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5.3.3 La libertad y su sentido práctico

Lo que algunos filósofos han tratado de mostrar es que la libertad debe entenderse como un fenómeno que no es susceptible de ser comprendido desde la idea de causalidad natural. Uno de los filósofos que más abogó por esta distinción fue Kant. Desde la perspectiva que nos ofrece su filosofía podríamos decir que la vida humana está constituida por dos dimensiones: una, dominada por la naturaleza y que de esta forma nos somete a las necesidades, y otra dimensión que no es posible comprender desde la idea de la determinación natural.

Lo que Kant buscó fue justificar, frente a los avances de la ciencia, especialmente de la física del siglo XVII, que no todo estaba gobernado por leyes naturales. Para Kant la libertad era algo que no podía ser explicado de manera semejante a como la física explica la caída de una roca o la velocidad de un objeto al desplazarse por una pendiente. Los seres humanos estamos, sin duda, sometidos a las mismas leyes de la física como lo están las rocas, los árboles o los animales. Si nos arrojamos de la azotea de un edificio caeremos al igual que una roca o que cualquier otro objeto. Pero si todo estuviera regulado por leyes naturales, ¿qué sucedería con la responsabilidad moral y la libertad? Si no hubiera ningún acto voluntario, sino que todo fuese determinado por la naturaleza, ¿no dejaríamos de lado un aspecto fundamental de las acciones humanas, a saber, sus implicaciones éticas?

Podemos fácilmente imaginarnos el problema que Kant planteó: supongamos que alguien roba una propiedad de otro, digamos algunos libros. El ladrón se podría excusar diciendo que no pudo controlar su deseo de tomarlos y, siendo éste más fuerte que su voluntad, finalmente sucumbió a la tentación. De hecho, podemos pensar un mundo en el que todos pudiéramos justificar nuestras acciones a partir de determinadas patologías como la cleptomanía, la esquizofrenia y cosas parecidas. ¿Qué tipo de mundo sería éste? Seguramente uno en el que la responsabilidad moral estaría ausente, pues, ¿cómo podríamos pedirle a alguien que está afectado de sus facultades mentales que se haga responsable de sus actos? Por ello, Kant insistía en que la condición para que haya libertad radica en la autoconciencia y en el ejercicio de la misma, que se expresa en la idea de una voluntad libre.

Con “voluntad libre” Kant intentaba indicarnos que la ausencia de constricciones, influencias o deseos constituía lo propio de un acto ético; mientras actuásemos guiados por la pasión, la avaricia, el poder u otra pasión, y no por las propias convicciones surgidas de nuestra capacidad racional, entonces no seríamos verdaderamente libres. Con ello planteaba un problema que, de una manera u otra, sigue siendo debatido hoy todavía: ¿es la libertad un hecho distinto a los hechos naturales? De ser así, ¿cuál sería la diferencia entre ambos? Para Kant, lo propio de la libertad es que refleja la autonomía de la voluntad frente a las influencias o determinaciones que no provienen de ella. Si actuamos guiados por nuestros deseos no somos libres, somos casi como un animal.

De esta manera, según Kant, la libertad es autonomía de la voluntad, entendida ésta como libre de determinaciones naturales. En contraposición, la voluntad es heterónoma cuando está condicionada por factores ajenos a ella. Para ser libres no debemos estar condicionados por nada fuera de nosotros mismos; si algo distinto a nosotros es la causa de nuestras acciones, entonces no somos libres, sino que actuamos por un motivo ajeno a nuestra voluntad. Kant creyó que se puede actuar libremente si lo hacemos desde una autodeterminación. Por ello, este filósofo se vio obligado a admitir una doble naturaleza humana: una fenoménica, perteneciente al orden de la naturaleza, y otra distinta que llamó nouménica o inteligible.

Según esto, la libertad sería un noúmeno y no un fenómeno. Tratemos de explicar esto de manera más sencilla. Un fenómeno es aquello que podemos percibir por medio de nuestros sentidos y predicar de él ciertas propiedades, por ejemplo: árboles, gatos, nubes o casas. Todas estas cosas tienen color, peso, olor, tamaño, volumen o textura. Podemos, si nos preguntan, describir cómo es un libro, pues hemos tenido experiencia de él: podemos ir al librero de nuestra casa, tomar uno y enlistar sus propiedades. Pero si nos preguntan qué es la libertad no podemos mostrarla como muestro un libro; la libertad no es un objeto, no la experimentamos con los sentidos, sólo podemos suponer que existe. Por eso le llama Kant “inteligible”.

Si aceptamos esta diferencia entre una naturaleza humana determinada y otra no determinada, todo parecería indicar que, de alguna forma, los seres humanos somos capaces de estar por encima de las determinaciones que nos imponen los instintos. Lograr que las necesidades no influyan en nuestras acciones parece algo propio de nosotros. Pero también hay que reconocer que no siempre logramos ejercer esta supuesta independencia. ¿Cuántas cosas pueden influir en nuestros juicios y acciones? Muchísimas: desde el lugar donde nacimos, la familia que nos educó, el país en el que vivimos, las creencias religiosas que tenemos. Todos son factores que afectan nuestra libertad si la caracterizamos con Kant como independencia absoluta con respecto a todo aquello que no es nuestra voluntad.

Veamos con más detenimiento esto. Sin duda, el lugar en el que nacimos va a determinar con mucho nuestras ideas. Si en lugar de haber nacido en la ciudad de México hubiéramos nacido en Pakistán, nuestras opiniones sobre el sentido de la vida, la importancia de la religión o de la familia, la educación, las políticas públicas, el desempleo o la contaminación del medio ambiente, serían muy diferentes a las que tenemos ahora. Es decir, los seres humanos sí estamos determinados por factores externos, pero no de manera absoluta; las determinaciones naturales y sociales ejercen un gran influjo en nuestras vidas, pero no al punto de negar que poseamos la capacidad de poder elegir y actuar sobreponiéndonos a dichas influencias.

La libertad entendida como la indeterminación no sólo natural, sino también cultural, es algo difícil de sostener pues las acciones humanas siempre se encuentran situadas en un horizonte histórico-cultural determinado. Este horizonte se constituye así en el límite de nuestra libertad en el sentido que nunca podemos actuar absolutamente libres de todo prejuicio, determinación o idea previa. 


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