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3.3 LENGUAJE Y RAZÓN

En la mesa del señor y la señora Natanson

En la mesa del señor y la señora Natanson, de Henri de Toulouse-Lautrec, 1898.

Es probable que alguna vez hayamos jugado lotería, el juego que tiene una planilla con figuras que se van marcando con piedras o monedas a medida que se lee en voz alta las figuras que salen sucesivamente del mazo de cartas; así: “el borracho”, “el catrín”, “el nopal”…

Si tal juego no es desconocido, pregunto, ¿cómo es posible que sepamos jugar a la lotería? Probablemente se responderá: “Sabemos jugar a la lotería porque conocemos cuáles son las reglas del juego: alguien va diciendo el nombre de las figuras que aparecen en el mazo de cartas y, si la figura seleccionada está en la planilla que tenemos, ponemos una marca encima de ella.” Es decir, somos conscientes de las reglas necesarias para el juego de la lotería y, a partir del conocimiento que tenemos de ellas, podemos explicar a los demás nuestras creencias acerca del rumbo que podría tomar el juego, si acaso alguien pidiera una explicación. Por ejemplo, supongamos que le decimos a un amigo: “Creo que voy a ganar esta partida.” Él puede preguntar por los motivos de nuestra afirmación. Ante tal cuestionamiento podemos contestar: “Porque sólo me falta el paraguas, a todos los demás les faltan al menos cinco figuritas.” Esto quiere decir que no sólo tenemos creencias acerca del juego, sino que, en caso de ser necesario, somos capaces de respaldarlas mediante explicaciones que los otros pueden entender.

Pero el manejo de las reglas no sólo nos permite saber qué tipo de creencias (y también de deseos) podemos formular y defender. Al mismo tiempo, las reglas nos permiten decir si la acción de los otros es correcta o incorrecta conforme a esas reglas del juego. Por ejemplo, al jugar lotería, cuando el encargado de pasar las cartas dice “el gallo” y el que está jugando junto a nosotros pone una marca en la figura de “el canario”, en ese momento podemos reclamarle por no poner atención o por ser un tramposo porque está rompiendo las reglas que todos los demás siguen. Esto último es importante porque muestra que no necesitamos meternos en la cabeza de alguien y ver las imágenes que le pasan por la mente (como si estuviéramos viendo una película) para poder afirmar que su acción es incorrecta. Basta con ver que su acción no puede ser defendida con base en las reglas que todos los demás esperan que siga. Esa capacidad de comportarse conforme a reglas y, al mismo tiempo, de ser capaz de explicar por qué empleamos ese tipo de reglas y cómo funcionan, es lo que constituye la razón.

Es probable que alguna vez hayamos escuchado que el ser humano se distingue por su capacidad de hacer uso de la razón, o que el ser humano es el único animal racional. ¿Qué quiere decir eso? En una primera aproximación podríamos argumentar: “Decir que somos racionales significa que tenemos conocimientos mediante los cuales podemos controlar y modificar la naturaleza.” No es una mala respuesta si consideramos cómo, en unos cuantos miles de años, la raza humana ha pasado de vivir en cuevas y alimentarse de raíces a los viajes espaciales y a la ingeniería genética.

Sin embargo, aunque los logros sean tan espectaculares, parece que los humanos no somos los únicos capaces de desarrollar conocimientos para manipular la naturaleza o predecir sus cambios y actuar en consecuencia. Por ejemplo, los castores son capaces de construir pequeños diques y presas, y el sentido de orientación de algunas aves marinas puede adaptarse a cambios bruscos de temperatura por modificaciones en las corrientes marinas. Después de todo, no podemos excluir tan fácilmente a algunos animales del uso de la razón.

A pesar de todo, aún puede haber motivos sólidos para suponer que la razón es una característica propia de los seres humanos. Se puede explicar regresando a las conclusiones acerca de lo que ocurre al jugar lotería: el uso de reglas junto con la capacidad de explicar cuáles son las reglas que ponemos en marcha en cada caso.

Por ejemplo, el castor o el albatros pueden tener habilidades que nos impresionan y que, más aún, no dependen del instinto, sino que demuestran una capacidad de aprender de los errores y de incorporar experiencias nuevas, pero lo decisivo es que no pueden tomar conciencia de cuáles son las reglas que ponen en operación al momento de actuar y, por lo tanto, son incapaces de dar cuenta de que su comportamiento es el correcto precisamente porque se basa en el seguimiento de reglas.

Si seguimos esta última idea tendríamos elementos para pensar que, por sí solas, las personas o las creencias que tienen las personas no son racionales ni irracionales, pues la razón no es una propiedad natural, como tener los ojos verdes o el pie plano. Más bien, la razón se refiere a la manera en la que nos relacionamos con nuestras creencias y deseos. Si somos capaces de explicar las reglas con base en las cuales se forman nuestras creencias y deseos, y mostrar que efectivamente nuestras creencias y deseos siguen los dictados de esas reglas, entonces seremos racionales.

