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3.4.2 El lenguaje como acción

Si hoy viéramos el programa Plaza Sésamo tal vez sonreiríamos al ver los muñecos que aparecen ahí, pero quizá no nos sentiríamos atraídos a ver todo el programa por considerarlo aburrido. ¿Por qué? Probablemente contestaríamos: “Es que no ocurre nada. Todo el tiempo están diciendo ‘la manzana es roja’, ‘el globo es redondo’ y cosas por el estilo.” Para decirlo de otro modo: el lenguaje de los personajes de Plaza Sésamo es monótono porque se limita a enunciar cómo aparecen las cosas en el mundo y deja de lado las otras cosas que, de hecho, hacemos con el lenguaje: contar chismes y chistes, declararle nuestro amor a otra persona, escribir poesía y muchas acciones más. Esto no quiere decir que el modo de usar el lenguaje en Plaza Sésamo es falso o inútil, sino que es demasiado reducido porque sólo hace referencia a una de las muchas acciones que podemos realizar por medio del lenguaje: describir qué cosas están en el mundo. Podríamos decir que la postura que considera el lenguaje como un espejo de la realidad sólo sería válida si viviéramos en Plaza Sésamo, si toda nuestra acción consistiera en decir: “la mesa es cuadrada”, “veo tres círculos azules”, “Paco es más alto que Pedro”, y cosas por el estilo.

Si realmente queremos entender cómo funciona el lenguaje en la vida cotidiana (y en eso consiste buena parte de la tarea del filósofo: dejar en claro cómo operan cosas que damos por descontado), existen motivos para sugerir que el lenguaje no es un espejo de la realidad. Por el contrario, el lenguaje es acción. Cuando le decimos a alguien: “Préstame veinte pesos, mañana te los pago”, no le estamos describiendo cómo son los billetes de veinte pesos ni explicando lo que ocurrirá el día de mañana. Más bien, estamos haciendo una promesa.

Si queremos saber cuál es el significado de una palabra, entonces tenemos que ver cómo se usa esa palabra. El significado depende del uso. Por ejemplo, supongamos que recibimos la visita de un amigo extranjero que desea aprender español. Cuando tenga dudas sobre el significado de palabras como “perro” o “mesa” podemos explicárselo señalando los objetos a los cuales nosotros les llamamos “perro” y “mesa”. Pero ahora imaginemos que ese mismo amigo nos pregunta por el significado de la expresión “chale”. ¿Qué podríamos señalar si ni siquiera nosotros empleamos el término “chale” de una sola manera? En ocasiones usamos la palabra para indicar hartazgo (“ya chale con el mismo cuento”), y otras veces la empleamos como una palabra que indica contrariedad (“chale, volvió a perder el Atlas”). Pero, dejando de lado la manera en la que nos describimos a nosotros mismos, el punto importante del ejemplo anterior es que la mayoría de las palabras de nuestro lenguaje no corresponden a objeto alguno y, por lo tanto, sólo podemos comprender su significado si examinamos cómo las utilizamos en determinadas situaciones.

Esta idea de que el significado no es más que el uso de las palabras aparece en la obra del filósofo Ludwig Wittgenstein, en su libro Investigaciones filosóficas. Wittgenstein también llamó la atención sobre el hecho de que el contexto determinado en el que se usa la palabra y adquiere significado nunca puede ser único. Por el contrario, las situaciones en las que una palabra se usa de cierto modo son múltiples, como ya se sugirió en el ejemplo del significado del término “chale”.

Hasta el momento hemos hablado del lenguaje como si fuera un solo objeto que, en todas las circunstancias y en todos los usos, tuviera las mismas funciones y características, pero si seguimos la indicación de Wittgenstein, más bien lo que hay son juegos de lenguaje. Los juegos de lenguaje son el conjunto de reglas que, dentro de un contexto determinado, nos señalan cómo usar las palabras y, por lo tanto, cuál es su significado.

Por ejemplo, si estamos jugando baloncesto y uno de los espectadores grita “penalti” cuando estamos a punto de encestar, todos tienen derecho a callarlo y a decirle que no sabe de lo que habla. El otro podría replicar: “Es penalti porque tocó la pelota con la mano dentro del área.” Podrían explicarle que esa regla y el concepto mismo de “penalti” sólo tiene significado dentro del contexto del futbol y que no se usa para referirse a las acciones del basquetbol. No se está diciendo que la palabra “penalti” es falsa o que no tiene referente alguno. El punto que se le debe hacer ver es que no existe un lazo permanente que siempre se cumpla entre el significado de la palabra “penalti” y la acción de tocar una pelota con la mano. Esa referencia sólo es válida dentro de las reglas de juego que definen el futbol y sólo comprendemos su significado si sabemos cómo usarlas dentro del contexto de este deporte.

