Un mundo narrado es un mundo posible que establece, como principio de realidad básico, un espacio y un tiempo que le son propios y que operan bajo su propia lógica; un mundo de ficción que es real, paradoja que es preferible evitar con el concepto genettiano de universo diegético; es decir, un mundo de ficción que se considera la realidad por sus habitantes, con unas coordenadas espacio-temporales que designa la propia ficción. Así, en el universo diegético de En busca del tiempo perdido es posible tomar un tren de París a Balbec, independientemente de que la segunda ubicación no exista en los mapas del mundo del extratexto; ese mismo universo diegético está marcado por la evolución de los acontecimientos que va, implícitamente, desde 1870 hasta 1925, independientemente de que Marcel Proust haya muerto en 1922. Ahora bien, los espacios diegéticos que construye el relato tienen un significado que, en general, va mucho más allá de ser el escenario neutro pero necesario sobre el que evoluciona la acción. Para proyectar la ilusión de ese espacio, la forma textual privilegiada es la descripción (Pimentel) que construye el espacio y los objetos que lo pueblan de manera analítica y temporal, al desplegar las partes y atributos de un objeto o espacio en el tiempo inevitable de la lengua, el de la cadena sintagmática. Dos consecuencias importantes de esta actividad eminentemente analítica y temporal. La primera es una cuestión de perspectiva y de significación narrativa, ya que las partes y atributos desplegados en una serie predicativa (Hamon) implican, necesariamente, una selección. Es a partir de la selección que la persona, lugar u objeto descrito cobran una significación importante; la descripción es como un crisol en el que se funden los valores temáticos y simbólicos de un relato. Podría afirmarse que el despliegue descriptivo no es un mero ornamento, sino el espacio privilegiado en el que se van desarrollando los temas del relato; de ahí el valor narrativo de la descripción. La segunda consecuencia de esta dimensión analítica y temporal de la descripción tiene que ver con la manera gradual en que se va construyendo esa impresión de mundo que le es propia a los textos narrativos. Es el lector que, en el tiempo, va operando las síntesis, va construyendo los lugares y objetos gradualmente, corrigiendo, aumentando, modificando imágenes a partir de descripciones parciales y recurrentes que dentro de su imaginación acaban haciendo mundo. Gracias a esa "suspensión de la incredulidad" (suspension of disbelief) de la que hablaba Coleridge, el lector acepta ese universo diegético, que él mismo ha ayudado a construir, como un mundo cuya realidad es incuestionable para los que ahí habitan y, al haberlo construido en su imaginación, también lo es para el lector pues lo ha hecho suyo.
En cuanto al otro término del inextricable binomio espacio-tiempo, se ha insistido en que la significación narrativa es un fenómeno plenamente temporal y vivencial ya que se construye gradualmente en el tiempo. Nuestra experiencia como seres temporales encuentra su máxima condensación en la representación de la acción humana que caracteriza tanto al drama como al relato, no solamente porque es una experiencia configurada, sino porque el tiempo de la transformación y de la evolución de la experiencia humana se condensa significativamente. Las observaciones de Proust al respecto son especialmente pertinentes. Por una parte, el lector se apropia de los actos, emociones y transformaciones de los personajes —independientemente de su verosimilitud— puesto que éstos ocurren dentro de él. Por otra parte, en un muy breve tiempo, el relato hace experimentar todas las dichas y las desgracias posibles que en la vida real tomaría años vivir. Más aún, algunas de estas experiencias de cambio y de transformación ni siquiera son vividas con plena conciencia de transformación, debido a que, en la vida, esos cambios se producen con demasiada lentitud como para ser percibidos. Sólo se puede conocer y vivir esos cambios en la lectura, en la imaginación (Por el camino de Swann).
Ahora bien, si es indudable que el relato es la representación de la acción humana en el tiempo, si es igualmente indudable que el lector se apropia, intelectual y afectivamente, de este mundo posible ¿de qué manera las estructuras del relato propician esta representación y la consecuente experiencia temporal en la lectura? En un nivel muy básico, como se ha visto, el discurso narrativo, en tanto que montaje sintáctico de tiempos gramaticales, abre el abanico temporal proponiendo complejos paisajes temporales entre lo más distante y lo más inmediato en el tiempo. Más aún, en niveles de complejidad creciente, las estructuras temporales del relato están en la base de nuestra experiencia temporal. Las relaciones temporales que se dan entre la historia y el discurso le dan al relato no sólo la impresión de tiempo vivido, sino de ritmo.
