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3.1.3 La perspectiva narrativa: una postura frente al mundo

Contador de historias oriental

Contador de historias, de Wilhelm Gentz, 1878.

Todo relato está inscrito en un haz de perspectivas que matizan y relativizan la representación/ construcción del mundo narrado. La perspectiva narrativa se define elementalmente como un filtro, es decir, una selección y una restricción de la información narrativa (Genette). Ningún relato, por exhaustivo que se quiera, cuenta todo de manera irrestricta; ni el más omnisciente de los narradores lo sabe todo ni cuenta todo lo que sabe. Cualquier representación inteligible de acción humana implica una selección y, por ende, un sistema de inclusiones y exclusiones, así como de restricciones que organizan todos los aspectos del relato. Las restricciones o limitaciones pueden ser de orden espacial, cognitivo, lingüístico, perceptivo, moral, ideológico, etc., atribuibles ya sea al narrador o a los personajes. Cuatro son las perspectivas básicas: la del narrador, la del personaje, la de la trama y la del lector (Iser, Pimentel). Por comodidad se habla de cuatro, pero habría que pensar que cada una  puede, a su vez, multiplicarse indefinidamente convirtiendo el haz de perspectivas en un verdadero laberinto o en una auténtica maraña.


La perspectiva del narrador

El narrador puede asumir una postura frente al mundo por medio del discurso gnómico, pero también puede hacer valer su perspectiva asumiendo una postura frente a su relato, destacando su privilegio cognitivo por encima de cualquier otro personaje, moviéndose en el tiempo y en el espacio ad libitum; tiene, además, la libertad de entrar a la conciencia de cualquiera de sus personajes cuando y como quiera —en pocas palabras, se trata de un narrador que se impone un mínimo de restricciones al narrar, el tradicional narrador omnisciente que narra en focalización cero, en la terminología de Genette, lo cual implica precisamente una narración sin un foco definido. No obstante, el narrador en tercera persona, aun cuando sea él quien enuncia, puede renunciar a sus privilegios cognitivos y focalizar su relato en la conciencia de algún personaje —narración en focalización interna, según Genette—; en otras palabras, puede no hacer valer su perspectiva a pesar de ser el enunciador del discurso. Asumirá entonces todas las limitaciones del personaje y sólo narrará desde esa perspectiva, como si no supiera más de lo que el personaje sabe, ni pudiera percibir más de lo que el personaje percibe. Las formas discursivas privilegiadas para la narración focalizada son el discurso indirecto libre y la psiconarración (Cohn). En la primera, como se ha visto, convergen dos voces, dos discursos: el del narrador y el del personaje. Claro está que el discurso del narrador, en ese caso, se puede hacer tan transparente que sólo quede de su voz el armazón básico constituido por la elección gramatical del tiempo pasado y la tercera persona, haciendo que las peculiaridades sintácticas, léxicas y semánticas del discurso sean atribuibles al personaje y no al narrador. En el caso de la psiconarración, en cambio, el narrador da cuenta de los procesos mentales de su personaje aunque las palabras, como tales, no sean necesariamente atribuibles al personaje sino al narrador. De cualquier modo, el relato está focalizado, en mayor o en menor grado, en la conciencia de ese personaje. Las marcas discursivas de la psiconarración son, esencialmente, lo que podría llamarse psicoverbos, es decir, verbos que señalan la interioridad de la acción referida: sintió, pensó, imaginó, temía, deseaba, le repugnaba... Ahora bien, si focalizar el relato en la conciencia de un personaje le implica al narrador abandonar su perspectiva, aun así puede hacerla valer por medio de disonancias que hablen de las limitaciones no ya del personaje, sino del narrador. Son en especial notables en estos casos las disonancias morales o ideológicas. Un buen ejemplo es el "duelo" moral que se va dando entre el narrador y Aschenbach en Muerte en Venecia, de Thomas Mann, a pesar de que se trata de un relato focalizado en el protagonista, puesto que el lector no ve ni sabe más de lo que ve o sabe Aschenbach; nunca se le permite, por ejemplo (y cuánto le gustaría), el ingreso a la conciencia de Tadzio. Sin embargo, la disonancia va creciendo conforme evoluciona el relato, convirtiéndose en un duelo de perspectivas, de visiones de mundo.

