conocimientos fundamentales

| filosofía | lenguaje

Página anterior Página siguiente





3.3.1 El lenguaje como herramienta de la razón

¿Qué significa pensar? Es una pregunta difícil porque parece inevitable que, al tratar de responderla, mezclemos nuestros juicios de valor. Así, por ejemplo, alguien podría decir que si estamos imaginando adónde nos invitarían a cenar sólo estamos perdiendo el tiempo con fantasías y realmente no estamos pensando. Esa persona nos podría decir que sólo existe pensamiento cuando tenemos en mente cuestiones realmente serias e importantes, como el problema de la escasez del agua o definir el sentido de la vida.

Para no entrar en esos pantanosos terrenos podríamos utilizar la siguiente opción: empezar por una definición de lo que no significa pensar y, a partir de ahí, encontrar una caracterización mínima y básica del pensamiento. Este procedimiento es algo similar a lo que hacemos con nuestros amigos cuando todos quieren salir, pero no saben a dónde. Es más fácil ponerse de acuerdo si empiezan por descartar los lugares a los que no quieren ir, y poco a poco se van poniendo de acuerdo en cuáles son los sitios que más les gustan a todos.

Para empezar con este procedimiento debemos preguntar: “¿Qué queremos decir cuando afirmamos que una persona no piensa?” Por ejemplo, cuando después de ocurrido un accidente automovilístico, ambos conductores se reprochan entre sí diciendo: “¿Es que no piensas?” (entre otras cosas). ¿Por qué se dicen eso? Podríamos contestar que lo que quieren decir es que la otra persona no se dio cuenta de las consecuencias de sus acciones, que no sabe manejar, que no reparó en los otros coches que había alrededor, etc. ¿Y si hubiera pensado? Bueno, pues se habría dado cuenta de las posibles consecuencias de sus acciones, hubiera observado a su alrededor antes de dar vuelta, tomado la precaución de encender su direccional, etc. Es decir, habría calculado cómo el uso o el conocimiento de un objeto repercute.

En esa actividad de cálculo podemos encontrar una base general para llegar a un primer acuerdo acerca de la característica básica del pensamiento. Desde este punto de vista, pensar es combinar los conocimientos y creencias que tenemos acerca de los objetos. Por ejemplo, cuando reflexionamos sobre la escasez de agua en el mundo, realmente estamos pensando porque a nuestro conocimiento actual de lo necesaria que es el agua para la vida le restamos, aunque sólo sea como simple experimento mental, la disponibilidad del agua, y entonces nos damos cuenta de cuál sería la situación que quedaría. Pero también penamos cuando imaginamos a qué lugar nos invitarán, pues a la imagen de una situación real (que tenemos amigos) le sumamos las imágenes de posibles lugares a los que pueden invitarnos. En otras palabras, pensar es como realizar una suma, una resta o una multiplicación.

La manera de entender el pensamiento como un proceso de cálculo fue expuesta por Thomas Hobbes, un filósofo inglés del siglo XVII. Sin embargo, para él —y para los propósitos en este tema— la cuestión no era únicamente explicar en qué consiste el pensamiento, sino explicar en qué consiste pensar bien y de manera correcta; es decir, en qué consiste pensar racionalmente.

Por ejemplo, podemos pensar en que nos invitarán a cenar a un restaurante francés muy exclusivo, pero sabemos que la persona que nos invita no tiene muchos recursos, y finalmente sólo nos lleva a una taquería. No se puede poner en duda que pensamos, pues en realidad hubo un proceso de combinación de imágenes (la invitación + la cena en el restaurante francés), pero las combinamos mal, como si hubiéramos sumado 2 + 2 y el resultado hubiera sido 5. Si hubiéramos pensado correctamente nos habríamos dado cuenta de que no podemos combinar la imagen de nuestro amigo pobre con la de una cena en un carísimo restaurante francés. Es decir, no pensamos racionalmente.

La razón, diría Hobbes, consiste en ser capaces de combinar de manera adecuada y correcta las imágenes y representaciones que tenemos de los objetos y los asuntos del mundo. Del mismo modo que al realizar una operación matemática se supone que conocemos el significado de los números y cómo realizar una suma o una división, que somos capaces de explicar en qué consiste hacer una suma y por qué 2 + 2 siempre será igual a 4.

