Si bien el acto mismo de narrar es una estructura de mediación fundamental en todo relato verbal, esta función puede ser asumida por una o varias voces. En ciertos relatos, independientemente del grado de complejidad, esa función narrativa se concentra en un solo narrador, a quien le atribuimos autoridad y conocimiento total sobre el mundo que va construyendo en su narración. Pero esta función se puede diversificar, incluso relativizar, al ser cumplida parcialmente por otro(s) narrador(es) o por algún personaje que, en un momento dado, asume el discurso narrativo para dar cuenta de un segmento de la historia que el narrador principal ignora, o bien la historia que cuenta el personaje acaba siendo "otra historia". Por lo tanto, la instancia de la narración puede no sólo multiplicarse, sino aparecer en distintos niveles y con distintos grados de "autoridad" y "confiabilidad".
Unidad vocal del relato: el narrador único (Pimentel)
En general, un solo narrador —que se presenta además como fuente única de información narrativa— tiende a ser percibido como una voz más o menos objetiva, más o menos confiable; la impresión de objetividad se acentúa si este narrador nunca participó en los hechos referidos: perfil clásico del llamado narrador en tercera persona, ya sea omnisciente o focalizando su relato en la conciencia de algún personaje. Habría que observar, sin embargo, que la narración en tercera persona no es garantía de objetividad e imparcialidad, debido a que el narrador puede ubicarse discursivamente en una perspectiva moral o ideológica definida que lo haga pronunciar juicios de valor sobre lo que narra, dando así la impresión de una narración sesgada de los hechos. Los juicios de valor expresados por el narrador ya no son parte de un discurso narrativo, sino de opinión —el llamado discurso doxal o discurso gnómico (estrategia discursiva típica de la novela de los siglos XVIII y XIX). Algunos críticos, en aras de una narración "transparente" como ideal, descartan estas formas del discurso del narrador como meras "intrusiones de autor"; yo considero, sin embargo, que la descalificación prescriptita —en este como en cualquier otro aspecto del relato— no lleva a ninguna parte y que, en cambio, hace perder una dimensión ideológica importantísima, pues el discurso doxal no sólo dibuja el perfil del narrador, sino que da pistas sobre el conflicto o la orientación ideológica de todo el relato. Ahora bien, algunos narradores, menos parlanchines y por ende percibidos como más objetivos, "bajan el volumen" de su subjetividad y narran los acontecimientos de manera más o menos neutra, su voz se hace más "transparente"; o bien narran desde la perspectiva de un personaje, de tal suerte que la subjetividad que por ahí se cuela nuevamente es ahora atribuible al personaje y no al narrador. Por lo tanto, a mayor transparencia vocal, mayor impresión de objetividad.
Un narrador en primera persona, en cambio, pone la subjetividad en un primerísimo plano de atención; el lector inmediatamente se pregunta sobre la ubicación de este narrador y sobre la distancia que lo separa de los hechos referidos. Significativamente, quién es esa voz que narra, dónde está y cuánto tiempo ha pasado, son preguntas que en general un lector no se hace con respecto al típico narrador omnisciente en tercera persona; en cambio, son fundamentales en el momento mismo en el que un "yo" se sube al escenario de la narración. La subjetividad del narrador pasa así a un primer plano. Por una parte, el narrador en primera persona participó en los hechos que narra —ya sea porque cuenta su propia historia u otra historia de la que él fue testigo— y eso le otorga un estatuto de personaje además de narrador, por lo cual es necesario observarlo en ambas funciones: diegética y vocal. Por otra parte, la subjetividad de su narración depende —entre otras cosas— de la memoria, del grado de involucramiento, de la parcialidad de su conocimiento y de la visión más o menos prejuiciada que tenga sobre los hechos. Este, por así llamarlo, incremento en la subjetividad de la voz que narra está directamente relacionado con un decremento en la confiabilidad. De hecho, lo que hace desconfiar de un narrador no sólo es la subjetividad y parcialidad de la información sino, en muchas ocasiones, la incompatibilidad entre lo que narra y la orientación que la trama le va dando al relato, a pesar de las opiniones del propio narrador. Un narrador poco confiable tratará a toda costa de convencer al lector de que él tiene razón, estrategia de persuasión/seducción que podrá apreciarse en todas aquellas estructuras de interpelación al lector (Los papeles de Aspern, de Henry James, es un buen ejemplo); o bien el narrador apelará constantemente a un código moral o cultural que el lector podría no compartir con él (Lolita, de Nabokov, por ejemplo). Finalmente, un narrador será menos confiable si otra fuente de información narrativa desautoriza lo ya narrado. En este caso, la relativa confianza que podamos tener en él se torna en incertidumbre, si no es que en franca desconfianza, al multiplicarse las instancias de narración/información (aspecto, este último, exquisitamente parodiado en los múltiples "narradores" del Quijote). Éste es el efecto más fuerte de la fragmentación vocal de un relato, como se verá en un momento. Pero antes, querría abordar otra importante forma de inestabilidad vocal: la llamada narración en segunda persona.