Si un narrador en tercera persona tiene estas opciones de restricción modulada, el narrador en primera persona no tiene otra opción que la de focalizar en sí mismo. Aun así, tiene el privilegio de multiplicar sus perspectivas en el tiempo, pues siendo ese mismo "yo", puede hacer valer su perspectiva como yo-que-narra o su perspectiva —incluso sus múltiples perspectivas— como yo narrado a lo largo del tiempo. En pocas palabras, el "yo" de la primera persona puede moverse entre sus perspectivas como narrador y como personaje. Una consecuencia interesante de que la narración en primera persona esté pre-focalizada —como diría Genette— es que no pudiendo penetrar en la conciencia de nadie más que en la del propio "yo", toda narración sobre el otro es, necesariamente, una narración en focalización externa; es decir, lo que se representa es la imposibilidad de penetrar en la conciencia de otros. Es esto especialmente notable en la narración testimonial, en la que el centro de interés narrativo no es la vida del narrador, sino la de otro; el narrador participa en los hechos referidos pero sólo como testigo. La interioridad del otro, en estos casos, se ve sometida a una mediación más: la especulación del narrador con respecto a lo que el personaje sienta o piense —especulación marcada por estructuras como supongo, me imagino, tal vez, probablemente, puede ser que haya sentido...—. En este tipo de narración, la perspectiva es claramente la del narrador en primera persona aunque modulada por la especulación sobre la perspectiva del otro. Piénsese nada más en textos clásicos como El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald; "Una rosa para Emily", de William Faulkner, o Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez.

Finalmente, la perspectiva del narrador se articula también en las peculiaridades de su lenguaje: la sola elección léxica habla ya de un mundo y de una postura frente a él. El lenguaje, como bien lo ha estudiado Bajtín en su teoría de la heteroglosia (término traducido también como plurilingüismo), está perspectivado: cada idiolecto, cada discurso social, profesional, político, religioso, etc., incide en el mundo con una mirada que le es propia. Cuando un narrador de Balzac habla de la "inocencia" de los ojos azules de un personaje, cuando otro de James habla de un poeta como un "dios" al que no necesita defender sino "contemplar", la sola elección léxica ya está cargada ideológicamente. De tal suerte que podría hablarse de una articulación de perspectivas: la inscrita —casi podría decirse, preinscrita— en el lenguaje mismo, y la inflexión particular que le imprime la perspectiva individual del discurso de un narrador. De hecho, lo mismo podría decirse de la manera en que se articula la perspectiva del personaje.


La perspectiva del personaje

Considerando que un personaje es una construcción puramente discursiva, que no tiene, en otras palabras, otro ser que no sea el del lenguaje, es capital analizar su discurso como una de las formas privilegiadas —aunque no la única— de acceder a su ser. Así como el narrador es también un efecto de discurso, en el mejor de los casos una proyección enunciativa del autor, y nunca el autor como tal, del mismo modo, un personaje no es una persona y por tanto no puede tratársela como tal —aun aquellos, migratorios desde Balzac, que aparecen de manera ubicua en muchas novelas.

La perspectiva de un personaje se articula entonces en los dos modos de enunciación básicos del relato. Por una parte, la perspectiva del personaje está vehiculada por el discurso del narrador —la narración en focalización interna, como se ha visto—. En esos casos, es importante hacer deslindes discursivos, interpretar el origen del discurso, si son esas las palabras que dijo originalmente el personaje o son las que usa el narrador para describir-narrar al personaje, y con qué grados de disonancia o de prejuicio lo está describiendo. Por otra parte, la perspectiva del personaje se observa en su propio discurso —discurso directo— en el que el lector puede detectar tanto la presencia de otros discursos (sociales, familiares, de clase, de época, etc.) y, por lo tanto, de otras posturas frente al mundo que la inflexión idiosincrásica del discurso del personaje asumirá como suyas, o bien las asumirá en una actitud contestataria o irónica. Por ejemplo, en el pasaje del Quijote arriba citado, se puede distinguir la voz de Sancho de la del narrador y de la de don Quijote; es más, se pueden distinguir los esfuerzos de Sancho por "reproducir" el habla arcaizante de su amo, aunque la saturación estilística hablaría incluso de un pastiche involuntario.

