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3.5.2 El peligro de las palabras

El planteamiento anterior supone que cuando retiramos la cáscara de nuestros modos parciales de comprender el mundo hay un núcleo sólido de nuestra identidad que permanece: la capacidad de conocer el mundo por medio de la ordenación correcta de nuestros significados. Esa posición es muy importante, porque sugiere que el significado de lo que hay en el mundo, incluyendo el significado de lo que nosotros somos, depende del orden de las palabras, y no es el reflejo de un espejo.

Sin embargo, esta postura presenta una dificultad. Si el significado depende de cómo juntemos las palabras, ¿de dónde viene ese orden? El significado depende de las reglas con las que ordenamos aquello que existe. ¿Pero quién pone esas reglas? Más aún, ¿quién pone las reglas que definen lo que es la identidad?

Richard Rorty, un filósofo estadunidense, ha señalado cómo esta pregunta afecta directamente la manera de entender nuestra identidad. Él compartiría la idea general de los estoicos: el lenguaje no es un montón de palabras, sino el orden que le da significado a las palabras. A ese orden, Rorty lo llama “vocabulario” (o léxico). Los vocabularios son conjuntos de enunciados relacionados entre sí por medio de alguna regla de orden. El punto es que, para Rorty, esas reglas no están fijas, sino que siempre cambian dependiendo de las necesidades del contexto y son adoptadas o desechadas según sirvan para la realización de nuestros propósitos.

Desde este punto de vista, el lenguaje es una constante descripción, una manera de ordenar una y otra vez las palabras para crear significados, de la misma manera en que podemos combinar de distintos modos las piezas de un juego de bloques para armar y crear objetos nuevos. Esto significa, como ya ocurría en los juegos de lenguaje, que no hay una descripción del orden de la naturaleza que sea más verdadera que otra. Esto se debe a que el significado de “verdadero” y “falso” es el resultado de un orden, no de las palabras mismas. Por ejemplo, ¿es elegante un moño? Es probable que sí, si lo usamos en un esmoquin. Pero si nos ponemos moño con una camisa vaquera y tenis, probablemente la gente dirá que tenemos pésimo gusto para vestir. La elegancia de una prenda depende de cómo la combinemos, no de la prenda misma. Lo mismo ocurre con el significado: sólo existe significado porque hay orden, pero ese orden no sigue ningún plano o diseño ya existente.

El significado de nuestra identidad también depende de un orden, de un vocabulario que no se refiere a ningún hecho concerniente al ser humano que podamos descubrir mediante la razón o la investigación científica como algo independiente. Por el contrario, nuestra identidad está siempre condicionada de antemano por un conjunto de descripciones ya existentes. No necesitamos asumir que, para comprendernos adecuadamente a nosotros mismos y a otros seres humanos, debamos tener primero un conocimiento privilegiado de nuestra naturaleza humana esencial. Más que pensar al yo como un sistema de facultades bien ordenado, deberíamos verlo como una red de relaciones que siempre están cambiando, como ocurría con la cebolla: retiramos una capa y encontraremos otra que no es más fundamental o importante que las anteriores.

Sin embargo, esto no tiene como consecuencia el olvido de la máxima socrática “conócete a ti mismo”. Simplemente aclara que ese conocimiento de sí mismo no es distinto a la creación de sí mismo. Si no hay una naturaleza humana esencial, cada persona enfrenta la tarea de la autocreación, y el hecho de que nuestra identidad esté delineada e inmersa en un contexto histórico específico, no quiere decir que no podamos cambiarlo. En ese proceso de autocreación los individuos se valen de lo que Rorty llama “vocabularios finales”, un orden que define cuáles son las creencias y acciones que nos determinan. Ese vocabulario es final en el sentido de que forma la corte final de apelación cuando se nos pregunta o cuestiona acerca de nuestros valores, elecciones y acciones. En esos casos siempre se termina por dar respuestas circulares, ya que no puede basarse en algo más fundamental —interno o externo a la persona—, el vocabulario sólo puede justificarse recurriendo a una parte de él mismo.

Por ejemplo, supongamos que nos gustan las películas de terror por encima de cualquier otro género y definimos los criterios que hacen, a nuestro juicio, que una película de terror sea mejor que otra. Podemos comparar entre distintos temas y preguntarnos cuál es más terrorífico, pero cuando intentamos justificar por qué nos gusta el cine de terror, por encima de las películas de guerra o de comedia, no podremos evitar recurrir a nuestras preferencias para justificarla: nos gusta el cine de terror porque nos resulta agradable. Y nos resulta agradable porque nos gusta. Es decir, cuando queremos justificar el vocabulario, inevitablemente caemos en una situación circular. La importancia que esto tiene para la ética es que los valores y principios que consideramos más valiosos no tienen un sustento que asegure su persistencia y triunfo final. La solución de Rorty a este problema se basa en la formación de la identidad moral mediante la construcción de narrativas, de relatos acerca de nosotros mismos como mecanismos descentrados, en la que se incluyen nuestras creencias, deseos, expectativas y simpatías. Es decir, la formación de un vocabulario de reflexión moral: “un conjunto de términos en los que uno se compara con los demás seres humanos”. El vocabulario de reflexión moral no es un espejo de aquello que verdaderamente somos; más bien es una herramienta que resume nuestros patrones de comportamiento y que usamos al preguntarnos sobre dilemas morales o casos en los que no está claro cómo comportarse.

Un ejemplo de cómo trabaja nuestro vocabulario de reflexión moral es el siguiente: nos enteramos de la noticia de que, en un pueblo, una muchedumbre enardecida prendió fuego a un asaltante después de haberlo torturado. Al ver la escena de su agonía entre las llamas y sentirnos mal, nuestro vocabulario de reflexión moral no se pregunta: ¿por qué razón la gente que lo torturó no debería usar al asaltante como medio para desfogar su ira?, o ¿por qué ese asaltante no debió utilizar a los demás como medios para obtener recursos?, sino que nuestro malestar moral surge más bien al preguntarnos: ¿qué tipo de persona sería yo si lo hiciese (el linchamiento o el asalto)?, ¿qué relato me contaría a mí mismo después? “Si lo hiciese no podría integrar ese hecho al relato acerca de mí mismo, no encontraría forma de que ese acto fuera coherente con el tipo de persona que he sido, mi vocabulario de reflexión moral me juzgaría como alguien malo.” La identidad moral surge del intento de mantener la coherencia en la narrativa contingente con la que nos describimos y, según Rorty, eso no tiene nada que ver con un sí mismo que tiene un núcleo racional que constituye la fuente de identidad y autoridad morales.


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