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3.5 LENGUAJE E IDENTIDAD PERSONAL

La Venus del espejo

La Venus del espejo, de Diego Velázquez, 1647–

1651.

Si hemos seguido la argumentación desarrollada en los temas anteriores, tenemos algunos elementos para poner en duda la idea de que el mundo es la suma de todas las cosas individuales y que éstas tienen ya un significado, la sugerencia de que la razón es una misteriosa facultad que habita en la mente y que crea el lenguaje, así como la idea de que hay un lenguaje más importante que el resto de los juegos de lenguaje que empleamos en nuestra vida cotidiana. No se trata de convencer de la verdad de una posición filosófica; simplemente queremos aportar elementos para ver de otra manera cosas de nuestro entorno que todos solemos pasar por alto, y así darnos cuenta de su importancia. Podríamos decir que de eso trata, precisamente, la filosofía.

Sin embargo, es posible que los temas que hemos tocado convenzan, pero en el fondo resulten indiferentes porque se refieren a asuntos de los que únicamente solemos hablar cuando nos ponemos serios: la razón, el mundo, los lenguajes y otros.

¿Qué ocurriría si empleáramos los problemas y conceptos que hemos presentado para pensar en aquello que somos? ¿Qué ocurriría si observáramos nuestra propia vida desde los temas aquí tratados?

Tal vez creamos que todo lo mencionado antes respecto al lenguaje no tiene nada que ver con nosotros. Después de todo, sabemos quiénes somos, cuáles son nuestros gustos y creencias, y hasta conocemos nuestro lugar en la vida. Cuando somos estudiantes y el profesor pasa lista, al decir nuestro nombre o número de lista, levantamos la mano o decimos “presente”. De la misma manera, ahora se nos podrá ocurrir (como Thomas Hobbes decía) que las palabras sirven para referirse a objetos. Pero nosotros no somos un objeto. Objeto será el pupitre o el pizarrón. Nosotros somos una persona. El hecho de responder cuando el profesor dice nuestro nombre o número de lista, no quiere decir que seamos sólo ese número o ese nombre.

Éste es un claro ejemplo de por qué la concepción referencialista del lenguaje, que hemos examinado en los temas anteriores, no se sostiene en todos los casos, al menos no cuando lo que está en discusión es precisamente la identidad; es decir, aquello que nos define como un individuo distinto de los demás.

Entonces, si la concepción referencialista del lenguaje no se sostiene en el caso de nuestra identidad, ¿qué se sostendría entonces?; ¿los juegos de lenguaje que son, a su vez, el reflejo de una forma de vida? Tenemos buenas razones para pensar que puede ser así. Sin embargo, si hemos aceptado que todo significado depende del uso de las palabras dentro de esa forma de vida, ya no hay manera de dar marcha atrás y suponer que existe algo (nuestra identidad, en este caso) cuyo significado no depende del uso del lenguaje. Es como cuando aceptamos las reglas de un juego. Si vamos perdiendo no podemos decir “ya no juego”. Tenemos que atenernos a las reglas que hemos aceptado.

Algo similar ocurre con nuestra identidad. Si creemos que nuestras acciones y creencias más profundas que definen lo que somos son mucho más ricas y complejas que lo que puede indicar un número o un nombre en una lista, entonces tenemos que aceptar que nuestra identidad depende de la manera en la que las acciones y creencias con las que nos identificamos se describen y adquieren significado en la comunidad a la que pertenecemos.

Podríamos decir que hay dos maneras de entender la identidad y su relación con el lenguaje: la del aguacate y la de la cebolla. En el caso del aguacate, debajo de la cáscara y la pulpa está el hueso (bastante grande, por cierto), el cual permanece aunque nos comamos el aguacate. Si comprendemos la identidad a partir del aguacate tendremos una descripción en la cual el número de lista que podemos tener ahora (o el que tuvimos en la primaria), el lugar donde acostumbramos sentarnos en el salón, la ropa que nos gusta ponernos o los programas de televisión que preferimos son como la cáscara y la pulpa del aguacate: la envoltura que puede cambiar, que puede ser más o menos dura, tener chipotes o no. Pero existe un hueso duro que permanece a través de los cambios, así como supuestamente hay una identidad propia que sobrevive a todas las transformaciones de nuestra vida.