Claro está que el personaje puede ser descrito desde otra perspectiva que no sea la suya: la del narrador o la de otro personaje que lo describa. En este último caso habría que considerar que —como en el drama— aquel personaje que caracteriza a otro se caracteriza más a sí mismo que al personaje sobre el que se pronuncia. Ejemplo clásico de esta caracterización cruzada es la descripción que hace Casio de Julio César en la obra de Shakespeare del mismo nombre. No es que Casio mienta con respecto a los atributos que subraya en Julio César; es solamente que la selección de esos atributos dice mucho más de Casio que del propio César. Así, la personalidad de Julio César llega filtrada, deformada por la de Casio, quien ha construido un César mezquino a su imagen y semejanza.

Narradora de medio oriente recita un pasaje de Las mil y una noches

Narradora de medio oriente recita un pasaje de Las mil y una noches, 1911.


La perspectiva de la trama (Pimentel)

¿En qué sentido podría hablarse de la perspectiva de la trama? De acuerdo con la definición elemental que se ha dado de lo que es la perspectiva, en el entramado de un relato hay una selección y una restricción de la información narrativa determinada por una orientación temática y eso es lo que permite postular una perspectiva para la trama. No obstante, a primera vista, postularla como una perspectiva independiente parecería un contrasentido, si consideramos que es el narrador el que opera esa selección, el que va tramando su relato; por lo tanto, al ser responsable de la selección, sería él quien le imprimiera, necesariamente, su propia perspectiva. No obstante, habría que tomar en cuenta varios factores. En primer lugar el hecho de que no todos los relatos, ni siquiera la mayoría, están organizados por un solo narrador, con lo cual se da, inmediatamente, un conflicto de perspectivas. En segundo lugar, el problema mismo de la confiabilidad que trae a un primer plano la disparidad entre la perspectiva del narrador y la orientación de la trama. En tercer lugar, habría que considerar que el haz de perspectivas que teje el discurso de los diversos personajes y que, desde luego, no están necesariamente en consonancia con la del narrador, puede incidir de manera importante en la orientación de la trama. Siguiendo en este aspecto, aunque de manera parcial, las reflexiones de Peter Brooks, habría que pensar que una trama es un principio de interconexión y de intención y, por ende, de sentido, en ambos sentidos, dirección y significación; que, por ello, toda secuencia es intencional (aunque no necesariamente refleje la intención del autor, ni siquiera la del narrador, sino la intencionalidad del texto —Ricoeur—), orientada por el tema, incluso por el final (Kermode), que en sí acusa una orientación temática y, por consiguiente, ideológica. Es por ello por lo que la trama no es solamente una estructura organizadora, sino una estructura intencional, una dirección, un sentido.

Ahora bien, la trama es ese punto de articulación entre lo que los formalistas rusos llamaban la fabula y el sujet (Todorov), que no es otra cosa que la orientación temática de la fábula o historia; sería también un principio de organización que opera una síntesis entre lo que los estructuralistas llaman la historia y el discurso (Todorov), relación binaria que Genette refina en una relación tripartita —historia, discurso y narración— y que constituyen las estrategias específicamente textuales que le van dando forma a esa historia. Si bien historia y fabula se recubren de manera casi sinonímica, hay un hiato conceptual evidente entre sujet y discurso; el primero designa la orientación temática, el segundo la organización textual, las estrategias discursivas que vehiculan la historia. Es en este espacio conceptual, entre discurso y sujet, donde se debe pensar la trama. Quizá la definición que mejor zanja este espacio es la que formula Ricoeur en términos de una configuración: la trama haría de una simple cronología una configuración orientada por un sentido. Es en esta dinámica temporal, como se ha visto, donde se da esa esencial dimensión hermenéutica de la significación narrativa, pues la narrativa misma es un modo de comprensión y de explicación (Brooks). Más aún, esa configuración, en tanto que principio de selección orientada, constituye, en sí, una perspectiva que no es necesariamente la del solo narrador, ni sólo la de los personajes, ni siquiera la de las mismas convenciones que rigen el entramado, sino de la síntesis de todas ellas. Piénsese, por ejemplo, en cuántas novelas decimonónicas la orientación de la trama va en el sentido de castigar a la adúltera; perspectiva moral —de época, casi podríamos decir— que con mucho rebasa la del autor o la del narrador, aunque no cabe duda que recibe su inflexión individual de todas las perspectivas que interactúan en el relato.