Típica de una buena parte de la narrativa del siglo XX —sobre todo a partir de La modificación, de Michel Butor— la narración en segunda persona propone problemas vocales sumamente interesantes. Quien dice "tú" automáticamente activa una estructura de interpelación: YO-TÚ (Filinich). En un relato es común que un "tú" venido de la voz del narrador interpele, necesariamente, al lector, y muchos de los juegos vocales de ese tipo de relatos satisfacen para luego frustrar esa expectativa (piénsese en los múltiples avatares del "tú" en aquella novela de Calvino que comienza colmando, literalmente, esta expectativa: "Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Concéntrate", para luego frustrarla repetida, casi se podría decir, vertiginosamente). Es también una convención bien conocida en el género epistolar, en el que el "tú" es el destinatario de la carta en turno; del mismo modo, es una forma convencional de representar el diálogo consigo mismo, desdoblando la conciencia en un "yo" que le habla a un "tú" que no es otra cosa que el mismo "yo". Pero fue la novela de la segunda mitad del siglo XX la que promovió a un primer plano la narración en segunda persona como elección vocal sistemática de todo el relato, sin que necesariamente se recurriera al género epistolar o al monólogo interior para justificar ese primer plano del "tú".
En todos estos casos, el lector tiene que definir muy bien la situación comunicativa del texto que está leyendo, a riesgo de perderse en las ambigüedades de esta voz que oculta su "yo". Habría que recordar que toda comprensión narrativa depende del tipo de preguntas que le hagamos al texto; una de las más importantes, si no es que la primera es ¿quién narra?, ¿de qué clase de voz/personalidad se trata?, ¿qué tan confiable es la información que nos ofrece? En el caso de la narración en segunda persona, el lector está obligado a hacer una pregunta mucho más problemática: ¿quién es ese "yo" que dice "tú"? En toda estructura de comunicación, el yo y el tú son perfectamente solidarios; no se puede pensar el uno sin pensar el otro. Si bien es cierto que en un enunciado en "yo" se puede, más o menos, hacer caso omiso del "tú", en un enunciado en segunda persona es imposible desentenderse del "yo", pues quien dice "tú" es, necesariamente, un "yo". Es por ello por lo que en un relato en segunda persona importa sobremanera establecer la identidad de ese "yo"; de otro modo el lector se arriesga a perder un aspecto crucial de la significación narrativa. Esta pregunta es fundamental para un texto como Aura, de Carlos Fuentes, en el que la inestabilidad vocal es extraordinaria: ¿quién es ese yo que le habla de tú a Felipe Montero? La respuesta en los términos simples de la convención del desdoblamiento de la conciencia es claramente insatisfactoria. Responder a esa pregunta es, en muchos sentidos, tener acceso a una significación narrativa compleja que active la densidad temporal de este relato en el que el presente corre hacia un futuro que no es otra cosa, tal vez, que la repetición / actualización / presentificación / eternización del pasado.
Fragmentación vocal del relato: narradores múltiples y delegados (Pimentel)
No todos los relatos provienen de la información que da un solo narrador; algunos son, verdaderamente, un mosaico de voces (si se nos permite semejante híbrido espacio-temporal). La multiplicidad vocal se expresa en la alternancia, en la orquestación de las voces o en la multiplicación de los niveles narrativos en los que se inscribe la instancia vocal. En un gran número de novelas, la instancia de la narración va cambiando, ya sea de manera alternada, interpolada, o multiplicándose de manera más o menos arbitraria, completando la información acerca de la historia u ofreciendo una nueva historia. Por ejemplo, en Casa desolada, de Charles Dickens, la voz dominante la constituye un narrador en tercera persona del tipo omnisciente que permite grandes panorámicas espacio-temporales "objetivas", pero matizado, relativizado incluso, por una voz subjetiva —los capítulos interpolados del relato de Esther Summerson.
