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3.2.1 Separación entre lenguaje y mundo

Esta relación entre lenguaje y mundo se planteó ya en el pensamiento griego antiguo de distintas maneras. Una manera de entender esta relación es la propuesta por los sofistas, quienes eran una especie de maestros que educaban a los jóvenes en los aspectos más importantes de su formación como ciudadanos. Para los sofistas, una de las principales habilidades que debía desarrollar un ciudadano consistía en ser capaz de emplear el lenguaje para convencer a los otros cuando surgieran problemas comunes.

Si lo que importa es convencer a los demás, entonces el significado de las palabras no puede ser siempre el mismo. No se trata de decir mentiras, sino de usar el lenguaje de la manera más eficaz para que los otros crean. Por ejemplo, si queremos presentarnos como una persona fiel ante nuestra pareja, no conviene decirle que antes hemos tenido muchas parejas, pues proyectaríamos la imagen de alguien que es incapaz de tener relaciones sentimentales estables. Más bien, sería provechoso decirle que hemos buscado a la persona ideal para tener una relación firme y duradera, pero que esas relaciones anteriores nos han decepcionado.

En este ejemplo, no mentimos, sino que presentamos las cosas de tal manera que hacemos sentir a nuestra pareja actual como la persona especial a la que habíamos estado esperando. ¿Realmente lo es? Todo depende de cómo queremos usar las palabras. Lo que existe en el mundo depende totalmente de nuestro lenguaje. Tal sería la posición de los sofistas.

¿Significa eso que nuestra casa, nuestra ropa o nuestros padres son sólo palabras? No. Hay un techo que nos cubre, una tela que oculta nuestra desnudez, y personas reales con las cuales nos relacionamos; eso no lo ponen en duda los sofistas. Lo que tratan de decir es que las funciones que definen lo que es una casa, las características que distinguen a la ropa de las toallas, así como las obligaciones y compromisos que distinguen a nuestros padres de nuestros amigos, sólo pueden significar algo gracias al lenguaje. Si no supiéramos usar el lenguaje, no seríamos capaces de decir lo que las cosas son. Por eso para los sofistas sí hay una relación directa entre el mundo y el lenguaje.

Pero esa relación depende siempre de los acuerdos, es algo que las personas comparten aunque hayan olvidado ya por qué usan ciertas palabras para referirse a personas o cosas. Por ejemplo, seguramente en cada familia hay alguien a quien le dicen “la Chata” o “el Panzón”, a pesar de que no sean ni chatos ni panzones. Es muy probable que exista una historia detrás de esos apodos familiares y que explique la razón de tales apelativos, pero llega un momento en que a nadie le importa averiguar la anécdota; simplemente utilizan esos nombres porque todos los miembros de la familia los entienden.

Esto quiere decir que las palabras que utilizamos para definir el mundo y que solemos pensar como estables y fijas porque todos los demás nos entienden cuando las empleamos, en realidad son arbitrarias y cambiantes. El hábito y la costumbre son los que nos hacen suponer que nuestras palabras son un reflejo fiel del orden del mundo.

Por ejemplo, podemos darnos cuenta de cómo, incluso en un mismo país, se usan términos distintos para referirse a las mismas cosas. En la ciudad de México y sus alrededores se pide un refresco cuando alguien quiere beber, por ejemplo, una coca-cola. En el norte del país pedirían una “soda”, y en el sur dirían que quieren una “gaseosa”. Refresco, soda, gaseosa, ¿cuál es la palabra correcta? La respuesta de los sofistas sería: todas y ninguna. Es algo que depende del contexto y del consenso que se ha formado a lo largo del tiempo.

Si examinamos los diversos nombres que puede recibir un mismo objeto o comportamiento en distintos lugares, la propuesta de los sofistas parece bastante sensata. Pero si observamos con mayor detenimiento la sugerencia de que el significado de las palabras es el resultado casi accidental de los cambios en la sociedad, se enfrenta con problemas cuando nos topamos con palabras como “penicilina”, “multiplicación” o “dignidad”. En estos casos es necesario que el acuerdo respecto al significado de las palabras sea extenso y permanente, que no se aplique sólo a los miembros del mismo barrio o de la misma familia, porque las consecuencias de no ponernos de acuerdo son muy graves e incluso hacen imposible la vida.

Supongamos que estuviéramos enfermos y el médico nos mandara inyecciones de penicilina. ¿Qué tal si en la farmacia donde compramos los medicamentos “penicilina” fuera el nombre de un nuevo refresco y no el de un antibiótico? Lo más probable es que nunca recuperaríamos la salud. Si ocurriera lo mismo con las palabras del lenguaje científico o jurídico, nuestra vida cotidiana sería un caos porque, al tener cada comunidad palabras distintas para referirse a las mismas cosas, no habría posibilidad de seguir un procedimiento común en caso de enfermedad, ni habría una autoridad común a la cual recurrir en caso de conflictos entre personas. En otras palabras, no sería posible la vida en sociedad.

