si las obras de teatro debían ser rimadas o no. El modelofrancés utilizaba la rima de manera obligada, lo mismo que el español —piénsese en Corneille y Calderón de la Barca—, mientras que el modelo inglés buscaba alejarse de esa norma, privilegiando el llamado verso blanco, blank verse, que consta de pentámetros yámbicos sin rima. Es el verso preferido por Shakespeare y Milton.
Por ser un recurso que se basa en la repetición, la rima tiene un aspecto lúdico más o menos predecible que no siempre trabaja a su favor. Con frecuencia, a nivel popular, se piensa que la mera presencia de la rima es lo que convierte a un texto en poema. Esto, sobra decirlo, es totalmente equivocado. Y sin embargo, existe un misterio en el reconocimiento de las terminaciones similares de las palabras, el misterio de lo igual y lo diferente, el misterio del eco, que se remonta a las expresiones poéticas más antiguas, y que a menudo se relaciona con la creencia en el poder mágico de las palabras. Las brujas de Macbeth de Shakespeare, por ejemplo, profieren versos rígidamente rimados. Hechizos, conjuros, exorcismos, bendiciones, maldiciones, oráculos, profecías y demás pronunciamientos mágicos, tradicionalmente emplean la rima como refuerzo para que una sentencia se vuelva realidad.
Si bien hoy en día esto puede resultar extraño, es un hecho que el conocimiento de la métrica, la rima y otros poderes de la palabra, antiguamente estaba reservado a una élite social, como se ejemplifica en el caso de los antiguos bardos celtas. Se cree que en la antigüedad los bardos o poetas-magos que servían al monarca eran elegidos entre los miembros de la aristocracia. Pertenecían a la misma clase social que los sacerdotes, maestros y jueces conocidos como druidas. Para llegar a ser bardo se requería un entrenamiento mínimo de veinte años en el que se estudiaban los metros poéticos, las rimas, los símbolos, los alfabetos secretos, las sílabas mágicas, además de conocimiento de la naturaleza, los astros, y todas las áreas de conocimiento desarrolladas en cada época. Conocer las formas de manipular el lenguaje equivalía de alguna manera al dominio técnico de un arma poderosa, pues otorgaba al bardo control sobre sus enemigos. Una maldición bien hecha podía decidir el triunfo en la guerra o la caída de una dinastía. Entre los bardos celtas estaba prohibida la escritura, por lo cual memorizaban largas tiradas de versos construidos con recursos mnemónicos tales como los que se han descrito aquí. En ese sentido, las palabras se consagraban e incrementaban su poder a fuerza de repeticiones.
Para concluir, los poemas pueden ser abiertos o cerrados; los metros pueden ser rígidos o flexibles; los ideales estéticos se modifican con el tiempo. Lo que no cambia, es el hecho de que la palabra poética, con sus formas, rebuscadas y artificiales o libres y sueltas, tiene un poder. Las formas poéticas, los vocabularios, los universos creados por un poeta, son maravillosa y sorprendentemente contagiosos. Quien se expone de manera repetida a versos endecasílabos, por ejemplo, acabará por pensar, actuar y ver el mundo entero en endecasílabos. Valga de ejemplo Dante, que escribió más de catorce mil versos en tercetos endecasilábicos con rima encadenada en la Divina comedia (la famosa terza rima), o Milton, que hizo lo propio en verso blanco para contar la historia de la caída de Adán y Eva, o los poetas del siglo XVIII, algunos de los cuales, como Alexander Pope, fueron capaces de escribir profundos ensayos filosóficos en pentámetros yámbicos rimados.
Retomando lo expresado al inicio, la extrañeza de la forma poética, lo no habitual de sus metros, ritmos, rimas y demás no sólo es lo que singulariza este fenómeno lingüístico y cultural, sino que agudiza el poder de la palabra. Como sostienen los miembros del OuLiPo, Taller de Literatura Potencial, creado en Francia hacia 1960, las limitaciones formales, lejos de esclavizar, liberan; a mayores restricciones, mayor libertad creativa. Y es que la poesía verdadera, ante todo, crea; es palabra creadora. El célebre abracadabra se ha explicado como un término de origen hebreo que significa "creo conforme hablo". La poesía, insisto, busca este tipo de poder, busca crear, a la manera del fiat bíblico en el que las sentencias se convierten en realidad por el mero hecho de enunciarlas. Así, cuando un poema logra hechizarnos con sus ritmos y sus imágenes, o transportarnos a un determinado estado mental o anímico, está cumpliendo su cometido.