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3.5.1 Conocerse a sí mismo

En el diálogo de Alcíbiades, Platón presenta a Sócrates como alguien que quería sacar a los hombres del cómodo conformismo que les hacía seguir actitudes y comportamientos por la simple costumbre. Sócrates trataba de sembrar en los hombres una inquietud: “Conócete a ti mismo.”

Esta idea de conocerse a sí mismo significa que los seres humanos no deben contentarse con vivir de acuerdo con costumbres ya establecidas, sino esforzarse por vivir de acuerdo con la característica principal que todos los seres humanos comparten y que los define como tales: la razón. Lo que supone el mandato “conócete a ti mismo” es que, a pesar de las diferencias físicas o de posición social que hay entre nosotros, en el fondo todos tenemos una misma identidad, una misma característica necesaria que nos define: la razón.

¿Qué tiene que ver esto con el lenguaje? Al parecer nos desviamos de nuestro tema y entramos en los terrenos de la epistemología o de la ética. En la filosofía del mundo antiguo, y en los inicios de la filosofía moderna, el lenguaje es un asunto que, por regla general, entra por la puerta de atrás. Esto quiere decir que cuando se habla del lenguaje en estos periodos de la historia de la filosofía, casi siempre es para ilustrar o explicar preguntas que supuestamente son más importantes: ¿cómo conocemos?, ¿qué cosas existen en el mundo?¿cómo debemos comportarnos?

En la cuestión de la identidad, las cosas no cambian mucho. El lenguaje será útil para entender qué es aquello que tenemos que conocer para conocernos a nosotros mismos, pero el contenido real de ese conocimiento, según esta posición, no depende de la manera en la que usamos el lenguaje.

Para exponer esta relación entre lenguaje e identidad personal examinemos una forma de pensar que, aunque distinta a la de Platón, retomó la idea de la necesidad de conocerse a sí mismo, entendida como la necesidad de conocer la identidad auténtica que nos es común para, así, poder llevar una vida digna de ser llamada vida humana.

Empecemos por plantear la siguiente situación. En ocasiones nos hemos sentido tristes, molestos o frustrados. Por ejemplo, porque murió algún familiar, porque la persona que nos gusta no nos quiere o porque perdió nuestro equipo favorito. Seguramente hemos sentido entonces que el mundo es un lugar cruel y solitario, como si los acontecimientos estuvieran en nuestra contra (incluso podemos llegar a exclamar: “¡Esto sólo me pasa a mí!”).

 ¿Pero quién creemos que somos para suponer que el mundo se comporta según nuestras preferencias deportivas, gustos sentimentales o afectos familiares? Somos sólo un individuo entre millones; estamos hechos de carne y hueso y, por lo tanto, nos vamos a morir; no somos el primero al que no le hacen caso, ni el primero al que se le muere un ser querido. En otras palabras, no somos el centro del mundo. Más bien, somos sólo una parte de él.

Cuando nos entristecemos o nos enojamos por sucesos como los antes mencionados, lo que ocurre es que olvidamos nuestro lugar en el mundo e imaginamos que lo que ocurre en él depende de nosotros o está en función de nosotros. Sin embargo, eso no es así. De nosotros depende a qué equipo le vamos, pero no depende de nosotros que gane o pierda; podemos elegir qué tipo de persona nos gusta, pero no depende de nosotros que le gustemos a esa persona; depende de nosotros querer a una persona, pero no que esa persona sea mortal.

Es decir, nos entristecemos, enojamos o alegramos por cosas que no dependen de nosotros. ¿Y qué depende de nosotros realmente? La verdad, si nos ponemos a pensar con detenimiento, muy poco. Puede venir una crisis económica mundial por la que nosotros o nuestros padres pierdan el empleo y nos quedemos en la calle; puede haber un terremoto en el que perdamos la vida o quedemos paralíticos. En realidad, nos empeñamos en hacer depender aquello que somos, los rasgos principales de lo que consideramos nuestra identidad, de cosas que están totalmente fuera de nuestro control. ¿Cuál es el resultado? Que somos siempre desdichados o nuestra felicidad es más frágil que un castillo de arena.

¿Qué hacer? ¿Cómo podemos ser felices? Conociéndonos a nosotros mismos; es decir, conociendo aquello que depende de nosotros mismos. Si algo depende totalmente de nosotros no podemos temer que nos lo quiten, ni podemos temer no tenerlo. ¿Qué es lo único que depende de nosotros y que podemos conocer? La respuesta sería la siguiente: la capacidad de hacer consciente nuestra participación en el orden de la naturaleza. Esto significa que lo único que depende de nosotros es saber que todos vamos a morir algún día, que un partido de futbol es sólo un entretenimiento deportivo, que la persona tan especial por la que suspiramos es un ser mortal como nosotros. En otras palabras, lo único que depende de nosotros es la capacidad de conocer cuál es el lugar de las cosas en el universo.