Pero —se podría sugerir— no importa que cambien las palabras de comunidad a comunidad, y de época a época, ya que hay algo que permanece estable y nos permite “traducir” nuestras palabras a otros lenguajes: el objeto. Si cuando se pide penicilina en la farmacia el dependiente nos entrega un refresco en lata, podemos decirle que ése no es el producto que necesitamos, que tiene características distintas. Por ejemplo, le diríamos que la penicilina es algo que tiene la forma de pastilla, que viene envuelto en una caja donde se hace constar la fórmula de la sustancia activa que contiene la pastilla y que trae la leyenda “Su venta requiere receta médica”, etc. En ese caso, el lenguaje no tiene una relación directa con las cosas, ni es el resultado de un pacto entre las personas, sino que es el instrumento mediante el cual comunicamos a otros las características de los objetos. Del mismo modo que el teléfono comunica las palabras de quien está al otro extremo de la línea.

A diferencia de lo que sostenían los sofistas, esto significa que mundo y lenguaje tienen una relación indirecta. El primero es un orden de objetos con propiedades y rasgos que no dependen de nuestras convenciones. Cuando conocemos las características propias de un objeto nos formamos una imagen que reúne esas peculiaridades y que no cambia a pesar de que las expresemos por medio de lenguajes distintos. Por ejemplo, las palabras “caballo”, “horse” y “cheval” son distintas, pertenecen a idiomas diferentes, pero se refieren a un mismo objeto: un mamífero cuadrúpedo de cuarenta dientes.

Desde este punto de vista, las palabras —a lo mucho— asignan a esos objetos nombres que nos permiten aprender, recordar y transmitir las características de los objetos, pero el lenguaje es una herramienta que no contiene las características básicas del objeto que nos permite conocerlo. Ésta es la posición que Platón expuso en un diálogo llamado Cratilo. Como ocurre con el resto de sus diálogos, Platón pone en marcha la discusión o expresa sus propias ideas poniéndolas en boca de Sócrates, su maestro. En este diálogo en particular, Sócrates escucha y considera dos maneras distintas de entender el lenguaje: por un lado, la que señala que el lenguaje es una convención que adoptan los seres humanos por conveniencia; por el otro, la que señala que las palabras de nuestro lenguaje son un reflejo fiel y directo de la naturaleza de las cosas. Platón concluye, por medio de la figura de Sócrates, que el lenguaje es sólo un signo del objeto. Del mismo modo que cuando, en un restaurante, encontramos una puerta con una pipa no entendemos que ahí se fume, sino que es el baño de hombres. Esto se debe a que el lenguaje es algo externo a los objetos (por ejemplo, en lugar de una pipa puede haber una letra “H” o el dibujo de un monito sin falda, y aun así la indicación es que ese lugar es el baño de hombres).

Para Platón, podemos cambiar el dibujo en la puerta del baño de hombres, sin modificar su propiedad de ser un baño para hombres, porque el lenguaje no forma parte de las condiciones que definen las propiedades de un objeto. Simplemente es una señal que da fe de que ahí está el objeto, pero el lenguaje no puede darnos ninguna relación con el conocimiento. Por ejemplo, cuando vamos al cine, las personas que salen de una función nos dicen que vieron Bambi; después, otras que entraron posteriormente a la misma sala nos dicen que vieron Rambo. Entramos y sólo vemos una pantalla en blanco. ¿Mintieron esas personas? Seguramente no. Lo que ocurre es que, por sí sola, la pantalla del cine no proyecta películas, pues necesita del proyector para exhibir distintas películas. La pantalla es sólo un medio.

Lo mismo pasaría con el lenguaje. En él aparecen las palabras que se refieren a objetos físicos o mentales, pero las palabras no contienen las características que definen la particularidad del objeto. Para Platón, si realmente queremos conocer las propiedades esenciales que hacen que un objeto sea precisamente el tipo de objeto que es (por ejemplo, lo que hace que una mesa sea precisamente una mesa y no una mecedora), entonces tenemos que dirigir nuestra atención a lo que él denominó “formas”, las cuales son objetos independientes tanto de nuestro lenguaje como de nuestra mente y reúnen el conjunto de características esenciales que definen a cada objeto en particular.

Por ejemplo, en el caso del caballo existe un conjunto de rasgos relacionados entre sí (mamífero, equino, con cuatro patas, etc.) que define lo que cuenta como “caballo” y que lo distingue de mulas y ornitorrincos. Ese conjunto de propiedades necesarias para definir un objeto como caballo, permanece a pesar de que cambien los signos que utilicemos para referirnos a él (como en el caso de “horse” o “cheval”), pero también es independiente de la imagen mental que cada uno de nosotros construya a partir de las características que definen a un caballo.


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