La idea de Wittgenstein es que lo mismo ocurre con el lenguaje. Las palabras no tienen un significado único que refleje, como lo haría un espejo, la verdadera naturaleza de la cosa a la cual se refiere. Por el contrario, el significado de las palabras siempre está en función de cómo se usan de acuerdo con las reglas que definen un contexto determinado. De tal modo, una palabra puede tener tantos significados como usos dentro de distintos contextos.

Eso tiene una consecuencia muy importante para la manera de comprender el lenguaje: el lenguaje ideal no existe. Es imposible construir un lenguaje en el que no haya lugar para distintas interpretaciones y malentendidos. Esto no se debe a que los seres humanos seamos limitados o a que la ciencia no esté lo suficientemente avanzada. Se debe a que nosotros mismos actuamos y creamos contextos diferentes: el de la ciencia, de la escuela, de la familia, de la literatura, de los deportes, etcétera.

¿De qué dependen las reglas que definen cada juego de lenguaje? De la forma de vida, es decir, de las costumbres y los hábitos que comparte una comunidad de personas. Por sí sola, una regla no es válida hasta que un conjunto de personas la considera una regla válida al usarla repetidamente como punto de referencia. Por ejemplo, tal vez hemos notado que en los puntos de la ciudad en los que hay un altar a la Virgen, la gente no tira basura ni raya las paredes. ¿Por qué actúan así a pesar de que no haya un letrero que indique la regla explícita: “no tirar basura”? Porque es la manera en la que hemos aprendido a comportarnos respecto a ese objeto —el altar a la Virgen. Por sí mismo, el objeto no significa limpieza ni civilidad, pero el significado que tiene (al menos dentro de comunidades mayoritariamente católicas) determina ese modo de comportamiento.

Lo mismo ocurre con los juegos de lenguaje. Éstos aparecen y se diversifican porque hay diferentes formas de vida que aparecen, se extinguen y se renuevan, y con ello también traen maneras distintas de usar las palabras. Hacemos cosas diversas, con reglas distintas y, por lo tanto, la manera de aprender el uso de esas variantes crea descripciones y lenguajes diferentes, sin que podamos decir cuál es el lenguaje más correcto o más verdadero. En todo caso, lo correcto y lo incorrecto, la verdad y la falsedad, dependen de las reglas, los usos lingüísticos que definen lo correcto y lo incorrecto, así como lo verdadero y lo falso en cada juego de lenguaje.

Por ejemplo, puede no gustarnos el futbol o el baile, y podemos dar razones de nuestro desagrado, pero no podemos afirmar que el futbol o el baile son falsos, pues si nos preguntan: “¿Respecto a qué son falsos?”, no podríamos señalar algo que se encuentre fuera de cualquier juego de lenguaje. Tal vez, para proseguir con el ejemplo, podríamos señalar: “Son falsos respecto a la naturaleza humana. Los músculos y la razón humanas están naturalmente diseñados para fines más elevados que moverse como monos o correr tras una pelotita.” Sin importar que nos crean o no, para explicar nuestra posición necesitaríamos definir cómo usamos los términos “naturaleza humana” y “fines más elevados”. Es decir, tendríamos que explicar que no usamos esos conceptos de manera arbitraria y caprichosa, sino según reglas que reconocemos en distintos contextos (por ejemplo, cuando señalamos que el genocidio es un atentado contra la “naturaleza humana”) y que sólo son válidas para quienes comparten nuestra misma forma de vida. En otras palabras, sólo somos capaces de definir qué entendemos por “naturaleza humana” y “fines más elevados” desde los límites que impone nuestro propio juego de lenguaje.

¿Pero es realmente un límite? Hasta ahora hemos utilizado esa palabra para señalar cómo el significado de las palabras, su capacidad para darnos a entender algo, depende de la forma de vida en la que se usan. Pero en un sentido estricto, la idea de “límite” es demasiado restrictiva. Por ejemplo, si queremos salir a pasear o a jugar y de repente cae una fuerte tormenta que nos impide salir, sí podemos decir que la tormenta nos limita, porque nos quita la posibilidad de realizar ciertas acciones.

En el caso de los juegos de lenguaje ocurre algo muy distinto. Es cierto, el juego de lenguaje al que pertenecemos pone límites a aquello que podemos decir, a los significados de nuestras palabras, pero precisamente por eso hace posible nuestra comunicación, nuestro pensamiento y nuestra acción. Si cada quien se refiriera a las cosas o a las palabras como se le diera la gana, seríamos incapaces de comunicarnos o de tener un pensamiento estable. Por el contrario, el juego de lenguaje establece una regularidad que permite entendernos con los demás, así como con nosotros mismos. Por eso Wittgenstein sostuvo que los juegos de lenguaje son distintos entre sí, sin que podamos decir que haya unos más verdaderos o más racionales que otros, pues “verdad” y “racionalidad”, tomadas por sí solas, son expresiones vacías que no indican cómo actuar ni cómo juzgar. “Verdad” y “racionalidad” sólo tienen contenido y nos dicen cómo proceder respecto a las acciones y a las palabras cuando adquieren un uso determinado dentro de un juego de lenguaje concreto.