¿Dónde entra aquí el lenguaje? Precisamente cuando lo que tenemos que calcular no son números, sino cuestiones acerca de nuestras acciones y de los objetos del mundo, como la escasez del agua y las invitaciones de los amigos. Ahí entra el lenguaje, pues mediante éste podemos asignarle un solo nombre estable a cosas y situaciones que comparten las mismas características. Por ejemplo, restaurantes hay miles, pero cuando nos mencionan el nombre “restaurante francés” imaginamos encontrar un lugar refinado y caro, aunque no conozcamos el restaurante concreto del que nos hablan, porque asociamos el nombre a las características ya mencionadas.

Es decir, el lenguaje, en primer lugar, nos permite disponer de nombres generales para referirnos a objetos diferentes, pero que comparten ciertas características básicas. Esto significa, para seguir con nuestro ejemplo, que no existe algo así como “el restaurante francés”, sino distintos restaurantes franceses, pero para hablar de ellos, para compararlos o para formarnos expectativas sobre ellos se necesitan los conceptos generales tomados por medio del lenguaje.

Esta posición, para la cual sólo hay cosas particulares y que, por conveniencia, para combinarlas de manera racional, creamos nombres generales, es conocida como nominalismo. Hobbes era un nominalista precisamente porque afirmaba que, sin los nombres generales (“casa”, “perro”, “restaurante”…) no podríamos pensar racionalmente ya que confundiríamos los detalles de las casas, los perros y los restaurantes particulares que hemos conocido. Por lo tanto, nunca sabríamos cuáles son las características básicas y generales que tenemos que combinar cuando pensamos en general en casas, perros o restaurantes.

En este último punto aparece la otra función que desempeña el lenguaje en una visión de razón como la que nos presenta Hobbes. Mediante los nombres generales, las imágenes mentales que tenemos acerca de las cosas pueden separarse del tiempo y del lugar en el que sucedieron. Por ejemplo, cuando ocurre un accidente automovilístico siempre pasa en un tiempo y en un lugar determinado, los conductores van vestidos de cierta manera, los autos son de determinada marca, el choque se presentó en tal avenida, etcétera.

¿Cómo saber quién tuvo la culpa? ¿Qué conclusiones podemos sacar, como automovilistas, del accidente? Si sólo nos quedáramos con los detalles particulares es probable que nos parezca un accidente entre otros o que lleguemos a conclusiones totalmente circunstanciales (por ejemplo, que conducir un sedán que tenga calcomanías de las “Chivas” provocará un accidente). Pero si alguien nos dice: “La culpa del choque la tuvo el conductor que dio vuelta sin antes poner su direccional”, entonces, según Hobbes, ya podemos combinar nuestras representaciones de autos y choques de una manera que pueda aplicarse en distintas circunstancias. Así, podemos razonar lo siguiente: “Cuando demos vuelta sin poner la direccional es probable que se presente un accidente.”

Podemos hacer esto porque disponemos de nombres generales como “accidente automovilístico” y “direccional”, y sabemos lo que significan independientemente de las circunstancias en las cuales aparecen en la vida diaria accidentes automovilísticos y direccionales. Y cuando alguien nos pida razones de por qué creemos que dar vuelta sin poner la direccional puede ocasionar un accidente automovilístico, somos capaces de combinar estos nombres generales para explicar cuáles serían las consecuencias de esa combinación en escenarios distintos.

Para Hobbes esto tiene una consecuencia muy importante: sólo podemos hablar de verdad y falsedad porque contamos con los nombres generales que nos da el lenguaje. Podemos explicarlo con el siguiente ejemplo: cuando alguien nos pregunta si es verdad que los dinosaurios se extinguieron hace sesenta y cinco millones de años, en términos de experiencia directa sólo podríamos quedarnos callados porque no estuvimos ahí, con un cronómetro o un calendario, en el momento exacto en el que murió el último dinosaurio; por lo tanto, en sentido estricto no podríamos decir si esa afirmación es verdadera o falsa.

Afortunadamente vienen en nuestro auxilio los nombres generales, que le dan un significado estable a las palabras “dinosaurio”, “extinción”, así como a la práctica de fechar las eras geológicas en millones de años. Es decir, gracias a que disponemos del lenguaje podemos usar palabras como “marcas” o “señales”, que nos permiten identificar situaciones comunes o comunicar a los otros acontecimientos en los cuales no estuvieron presentes.


Inicio de página