Si tenemos ese conocimiento y nos comportamos conforme a él, entonces no seremos infelices ni tendremos miedo de perder nuestros bienes, pues en las cosas que solían preocuparnos y afligirnos habremos aprendido a ver el orden necesario de éstas. Conocerse a sí mismo quiere decir darse cuenta de que nuestra identidad realmente no tiene nada que ver con las preferencias o creencias que solemos tener sobre el mundo, sino que nuestra identidad verdadera es la de ser personas que actúan a partir de su conocimiento del orden de las cosas.

Esta posición fue postulada por un movimiento filosófico denominado estoicismo, el cual tuvo una enorme importancia en la Grecia antigua y en el Imperio romano. No hay un único autor que represente esta corriente de pensamiento; se trata más bien de una escuela que tuvo varios exponentes y numerosas reformulaciones. Sin embargo, los estoicos comparten una idea básica: conocerse a sí mismo es darse cuenta de que todos compartimos una misma identidad como seres racionales. La identidad es como ese hueso de aguacate que resulta después de retirar las creencias erróneas que suponíamos que definían nuestra identidad.

¿Dónde entra el lenguaje en este planteamiento? En principio no tendría por qué intervenir. Hay un refrán, ahora casi en desuso, que decía: “Piedras y palos romperán mis huesos, pero las palabras no podrán herirme.” En sentido estricto, los estoicos hubieran podido decir algo similar: la palabra, cuando está escrita, no es más que una mancha en una superficie; y cuando es hablada, sólo es una vibración en el aire. Desde el punto de vista del orden de la naturaleza no hay diferencia entre decir “te odio” y “te amo”, porque ambas expresiones son vibraciones sonoras.

Sin embargo, para los estoicos, a pesar de todo, sí hay un lugar para el lenguaje. Imaginemos que estamos en una habitación donde dos polacos están platicando en su idioma natal. Desde luego, las palabras que emiten son algo físico en el mundo tanto para ellos como para nosotros. La gran diferencia está en que, para ellos, esas vibraciones sonoras tienen un significado, y para nosotros sólo son un montón de ruidos. Es decir, el significado es algo que está por ahí, aunque no tenga existencia real como una cosa física. Eso no quiere decir que los polacos sean más inteligentes que nosotros. El hecho de que no podamos entenderlos sólo señala que los sonidos que ellos emiten no tienen significado para nosotros (lekton era el término empleado por los estoicos). Es decir, para ellos, las palabras que dicen tienen un sentido, quieren decir algo, mientras que para nosotros sólo es una sucesión de ruidos incomprensibles.

Esto no sólo se debe a que los polacos tengan una relación distinta entre palabras y cosas a la que tenemos los hablantes del español. Si así fuera, bastaría con un buen diccionario polaco-español para entenderlos. Pero aunque lo tuviéramos no nos serviría de nada, pues no entenderíamos cómo ordenan los significados de las palabras. Lo mismo ocurre si sabemos identificar las piezas de un juego de ajedrez, distinguirlas de las piezas del dominó e incluso saber su nombre, pero si no sabemos cómo jugar ajedrez, no sabemos qué orden darle a las piezas.

Esto último es muy importante porque muestra que el significado de una palabra no depende de su relación directa con las cosas. Es decir, el significado de la palabra “rata” no es el roedor que vive en las alcantarillas, sino la forma de ordenar la palabra “rata” con otras palabras, pues por sí sola no es verdadera ni falsa. Por ejemplo, la siguiente proposición: “Ayer salió una rata de la coladera y se comió el azúcar” puede ser verdadera o falsa porque tiene un orden: hay un sujeto (la rata) que realiza una acción (salir de la coladera) y causa algo (comerse el azúcar). Sin ese orden que nos indica la secuencia que deben seguir las palabras, no habría significado.

¿Cuál es la importancia de este tema para la cuestión de la identidad? Que por debajo de las diferencias personales sobre nuestros gustos, preferencias o la manera en la cual suponemos que el mundo está organizado en torno a nosotros, aquello que verdaderamente nos caracteriza es la razón, entendida como la capacidad de conocer el orden del mundo por medio de un uso ordenado del lenguaje.


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