Por otro lado, tenemos la imagen de la cebolla. Podemos quitarle una capa a la cebolla y debajo de aquella encontraremos otra capa, y si le quitamos esa encontraremos otra capa más y después otra; así sucesivamente. En el caso de la cebolla sólo encontraremos capas, nunca un hueso duro y permanente. Si pensamos así nuestra identidad, nos daremos cuenta de que todas las acciones que realizamos, las creencias que tenemos, nuestros gustos musicales o cinematográficos, por insignificantes que parezcan, definen aquello que somos. Son como las capas de una cebolla, pues no existe una que sea más importante que otra.

Alguien podría replicar que para definir nuestra identidad es más importante nuestro primer amor o nuestro primer trabajo que, por ejemplo, la fila en la que nos sentábamos en la primaria o la ropa que nos ponían cuando éramos niños. Pero, desde esta perspectiva, todo depende del juego de lenguaje en el que estemos situados: si es el laboral, desde luego que es más importante nuestro primer trabajo. Pero si es el de nuestra vida personal, bien puede darse el caso que sea más importante la fila en la que nos sentábamos; por ejemplo, no tiene el mismo significado para nuestra vida sentarnos en la fila de atrás porque era el lugar asignado a los alumnos menos estudiosos, que sentarse en la fila de atrás por orden de estatura.

No hay una manera sencilla de elegir cuál es la forma más apropiada de comprender la identidad. En un principio puede parecer más heroico tomar la figura del aguacate, porque representa la imagen de una identidad firme, que se mantiene contra viento y marea. No importan los castigos, los reveses de la fortuna o la incomprensión de quienes nos rodean: nuestra identidad se mantiene inmutable. ¿Señal de un carácter fuerte? Sí. Pero por su misma fortaleza y firmeza sería también una identidad incapaz de cambiar y transformarse cuando las circunstancias lo requieran.

¿Qué pasa si a nuestra pareja le hemos jurado amor eterno y tiempo después conocemos a alguien que nos comprende mejor y que nos quiere más? Si nuestra identidad es la de alguien fiel y leal hasta la muerte, entonces estaremos condenados a vivir con alguien a quien realmente no amamos por la sencilla razón de que somos incapaces de modificar ese núcleo duro, ese hueso de aguacate que es nuestra identidad.

Ante tal planteamiento parecería más apropiado optar por la figura de la cebolla como analogía para pensar la identidad. No sólo porque parece más indicada para mostrar la manera en la cual los juegos de lenguaje cambian de contexto a contexto, sino porque, al mismo tiempo, nos da, supuestamente, una imagen más real de cómo se forma nuestra identidad. Esto último se debe a que, usualmente, nuestras creencias y deseos no permanecen igual a lo largo del tiempo, sino que cambian con tanta frecuencia como lo hacen las capas de la cebolla, dando lugar a nuevas creencias y deseos, tanto a lo largo del tiempo como en las distintas situaciones en las que nos movemos (por ejemplo, nuestra identidad no es la misma ante nuestros padres que ante nuestros amigos).

Pero hay algo incómodo en la descripción de la identidad a partir de la imagen de la cebolla. Sí, es cierto, nos ofrece una identidad capaz de inventarse a sí misma en cada momento  (así como podemos quitar otra capa de la cebolla). No obstante, así como cada nueva capa de la cebolla es la última hasta que la removemos, lo mismo ocurre con nuestra identidad. La identidad que tenemos, el apego a las cosas que consideramos más importantes para nosotros, que definen mejor quiénes somos, puede ser descrita de un modo enteramente nuevo y distinto dependiendo del juego del lenguaje en el que estemos.

Las posibles consecuencias de este probable vínculo entre lenguaje e identidad son muy importantes. Si la identidad depende de la manera en la que se usa el lenguaje, y si el uso del lenguaje no depende más que de las formas de vida que siempre están en constante cambio, entonces la identidad estaría siempre en constante transformación, no sería algo fijo.

A continuación presentamos el desarrollo de las dos opciones que se han sugerido en los párrafos anteriores: la identidad-aguacate y la identidad-cebolla. Se subrayará la manera en la que cada una de ellas depende de cierta toma de posición respecto al lenguaje, y lo personal que puede llegar a ser la reflexión sobre el lenguaje.


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