Por ejemplo, supongamos que el lunes, al regreso del fin de semana, nuestros compañeros comentan: “Pedro se comportó de manera bastante irracional en la fiesta del viernes.” Nosotros no pudimos ir, pero tampoco nos queremos perder la noticia y preguntamos por qué dicen eso de Pedro. Entonces nos enteramos que en dicha fiesta Pedro se tomó una botella de tequila, se puso necio enfrente de su pareja y terminó por vomitar en la sala.

Cuando conocemos los detalles somos capaces de decir por qué Pedro fue irracional. No porque haya tomado tequila en lugar de whisky, sino porque, dadas ciertas reglas de urbanidad y cortesía, no hay manera de justificar las acciones ante sus amigos y su pareja. Acorde a las reglas que indican el tipo de comportamiento que se espera de los invitados a una fiesta, no hay manera en la que Pedro pueda justificar su creencia en la conveniencia de tomarse una botella de tequila completa.

Incluso si aceptáramos que la razón es una forma de relacionarnos con nuestras creencias y deseos a partir de reglas determinadas, y no una facultad que tengamos de nacimiento, alguien podría preguntar: “Pero si las reglas cambian bastante de situación en situación, o aun entre distintos grupos de personas, ¿cómo podríamos encontrar reglas generales que se aplicaran no sólo para el comportamiento en las fiestas, en el trabajo o en la escuela, sino que valieran en distintas circunstancias?”

Esta pregunta es importante porque, a menos que encontremos esas reglas más básicas y generales, habría la posibilidad de que patanes como el Pedro de nuestro ejemplo sostuvieran que, después de todo, sí son racionales. Así, él podría decir que, si bien no siguió las reglas que se esperan de un invitado a una fiesta, su propio comportamiento sí siguió ciertas reglas acerca de lo que se espera del comportamiento valeroso y arrojado de un hombre.

Tal vez podamos burlarnos de la defensa que Pedro hace de sus acciones por considerarlas ejemplo de un machismo rudimentario y sin excusa. Sin embargo, el problema de fondo permanece: si no disponemos de reglas que nos permitan evaluar y criticar de manera pública los modos en los que nos relacionamos con nuestras creencias y deseos, entonces cualquiera podría recurrir a pretextos referentes a sus propias creencias o motivos privados para justificar su acción y decir que es racional.

Las consecuencias de esta situación son bastante graves. Si todos afirman que su manera de relacionarse con sus propias creencias y deseos es racional, entonces nadie sería racional. Es como si cada quien, molesto por no ganar nunca en el juego de la lotería, inventara sus propias reglas que le aseguraran ser siempre el ganador. A la larga, el juego de lotería, tal y como lo conocemos, desaparecería.

En este punto aparece el lenguaje de dos maneras distintas. Por un lado, una posición sostiene que la razón, en efecto, no puede describirse simplemente como el hecho de tener creencias y deseos de cierto tipo, sino que es una manera de relacionarnos con esas creencias y deseos, de dividirlas en sus partes más simples o de combinarlas de la manera apropiada. En ese proceso de “suma” y “resta” de nuestras creencias, el lenguaje desempeñará un papel importante porque nos permitirá identificar nuestras creencias generales y comunicarlas   los demás. Para esta posición, el lenguaje es importante porque permite darle nombres precisos y estables a los contenidos de nuestras creencias.

Por otro lado, existe otra posición que también le da un lugar muy importante al lenguaje en lo que se refiere a la explicación del modo en el que nos relacionamos con nuestras creencias, pero, a diferencia de la posición anterior, se negará a suponer que el lenguaje se limita a ponerle una etiqueta externa a creencias internas que aparecen en la mente. Por el contrario, para esta otra perspectiva, el lenguaje es una forma de acción, la capacidad social de usar y construir reglas desde las cuales creamos distinciones del tipo externo/interno. En otras palabras, no hay una relación privada o interna con nuestras propias creencias que, en un momento posterior, se exprese mediante el lenguaje, sino que en el momento mismo en el cual nos relacionamos con nuestras creencias y deseos para explicarlos y defenderlos, ya estamos inmersos en el lenguaje bajo la forma de reglas que comparte una comunidad de personas.

Por ejemplo, podemos decirle a nuestros amigos que le hemos comprado un regalo a nuestra pareja y seguramente nadie se extrañará por nuestra acción (a menos que el regalo sea muy feo), pero si decimos que nuestra mano derecha le hizo un regalo a nuestra mano izquierda, entonces probablemente pensarán que estamos haciendo una mala broma o que estamos un poco locos. ¿Por qué? Porque las reglas que dictan el uso correcto de la palabra “regalar” no depende de nuestro capricho, sino de un uso social que indica que “regalar” se refiere a darle algo a otra persona.


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