Cuando olvidamos que el significado de cualquier palabra está dado por el contexto en el que se la emplea, surge entonces la tentación de creer que hay lenguajes más verdaderos, más racionales o más correctos que otros. Por ejemplo, si suponemos que todo lo podemos explicar o justificar a partir del lenguaje religioso o del científico, estamos mezclando distintos juegos de lenguaje; como si de repente empezáramos a marcar penaltis en el básquetbol.

Un ejemplo de la confusión entre juegos de lenguajes aparece, por ejemplo, cuando nos preguntamos por la existencia de Dios. Creemos que esta pregunta tiene sentido y que es posible responderla porque nos hemos acostumbrado a que el lenguaje científico indague constantemente acerca de la naturaleza de las cosas: “¿Existe vida inteligente en las lunas de Júpiter?”, “¿existen dinosaurios vivos en África central?” La ciencia puede contestar con un rotundo “No” porque, de acuerdo con la manera de usar las palabras “vida inteligente” en la exobiología, o la palabra “dinosaurio” en la paleontología, no pueden satisfacer las reglas que la disciplina científica utiliza para determinar que algo existe.

En cambio, cuando hablamos de Dios o de la vida después de la muerte entramos de lleno en el juego de lenguaje de la fe, en el cual el término “existencia” se utiliza de manera totalmente distinta a como se usa en la ciencia. Una confusión similar ocurriría si quisiéramos explicar los acontecimientos del mundo natural con los términos “pecado”, “salvación” o “esperanza”. No es que estos últimos sean menos verdaderos que los utilizados por las ciencias, sino que en el contexto del trabajo científico no hay reglas que permitan su uso.

Uno de los propósitos de Wittgenstein al recordar que el lenguaje depende siempre de la forma de vida en la que se usa un juego de lenguaje particular, era mostrar que el lenguaje no es más que una herramienta. Si se ha seguido de manera atenta la exposición de este capítulo, nos podemos preguntar con molestia: “¿Acaso en el primer tema, sobre lenguaje y mundo, no se sugirió que el lenguaje no es un instrumento?” Y tendríamos toda la razón. El punto que es necesario aclarar ahora es cómo usa Wittgenstein el término “herramienta”

Lo que se puso en tela de juicio en el primer tema era que el lenguaje fuera una herramienta mediante la cual el pensamiento le otorgara un nombre a los objetos del mundo para así identificarlos con facilidad. En cambio, para la idea que se expone aquí, “pensamiento” y “objetos del mundo” son también sólo palabras que se usan dentro de ciertos juegos de lenguaje para explicar determinados procesos o eventos.

No hay significados que les pertenezcan por sí solos a los objetos o que habiten en la mente de los sujetos, ésa sería la sugerencia de Wittgenstein. Lo único que hay son ciertos modos de usar las palabras en ciertas situaciones. Si quisiéramos encontrar el significado de las palabras sin nunca preguntarnos por cómo se usan ellas mismas, entonces estaríamos totalmente desorientados. Es como si nos entregaran una caja de herramientas o de instrumental médico que nunca antes hemos visto y, a partir de la sola observación, tratáramos de descubrir su significado. El resultado es que no sabríamos qué son, porque no sabríamos cómo usarlas. Tal vez se nos ocurriría usar alguna herramienta para aplanar la carne o para untar mantequilla. Si posteriormente alguien nos dijera que nuestro aplanador de carne es en realidad un martillo, y que nuestro cuchillo para mantequilla se trata de un bisturí, no podría decirse que descubrimos su significado verdadero. Simplemente, su significado cambió al entrar en otro juego de lenguaje.

Como colofón, tendríamos que señalar cómo la idea de Wittgenstein acerca de los juegos de lenguaje transforma la manera de entender esa actividad que se llama filosofía. Desde este punto de vista, la filosofía no sería ese intento de explicar la naturaleza profunda de las cosas, esas características que nadie ve, pero que siempre acompañan a los objetos y que seguirán aquí incluso después de que hayamos muerto.

Por el contrario, la filosofía sería una actividad para disolver las equivocaciones en las que nos vemos atrapados por confundir diferentes juegos de lenguaje. Nos mostraría que algunas preguntas como: “¿Existe un alma inmortal?”, “¿qué es el tiempo?” o “¿es cognoscible el ser?”, son el resultado de mezclar y confundir usos distintos de las palabras en nuestro lenguaje. Desde este punto de vista, un problema filosófico sería muy similar a creer que una consola de juegos Xbox está descompuesta o es una porquería porque no reconoce un disco de Playstation. La manera de resolver el problema sería recordar que distintos sistemas de videojuego no son compatibles.


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