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4.5.4 Un nuevo “contrato social” para la tecnociencia

Así, la tecnociencia contemporánea se desarrolla en medio de polémicas y conflictos de valores entre los diversos agentes sociales que participan en su conformación. El incremento e intensidad recientes de las controversias tecnocientíficas ha demostrado que el viejo modelo tecnológico-industrial que introducía innovaciones sin que la mayoría de la sociedad participara en su evaluación parece ya no tener legitimidad. En ese antiguo modelo de desarrollo, sólo la evidencia de daños ya causados a la salud o al medio ambiente era un motivo justificado para retirar o modificar una realización tecnológica. Esto sucedió con el uso intensivo del DDT o del sedante talidomina, que produjo terribles malformaciones fetales.

Por el contrario, en nuestros días se perfila un nuevo modelo de relación entre la sociedad y la tecnociencia que busca extender los beneficios de ésta a la mayoría de la humanidad, al tiempo que reducir los riesgos derivados de las interacciones complejas entre la intervención tecnocientífica y la naturaleza. A este modelo se refiere la idea de un “nuevo contrato social” con la tecnociencia, que quedó plasmada en la Declaración de Budapest de 1999.

La polémica se ha centrado en discrepancias en las valoraciones de los nuevos y complejos riesgos tecnocientíficos. En algunos casos se ha logrado cierto consenso sobre lo que habría que evitar por el momento, mediante restricciones y moratorias debido a que el riesgo de daños es alto; por ejemplo, la clonación reproductiva. En cambio, en lo que se refiere a la aplicación de la tecnología de ADN recombinante en la producción de alimentos, la utilización de embriones para investigación y para producir células madre, capaces de regenerar tejidos, se han suscitado conflictos de valores a causa de la incertidumbre con respecto a la posibilidad o no de efectos negativos, y el carácter irreconciliable de ciertas concepciones morales.

La incertidumbre cognoscitiva y el conflicto de concepciones morales impide que se puedan resolver todas las controversias tecnocientíficas o simplemente disolverse, ya que las distintas y opuestas valoraciones sociales se mantienen en pugna hasta que las investigaciones científicas aporten nuevos datos relevantes o se encuentren vías alternas de desarrollo e innovación. Por ende, las discusiones pueden permanecer abiertas, pero siempre y cuando se alcance un consenso básico que permita monitorear y regular los factores en debate, con el fin de reactivar la polémica en cuanto surjan nuevas pruebas o datos científicos acerca del problema.

La resolución de una controversia tecnocientífica puede alcanzarse cuando se establece por consenso un nivel de riesgo aceptable, el cual dependerá no sólo del avance de la investigación científica, sino también de la gestión política de los riesgos, del nivel de difusión y comprensión social de la información, de los procedimientos de legitimación de las innovaciones tecnológicas, así como de la capacidad de reflexión ética de las comunidades involucradas.

La investigación y el desarrollo tecnocientífico debe abrirse al escrutinio de la sociedad mediante procedimientos de participación ciudadana, es decir, de información y deliberación públicas acerca de las consecuencias sociales y ambientales de las innovaciones tecnocientíficas. Esto implica que los ciudadanos se involucren en el monitoreo y regulación de dichas innovaciones, con base en la información fidedigna procedente de la investigación científica.

Como respuesta a la mayor incertidumbre acerca de los riesgos y problemas que pueden acarrear las innovaciones tecnocientíficas se ha generalizado la aplicación del denominado principio de precaución. Éste consiste en la determinación socialmente consensada para retirar o modificar una innovación tecnocientífica cuando existe la sospecha fundada de riesgos mayores sobre la sociedad o el medio ambiente, aunque no se tenga la evidencia científica de daños comprobables.

Este principio ético se introdujo por primera vez en la legislación ambiental alemana en la década de 1970. Su consolidación se dio en la Declaración de Río sobre el medio ambiente y el desarrollo (1992), resultado de la Cumbre de la Tierra que organizó la ONU en Río de Janeiro, en la que se estableció: “Con el fin de proteger el medio ambiente los estados deberán aplicar ampliamente el criterio de precaución conforme a sus capacidades. Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces.” Otros protocolos de protección ambiental incorporan también el principio de precaución, como el Protocolo de Montreal (1978) para reducir y eliminar el uso de clorofluorocarbonados que causan el deterioro de la capa de ozono, o el Protocolo de Cartagena sobre Bioseguridad (2000) para el manejo y comercialización de organismos genéticamente modificados (OGM) o transgénicos.

La aplicación del principio de precaución no significa en absoluto la prohibición de la investigación científica ni la obstaculización del desarrollo tecnológico. Por el contrario, indica que, dada la posibilidad de algún efecto dañino en el medio ambiente y en la salud, conviene establecer medidas de cautela, continuar los estudios y debates científicos, así como dar seguimiento a la fabricación y comercialización de cualquier producto tecnológico. Las medidas precautorias incentivan el desarrollo de la investigación para buscar medios alternativos a los que comportan riesgos.

Las medidas precautorias deben ser factibles, tanto en términos económicos como sociales y políticos, y consistentes con la información científica. El principio de precaución implica que los agentes de la tecnociencia deben asumir la responsabilidad de monitorear y controlar las innovaciones tecnocientíficas que implican algún grado de riesgo, en vistas de procurar el beneficio para la mayoría.

La construcción de un nuevo contrato social para la tecnociencia implica el rediseño de políticas públicas sobre la ciencia y la tecnología abierta a la participación de los ciudadanos involucrados, considerando las limitaciones epistémicas y los riesgos tecnológicos siempre inherentes a cualquier tecnociencia. Además, ese nuevo contrato social conlleva la necesidad de reorientar la tecnociencia mediante una discusión pública no centrada sólo en valores económicos, políticos y militares, sino extendida a un marco de valores y principios ecológicos, éticos y de justicia social.

Así pues, la resolución de las controversias tecnocientíficas implica que se tomen en cuenta algunos lineamientos éticos con el fin de consolidar ese nuevo contrato social para la tecnociencia: a] el consentimiento informado de los individuos para la aceptación de riesgos; b] el principio de precaución; c] procedimientos democráticos de consulta, discusión y decisión; d] creación de comités de expertos pluridisciplinarios y moralmente pluralespara asesorar a las instituciones sociales y gubernamentales en la toma de decisiones, y e] búsqueda de acuerdos mínimos de consenso mediante procedimientos legítimos y representativos de discusión argumentada, con base en la información científica.


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