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3.4.3 La novela moderna

Gargantúa y Pantagruel

Gargantúa y Pantgruel de François Rabelais, ilustración de Gustav Doré, 1873.

Muchos historiadores de la literatura coinciden en afirmar que Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais, y El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, son las obras con las que se inicia la tradición de la novela moderna. La obra de Rabelais rompió con la tradición de las obras heroicas de ascendencia medieval, al convertir la vida de la corte en un carnaval en el que lo visceral y lo excesivo armonizaban de manera perfecta, en donde la erudición y el humor relativizaban todo saber. De esta manera, el novelista se erigió en un ser sensible que percibió antes que otros pensadores la nueva interpretación del mundo, de lo sagrado, de las instituciones (las universidades y los descubrimientos, los negocios y la jurisprudencia, los viajes y la guerra) que se conoce como Renacimiento, escenario cultural en que la curiosidad y los conocimientos se abrieron a una dimensión que no coincidía con las interpretaciones absolutas y universales, con formas de pensamiento basadas en verdades incontrovertibles que habían hecho del mundo un reducto misterioso.

Pocos años después, a principios del siglo XVII, Cervantes llevó a cabo un prodigio que es muestra de la nueva forma de pensamiento: indagó en la tradición literaria que lo precedía, reconoció que él mismo se había formado en ella, pero no la continuó, sino que rompió con esas formas narrativas y las incorporó a su obra parodiándolas, haciendo ver como viejas las obras que hasta el día anterior gozaban de prestigio. Así surgió la novela moderna, como el ámbito en que las certezas están de más, en que los personajes leen y corren el riesgo de enloquecer confundiendo ficción y realidad; una novela en la que el narrador nos dice que él no es el creador de la historia pues existen "muchos autores que de este caso escriben", que ignora el nombre del hidalgo sobre el que escribe (¿se llamaba Alonso Quijana? ¿Quijada? ¿Quesada?), que nos seduce a fuerza de incertidumbre, que nos enseña —episodio tras episodio— que el discurso simbólico o alegórico es más complejo que las verdades desnudas. El Quijote es, además, una novela sobre la literatura; el protagonista es un gran lector que leyó los mismos libros que sus lectores, que sabe que sus hazañas se cuentan en libros que circulan por el "mundo real"; asimismo, muchos personajes que se encuentran con él dicen haberlo conocido antes en historias impresas. Con todo ello, Cervantes convierte en problema la idea de la realidad: ¿a qué tipo de realidad pertenece don Quijote?, ¿a qué realidad pertenecen los molinos o los rebaños contra los que arremete el de la Triste Figura?, ¿a qué realidad pertenecen los libros que él leyó y que terminaron por confundirle el juicio?, ¿a qué realidad pertenecen los lectores mientras leen la obra?, ¿es una o múltiple la realidad? En esta incertidumbre reside uno de los valores más importantes de la novela de Cervantes.

En un ensayo de 1985, Milan Kundera se refería a las novelas de Rabelais y Cervantes como una manifestación de la risa de Dios, y lo explicaba así:

Hay un admirable proverbio judío que dice "El hombre piensa, Dios ríe". Inspirándome en esta sentencia, me gusta imaginar que François Rabelais oyó un día la risa de Dios y que así fue como nació la primera gran novela europea. Me complace pensar que el arte de la novela ha llegado al mundo como eco de la risa de Dios.

¿Por qué ríe Dios al observar al hombre que piensa? Porque el hombre piensa y la verdad se le escapa. Porque cuanto más piensan los hombres, más lejano está el pensamiento de uno del pensamiento de otros. Y finalmente, porque el hombre nunca es lo que cree ser.

Es al comienzo de la Edad Moderna cuando se pone de manifiesto esta situación fundamental del hombre, recién salido de la Edad Media: don Quijote piensa, Sancho piensa, y no solamente la verdad del mundo, sino también la verdad de su propio yo se les va de las manos. Los primeros novelistas europeos percibieron y captaron esta nueva situación del hombre y sobre ella fundaron el arte nuevo, el arte de la novela.22

Con la publicación de El Quijote, Cervantes inauguró una nueva manera de hacer novela, poniendo en movimiento conceptos hasta antes inamovibles, y al ponerlos en movimiento los volvió objeto de reflexión, y al volverlos objeto de reflexión hizo del discurso de la novela un discurso crítico de sí mismo. Después de El Quijote, la construcción de la novela, la disposición de sus episodios, la diversidad de voces narrativas, el juego entre realidad y ficción (los distintos niveles de realidad y de ficción), la relación entre autor y lector, entre autor y narrador, entre autor y ficción, no pudieron volver a someterse a tratamientos ingenuos, premodernos. Las novelas que así lo hicieron han pasado a formar parte de la literatura de una época, pero difícilmente trascendieron, pues la novela moderna (como todas las manifestaciones de la modernidad) está obligada a romper con la tradición que la precede y a reinventar una nueva manera de abordar el género, un género complejo por maleable, por su carácter camaleónico, porque ha dado muestras de poder adaptarse a todas las posibilidades de narración imaginadas.


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