Ahora bien, hay muchos tipos de trama (Muir) que propondrían diversas posturas frente al mundo desde su sola organización. Tramas de acción o de aventuras que presuponen un mundo en que las acciones desencadenan otras tejiendo una vasta red determinada causalmente, en la que los personajes son meros objetos que se mueven estratégicamente de un eslabón al otro (La isla del tesoro, de Stevenson). Tramas centradas en un personaje cuya actividad evoluciona en el tiempo y el espacio para abarcar "más mundo", un espacio social que se despliega como un fresco, cuyo principio de organización no es esencialmente causal sino episódico: las secuencias no se encadenan en términos de causa y efecto, sino en términos de espacialidad y cronología. Ejemplo típico de esta forma de tramar sería la novela picaresca. Tramas dramáticas y tramas de aprendizaje (Bildungsroman) en las que el personaje incide en el curso de la acción y viceversa (character is destiny): la actuación y evolución del personaje deciden la dirección de la acción; a su vez y de manera recíproca, el acontecimiento incide en la evolución del personaje. Innumerables son las novelas que responden a este tipo de entramado —Madame Bovary, de Flaubert, o Emma, de Jane Austen, por mencionar sólo un par del tipo trama dramática; del tipo Bildungsroman, El retrato del artista adolescente, de Joyce, Hijos y amantes, de Lawrence, o Buddenbrooks, de Thomas Mann—. En fin, tramas fragmentarias en las que el mundo se estrella, como Pedro Páramo, de Rulfo, o El sonido y la furia, de Faulkner; tramas que, al promover el monólogo interior al primer plano de la representación de acción humana —una "acción" plenamente interiorizada, "mentalizada", por así decirlo—, desdoblan la temporalidad de la historia, de tal suerte que pueda postularse un tiempo de la historia exterior y otro interior —Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf, o un buen número de capítulos del Ulises, de Joyce—. En fin, que la forma de la trama es, en más de un sentido, la forma del mundo que la ficción construye, en la que el lector resignifica su propio mundo.


La perspectiva del lector (Iser)

Finalmente, la perspectiva del lector es crucial para integrar a todas las demás. Es en el lector donde convergen las otras perspectivas, pero es importante hacer notar que esto ocurre en el tiempo, que esas otras perspectivas se activan y combinan en una constante actividad de interpretación-reinterpretación, modificación, corrección, etc. Como diría Iser, al leer el lector lo hace con un "punto de vista móvil", temporal e interior a lo que va leyendo, pues no es posible aprehender nunca la totalidad de lo leído, como lo sería un objeto material, exterior, que pudiera aprehenderse "de golpe". Un texto, al ser no un objeto material sino mental pues sólo se realiza en la lectura, nada más puede aprehenderse mentalmente, en el tiempo. Empero, la mente del lector no es una "página en blanco" sobre la cual el texto se va escribiendo de manera pasiva. El lector es ya, desde siempre, un ser que se posiciona frente al mundo y, por ende, filtra, selecciona, al poner atención en ciertos aspectos del relato, recordar unos y olvidar otros, conferir más importancia a algunos que a otros, etc. Es decir, además de que las otras perspectivas convergen en el tiempo de manera gradual, matizada, corregida y (re)interpretada, el lector hace pasar ese texto por el filtro de su subjetividad y desde su propio horizonte cultural que sólo comparte parcialmente con el del texto. De este modo, si bien la identidad puramente material del texto (el conjunto de sus signos, ordenados de cierta manera) permanece más o menos idéntica, cada lectura construye una "obra", la "representa", la "ejecuta" —a la manera de un texto dramático o de una partitura musical (Gadamer)—, una obra que es la misma y a un tiempo otra, ya que surge del encuentro fructífero de dos horizontes, el del texto y el del lector; un encuentro en el que, si bien la mirada del lector activa la obra como un mundo diferente, la obra a su vez cambia al lector, lo hace otro, si tan sólo porque en su experiencia posterior a la lectura de ese texto quedara incorporado, con sus múltiples significaciones, el mundo posible construido por la experiencia de la lectura.


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