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3.3.2 La razón como lenguaje

La postura anterior le da un lugar muy importante en el lenguaje al momento de explicar en qué consiste la razón. Debido a que el lenguaje nos permite ponerle nombres generales y permanentes a situaciones y cosas que aparecen en lugares y momentos distintos, podemos establecer las características, rasgos y propiedades generales que en cada caso nos sirven para “marcar” o “señalar” qué es lo que cuenta como verdad.

Si disponemos de esos señalamientos, entonces podemos entender cuáles son las reglas que utilizamos al momento de actuar y de pensar. Es decir, somos capaces de explicar a otros (o a nosotros mismos) que no actuamos a tontas y a locas, sino que pensamos y actuamos conforme a lo que cuenta como verdad en cada contexto. Para explicarlo, podemos volver al ejemplo de Pedro, que vimos al inicio de este tema: mediante su conocimiento del lenguaje él era perfectamente capaz de saber que la palabra “tequila” significa el nombre de una bebida alcohólica cuyo consumo excesivo produce una intoxicación que impide pensar y actuar con normalidad.

A partir de lo que le indica el significado de la palabra “tequila”, Pedro podía prever las consecuencias de la acción de tomarse una botella completa; él habría sido capaz de darse cuenta del tipo de acciones que hubiera cometido en caso de beberse toda la botella. Pero no lo hizo, a pesar de conocer los significados de las palabras, por ello fue irracional. Su irracionalidad consiste en que, a partir del significado de la palabra “tequila” que todos tenemos por verdadero, Pedro no puede justificar su creencia de que tomarse toda una botella lo llevaría a realizar acciones decorosas y decentes.

Esto quiere decir que las distinciones entre verdad y falsedad que elaboramos por medio del lenguaje crean la posibilidad de seguir cursos de acción predecibles, en los cuales podemos saber en cualquier momento qué estamos haciendo y por qué. Por ejemplo, si estamos en la ciudad de México y tomamos un autobús hacia Zacatecas, y luego, mientras viajamos, vemos por la ventanilla que las señales de caminos nos indican la llegada a Cuernavaca, Puebla o Villahermosa, podemos concluir que el chofer actúa de manera irracional porque no se sabe la ruta, o que los irracionales fuimos nosotros porque no revisamos bien a qué transporte estábamos subiendo. Y eso lo podemos decir porque las definiciones verdaderas de “ciudad de México” y “Zacatecas” nos permiten establecer la siguiente regla: el camino directo de la primera ciudad a la segunda no pasa por Cuernavaca, Puebla o Villahermosa. En otras palabras, la razón es la capacidad para seguir las reglas adecuadas en cada momento, y la única manera de saber cuáles son las reglas y los momentos adecuados es a partir de los significados que nos da el lenguaje. Las palabras son como las señales de caminos que nos indican si vamos o no en la dirección correcta.

Hobbes pensaba que así funcionaba la relación entre razón y lenguaje. Pero parece que las consecuencias de su posición apuntan todavía más lejos, porque si toda distinción o clasificación depende de poner señales por medio de las palabras, entonces cuando distinguimos entre pensamiento y lenguaje como si fueran dos cosas diferentes ya tuvimos que dar por sentado el trabajo del lenguaje que nos permite indicar en qué consiste la verdad de la palabra “pensamiento” y en qué consiste la verdad de la palabra “lenguaje”. Es decir, sólo pensamos, y es más, sólo pensamos racionalmente, porque el lenguaje nos da el mapa de significados verdaderos que nos permiten distinguir entre varias creencias. En otras palabras, el lenguaje es lo que nos permite pensar.

Tratemos de pensar en algo sin usar el lenguaje. Podríamos decir: “Perfecto, podemos pensar en algo sin decir una sola palabra o sin hacer un solo gesto que delate en qué estamos pensando.” Eso es cierto. Pero aunque no digamos lo que pensamos, estamos pensando en algo determinado. Es decir, no nada más pensamos “algo”, sino que pensamos en una rosa, una casa, una escuela, etc. Aunque pensemos en la imagen de la rosa, de la casa o de la escuela, sin que intervengan palabras, a fin de cuentas sí sabemos que la imagen que tenemos es la de una casa y no la de una fábrica, y es porque conocemos el significado de las palabras “casa” y “fábrica”.

Si realmente ocurre así, entonces el lenguaje no es una herramienta de la razón, como si la razón fuera un amo que está dentro de nuestra cabeza dando órdenes que, para ser bien entendidas, necesitan del lenguaje. Por el contrario, la razón no es más que la capacidad de comportarse conforme a reglas que podemos construir e identificar gracias a que el lenguaje nos permite hacerlo.

Esto es lo que pensó Johann Hamann, un filósofo alemán que vivió en el siglo XVII. Él fue un severo crítico de un movimiento cultural denominado Ilustración. La Ilustración proponía que los hombres se guiaran exclusivamente por su propia razón y dejaran de lado las creencias que habían recibido de la tradición o de las autoridades. Lo que molestaba a Hamann de la Ilustración era que los defensores de este movimiento suponían que podían identificar las características y rasgos de la razón con total pureza; como si estuvieran filtrando agua sucia y el resultado final fuera agua cristalina.

Esto último es algo que es posible si tenemos la herramienta indicada (un filtro o un desinfectante), que es distinta al objeto sobre el que se aplica (el filtro produce agua limpia, pero no es agua, podemos beber del filtro pero no podemos beber el filtro). Hamann dice que no podemos hacer lo mismo cuando se trata de la razón porque no tenemos una herramienta neutral desde el inicio del pensar que nos permita distinguir entre lo que es racional y lo que es simple creencia infundada.

Desde luego, sí podemos distinguir entre lo que es racional y que no, pero en ese caso lo hacemos a partir del lenguaje. ¿A qué se refieren nuestras creencias? A cosas y situaciones que sólo podemos describir y entender por medio de palabras. ¿A qué se refiere la razón? También a situaciones que sólo podemos describir y entender por medio de palabras.

Por ejemplo, ¿cómo le mostraríamos a alguien que es irracional creer en fantasmas? No le podemos enseñar que el cuarto está vacío porque nos podría replicar: “Claro que no vemos nada, los fantasmas son invisibles y no les gusta mostrarse ante escépticos.” No podríamos mostrarle su irracionalidad si nos atuviéramos sólo a lo que aparece ante la mirada. Sólo es posible hacer la acusación de su irracionalidad si le mostramos que no puede darle un significado preciso a la palabra fantasma y que, incluso si pudiera hacerlo, no puede usar ese significado con las reglas mediante las cuales explicamos el mundo físico que nos rodea.

Si convencemos a esta persona de que los fantasmas no existen, eso no significa que le hayamos quitado un contenido de la cabeza como si le quitáramos una basura del ojo. Lo único que hemos hecho es cambiar la manera en la que él se relaciona con la palabra “fantasma”. A lo mejor sigue teniendo creencias sobre fantasmas: puede creer que los cuentos de fantasmas son muy divertidos, pero, en este caso, la palabra “fantasma” aparece en un contexto de reglas distinto al de la explicación del mundo físico: el contexto de la literatura. En otros términos, no hicimos que nuestro amigo pasara de un lugar a otro, simplemente cambiamos la manera en la que usa el lenguaje para relacionarse con sus creencias. 


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