Hasta el siglo XVIII, la palabra literatura —del latín litterae, que significa "letras"— se usaba para designar, de manera general, los "escritos" e, incluso, "el saber libresco". La idea moderna del término data del siglo XIX, a partir de la cual se engloban los textos poéticos, narrativos y dramáticos de una nación o del mundo.1
A pesar de que por experiencia se sabe que existe un conjunto de textos orales y escritos que son leídos y valorados como literatura (de la que hablan profesores, críticos, editores, académicos y escritores), se trata de una categoría inestable, imposible de definir con precisión, ya que los criterios que sirven para denominar de tal manera a ciertos textos cambian de acuerdo con la cultura o el momento histórico desde los cuales son leídos e interpretados. Y es que lo literario no se refiere a ninguna esencia o característica particular de los textos, sino que es el resultado de una compleja red de relaciones entre una estructura textual, las distintas concepciones del mundo y de la literatura, así como las expectativas, los valores y las creencias del público lector.
El crítico Meyer Howard Abrams2 se basó en los cuatro elementos que intervienen en el proceso literario: autor, lector, obra y universo para formular una tipología de las principales definiciones del arte o la literatura en la cultura occidental. En ese sentido, afirma la existencia de cuatro concepciones básicas: la mimética, la pragmática, la expresiva y la objetiva.
La concepción mimética es la más antigua de la que se tiene conocimiento y se refiere a la idea de que el arte (o la poesía) es imitación. Según la época y la corriente estética de la que se trate, la imitación puede ser de las acciones humanas (Aristóteles), de la naturaleza (Lessing), o bien de la realidad (realismo).
En la Poética de Aristóteles (383-322 a. C) —filósofo griego que tuvo una influencia determinante desde la Antigüedad hasta el siglo XVIII europeo—, la epopeya, la tragedia, la comedia y la poesía ditirámbica son definidas como "reproducciones por imitación".3 No obstante, la poesía no imita las cosas reales, tal como sucedieron, pues éste sería el propósito de la historia, sino lo que "podría ser y debiera ser". En ese sentido, el objeto de la poesía sería lo falso, es decir, lo ficticio, con la condición de ser verosímil, ya que —afirma Aristóteles— es preferible "imposibilidad verosímil a posibilidad increíble".4 Con base en esta concepción, en el siglo XVIII se definió la literatura como mentira, engaño, y se le restó validez como fuente de conocimiento y verdad.
En la actualidad, se considera que el carácter ficticio no constituye, propiamente, una definición de la literatura, se trata más bien de una de sus características que, por lo demás, no puede aplicarse a cualquier texto. Por ejemplo, la poesía no es ni imitación ni ficción. Tampoco todo texto ficticio es literario, como sería el caso de las historietas o las telenovelas.
La concepción pragmática plantea como fundamental la relación entre la obra y el lector, ya que supone que la obra es un vehículo para producir un efecto didáctico, moral o placentero sobre su auditorio. La Poética de Aristóteles indicaba que el poeta imita no "lo que es, ha sido o será", sino sólo "lo que podría y debiera ser", de manera que desde entonces se sugería que el poema debía ofrecer al auditorio modelos de conducta apegados a la virtud y a los más altos valores de la época.
El mayor representante de la concepción pragmática de la poesía en la Antigüedad es Horacio (65-08 a. C.), el gran poeta lírico y satírico romano, en cuya Ars poética afirmaba que "el propósito del poeta es o ser provechoso o gustar o fundir en uno lo deleitoso y lo útil".5 La huella de Horacio en la literatura occidental fue profunda, ya que estos dos términos, enseñar y deleitar, unidos al de conmover, sirvieron por siglos para definir los efectos estéticos que el poeta trataría de producir sobre el lector.
La idea de que la literatura es un instrumento para conseguir una finalidad moral, de que la obra debe disfrazar una doctrina o una enseñanza, así como buscar una determinada respuesta en el público y obtener el máximo placer, son algunas de las características que dominaron la producción literaria hasta el siglo XVIII y, junto con la concepción mimética, constituye la principal actitud estética del mundo occidental.
A fines del siglo XVIII se percibe que "agradar" se vuelve más importante que "instruir", por lo que el arte empezó a concebirse como "lo bello", categoría relacionada con el gusto, la cual pasa a ocupar el centro de la concepción pragmática.
En la orientación expresiva se observa un desplazamiento del interés hacia el genio natural, la imaginación creadora y la espontaneidad del autor. En esta concepción —característica del romanticismo (principios del siglo XIX)— la subjetividad y las necesidades emotivas del poeta son, simultáneamente, la causa y la finalidad del arte. De esta manera, la contemplación interior se afirma como prioritaria, y junto con ella se valora toda experiencia íntima, emocional y fuera del control consciente y racional, como sería el caso del sueño, el éxtasis o el entusiasmo. El poeta del romanticismo alemán, Novalis, se refirió con toda claridad a ese "camino interior" que debía seguir la poesía:
Soñamos con viajes por el universo; pero ¿no se encuentra acaso el universo en nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu. Hacia dentro de nosotros mismos nos lleva un misterioso sendero. Dentro de nosotros, o en ninguna otra parte, se encuentra la eternidad con todos sus mundos, el pasado y el futuro.6
En esta concepción se asume también que la obra de arte es producto de la imaginación y no de la razón del poeta, de suerte que su funcionamiento responde a una lógica y una coherencia propias que no son racionales, y se expresa, fundamentalmente, mediante un lenguaje simbólico cuyo significado rebasa lo aparente y se concibe como única fuente de conocimiento verdadero.
Por último, y a consecuencia de la valoración de "lo bello" como núcleo de la obra de arte, a fines del siglo XIX se empezó a concebir la literatura como lenguaje con valor en sí mismo, considerándose superfluo el mundo exterior al poema, su recepción por parte de los lectores, y la intención o la subjetividad del autor. De esta manera, a partir del simbolismo se planteó la existencia de una "poesía pura", de un arte que sólo respondiera al arte mismo, en lo que M. H. Abrams define como una concepción objetiva. Como ejemplo radical de la orientación del texto hacia sí mismo y su consiguiente indiferencia hacia los otros elementos de la comunicación literaria, Salvador Elizondo, escritor mexicano contemporáneo, escribió un texto llamado El grafógrafo, un fragmento del cual se transcribe a continuación:
Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y que escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir […]7
Así, queda claro que no hay una sola forma de concebir la literatura, sino que ella es un concepto dinámico y flexible que se adapta a distintas circunstancias y necesidades tanto de creación como de lectura e interpretación.