El hecho de poseer autoconciencia es lo que nos permite preguntarnos por el sentido de la existencia, así como tener la capacidad de sustraernos a las determinaciones naturales. Este último aspecto es lo que constituye el núcleo de casi todos los planteamientos filosóficos en torno a la libertad humana.
La autoconciencia es una característica exclusiva de los seres humanos que nos dota de la capacidad de autodeterminarnos. Esta tesis se la debemos a la filosofía del siglo XVII. El libre albedrío —otra de las denominaciones que se le ha dado al problema de la libertad— plantea la siguiente cuestión: si el ser humano no se encuentra determinado de manera absoluta por la naturaleza, entonces es capaz de actuar a partir de sí mismo. Tal vez la mejor manera de entender esta afirmación sea aclarando qué se entiende aquí por “naturaleza”.
Desde hace siglos, distintos filósofos han considerado que lo propio del ser humano es que no se encuentra sometido inevitablemente a los designios de sus instintos y deseos; al menos no al grado en que lo están los animales. Según este argumento, los animales actúan de una forma totalmente determinada por su naturaleza, de manera que un conejo o un lobo no pueden detenerse a evaluar si su comportamiento les conviene o no. Sin embargo, pese a todo, el ser humano se encuentra en situaciones muy parecidas a los animales: como ellos, también tiene que comer, protegerse de la intemperie, dormir y satisfacer otras necesidades por el estilo.
Precisamente porque son necesidades no son susceptibles de ser evaluadas o corregidas. Podemos elegir si comemos alimentos ricos en fibra para mejorar nuestra digestión, o bien comida con muchos condimentos y grasa porque es más sabrosa (aunque no muy saludable); podemos elegir comer carne o verduras, pescado o frutas, pero lo que no podríamos elegir es no comer. El comer no es una elección, pues si dejamos de hacerlo nos morimos de hambre; la naturaleza nos impone así ciertas actividades que no podemos negar ya que dejaríamos de existir. Aquello que no podemos elegir es lo que se llama necesidad, y la naturaleza impone necesidades. Es, en este sentido, que se suele hablar de un determinismo de la naturaleza. De allí que el problema de la libertad se plantee siempre como el problema relativo a si el ser humano tiene alternativas más allá de lo que la naturaleza le impone como necesidades.
En otras palabras, para actuar con libertad es necesario creer que somos libres. Al respecto Daniel C. Dennett dice, en su libro La libertad en acción: “Es muy probable que el hecho de creer que se tiene libre albedrío sea una de las condiciones necesarias para tener libre albedrío: un agente que gozara de las otras condiciones necesarias, racionalidad y capacidad de autocontrol y de introspección de orden superior, pero que fuera inducido engañosamente a creer que carece de libre albedrío, estaría tan inhabilitado por dicha creencia para elegir libre y responsablemente como por la falta de cualquiera de las otras condiciones”.
¿Cómo sabemos que somos libres?, ¿tenemos alguna forma de demostrar que actuamos libremente?, ¿en qué casos? La libertad, en este sentido, adquiere una connotación ética muy precisa que ya formuló claramente San Agustín: el hombre es libre sólo en la medida en que es capaz de elegir entre el bien y el mal. El mal es aquí presentado como aquella incapacidad de sustraernos a los deseos, instintos y pasiones, mientras que el bien queda identificado con nuestra razón y con la capacidad de actuar guiados por ella.