Considerando que el discurso en su secuencialidad sintagmática genera lo que Genette ha llamado un seudo-tiempo —el que le imprime la sola secuencia—, la relación que este seudo-tiempo establece con el de la historia permite dibujar las más variadas figuras, entramándolas en distintos grados de complejidad y de significación. Si los hechos se narran en el discurso en el mismo orden en el que ocurrieron en la historia, el lector tendrá la impresión de fluir en un relato cronológico e ininterrumpido. Pero la relación entre los dos órdenes puede ser más compleja, dibujar figuras, interrumpir el relato en curso para narrar acontecimientos ocurridos con anterioridad (analepsis o flashback) o anticipar otros (prolepsis o flashforward). Estas irrupciones de otros tiempos en el tiempo del relato en curso dibujan figuras temporales que el lector está llamado a interpretar: ¿cuál es el propósito, el significado de narrar algo fuera de tiempo?, ¿qué relación tiene el segmento anacrónico con el relato en curso que se ha interrumpido para darle cabida?, ¿qué efectos de fragmentación o de perturbación genera el relato anacrónico?, ¿en qué medida la fragmentación temporal afecta la inteligibilidad misma del relato?, etcétera.
Mucho de la impresión de "mundo" que deja un relato se debe a los ritmos temporales que van orquestando el devenir de ese mundo. Si bien la "duración" discursiva es una metáfora que ni siquiera propondría un seudo-tiempo, como en el caso del orden en el que se narran los acontecimientos, la cantidad de texto que se le dedica a un cierto segmento temporal de la historia establece una relación de velocidad que Genette define en términos de la física: una relación de espacio y tiempo que resulta en una velocidad dada. De ahí que a esta "velocidad narrativa" la bautice Genette con otra metáfora —esta vez musical—: el tempo. Así, cuando el relato pasa sumariamente por un vasto segmento temporal, el lector tiene una impresión de aceleración, de que diez años han sido despachados en tres líneas, para luego detenerse quizá en un momento y narrarlo con todo el detalle de una escena dramática. En fin, que el tempo narrativo da, además de un ritmo, una diferenciación de tipo ideológico (lo que es "importante" se narra en escena; lo que es literalmente in-significante se narra en resumen, etc.) o de estrategia narrativa como en las elipsis en las que el discurso narrativo pasa en silencio un segmento de la historia, para crear suspenso, despistar al lector, etcétera.
Ahora bien, el tempo narrativo no sólo diversifica el ritmo del relato, sino que propone una gama de acercamientos y distanciamientos con respecto al mundo narrado: una escena creará, como en el drama, la ilusión de inmediatez, de acción en proceso; mientras que un resumen aleja de lo narrado e intensifica la sensación de acontecimientos lejanos en el tiempo. La escisión de los tiempos de la historia en tiempo interior y tiempo exterior en aquellos relatos en los que el monólogo interior es predominante, al mismo tiempo que acerca al lector a la experiencia durativa de una conciencia en incesante actividad, se proyecta al exterior con una sensación de lentitud extrema en la duración del tiempo exterior.
Otras formas de acercamiento/alejamiento temporal están dadas en el tiempo del acto de narrar. La pendiente natural es narrar algo ya ocurrido (aunque desde luego esta relación de anterioridad de la historia con respecto a su enunciación no es otra cosa que una ficcionalización del acto narrativo mismo). Esta relación entre el acontecimiento y el acto de narrarlo abre y cierra el compás temporal modulándolo constantemente. El narrador puede hacer valer esa distancia o puede cerrarla de diversas maneras: una muy importante es el discurso indirecto libre en el que los deícticos temporales y espaciales remiten a la experiencia del aquí y ahora del personaje, mientras que la tercera persona y el tiempo gramatical en pasado —las marcas vocales del narrador— pierden todo valor temporal. Aunque esté narrado en pasado nuestra experiencia narrativa es la del personaje para quien lo vivido no es pasado, sino presente. Otra forma de acercamiento es la narración en presente, creando la ilusión de una simultaneidad entre lo referido y el acto de referirlo.
Estas "vivencias" temporales son el resultado de todas estas figuras, de los montajes temporales: guedejas en el trenzado de la trama del relato que nos permiten apropiarnos del mundo de ficción en el que hemos ingresado por la lectura y que nos significa y resignifica el nuestro de manera especial, pues, como diría Ricoeur, "el tiempo deviene tiempo humano en la medida en la que se articula en un modo narrativo y […] el relato cobra significación plena cuando deviene condición de la existencia temporal" (1983, 85).