En La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, la ambigüedad de las voces es extraordinaria; no sólo porque hay dos narradores en primera persona y es difícil anclar la identidad de cada uno de ellos, sino que, además, hay una voz en tercera persona que a veces narra desde la conciencia de los personajes, a veces desde fuera (por esta forma tan distanciada de narrar en focalización externa no sabremos quién mató al Esclavo, sino hasta el final). De hecho la extrema cercanía entre una narración en primera persona y una en tercera, focalizada en la conciencia del personaje, hace dudar de la identidad de uno de los narradores en primera persona, creyendo que se trata de Alberto cuando es, en realidad, el Jaguar cuya identidad como narrador en primera persona se irá develando hacia el final. Así, la fragmentación vocal puede crear esta sensación de inestabilidad, de incertidumbre no sólo en la identidad de los personajes, sino en la construcción misma del mundo narrado.
En la extraordinaria orquestación vocal, que corresponde al mosaico espacio-temporal de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, hay una cierta alternancia en bloques de secuencias entre las narradas en primera persona por Juan Preciado y aquellas que componen el rompecabezas de la historia de Pedro Páramo, narradas en tercera persona. Empero, dentro de este díptico vocal dominante se multiplican las voces y los niveles: narran unos que antes eran personajes —Damiana Cisneros, Eduviges, Dorotea— para colmar el vacío de información que caracteriza a Juan Preciado como narrador no informado; narra Susana San Juan desde ultratumba, aunque ya antes había figurado como personaje en el relato en tercera persona sobre la adolescencia de Pedro.
En El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, narra un marino en primera persona, quien luego cede, o mejor dicho sucumbe ante la palabra de Marlow, otro marino que también narra en primera persona. Marlow es otro de esos narradores desinformados que cuenta una historia que originalmente desconoce pero que va armando paulatinamente, como un rompecabezas, a partir de otros "informantes", verdaderos narradores delegados que lo ayudan a construir la historia penosamente, multiplicando vertiginosamente las instancias de la narración, lo cual implica multiplicar la mediación, interponiendo una distancia —y una incertidumbre— cada vez mayor entre los hechos referidos y su recepción por el lector.
Estos rompecabezas vocales no son, necesariamente, un juego perverso; algo quieren decir y para ello hay que interrogarlos, confrontarlos, relativizarlos, para poder así desentrañar una significación narrativa compleja. Cuando aquel que antes era personaje asume el acto de la narración para colmar huecos en la historia, ese acto de enunciación narrativo lo convierte en un narrador delegado cuya perspectiva o grado de conocimiento de la historia habrá que confrontar con la del narrador principal e interpretar en consecuencia; en cambio, cuando aquel que antes era personaje asume el acto de la narración para contar una nueva historia, habrá que preguntarse qué relación tiene esta historia enmarcada con respecto a la narración que la enmarca: las matriushkas narrativas —del tipo Mil y una noches— no están ahí nada más para provocar un vértigo narrativo: algo significan.
Ahora bien, en el espacio de incertidumbre que se abre al multiplicar las instancias de la narración, aparece una figura suplementaria a la del narrador: la del autor implícito, concepto de Wayne C. Booth que permite evadir los enredos con los datos biográficos del autor histórico (y ni qué decir del existencial, el de carne y hueso), confusión que en nada ayudaría a iluminar la significación narrativa de un texto. Frente a la multiplicidad de narradores y la consiguiente incertidumbre, surge la pregunta: ¿quién organiza este relato?, ¿quién es el responsable de esta orquestación en voces? Cuando en una novela se interpolan otros discursos —periodísticos, publicitarios, epistolares, epigráficos u otros—, ¿quién los incluye?, y, sobre todo, ¿qué quieren decir? En general, todas estas funciones de selección y organización están a cargo del narrador cuando es él la única fuente de información (narrador-autoridad, autorizado, ¿autoritario?), pero cuando pierde este "monopolio", en la rivalidad que necesariamente se da entre su voz y la de otros, ¿quién es responsable de las interpolaciones, de las citas, de los otros discursos? La figura del autor implícito se convierte así en un centro de indagación ideológica, una directriz en el entramado del relato.
Más aún, como ya se había apuntado, en esta arena de la multiplicidad vocal crece exponencialmente el problema de la confiabilidad con respecto a los narradores si tan sólo entra en juego el problema de la perspectiva que, al multiplicarse, relativiza la significación de lo que se dice. Pero antes de abordar el problema de la perspectiva narrativa es necesario regresar a la diversidad discursiva de un relato.