conocimientos fundamentales

| filosofía | lenguaje

Página anterior Página siguiente





3.2 LENGUAJE Y MUNDO

Victoria de la verdad bajo la protección de la justicia

Victoria de la verdad bajo la protección de la justicia, de Hans von Aachen, 1598.

Tal vez se recordará que cuando se acercaba la llegada del año 2000, en numerosas revistas, programas de televisión y conversaciones se hablaba con cierta frecuencia de la amenaza del “fin del mundo”. Finalmente no ocurrió nada; los astrólogos y catastrofistas tendrán que esperar a que se aproxime una nueva fecha con tintes cabalísticos para, de nueva cuenta, excitar nuestros temores más irracionales.

Sin embargo, no es necesario prestarle crédito a estas predicciones para hacer el siguiente experimento mental: ¿Cómo imaginamos el fin del mundo? Supongamos que una guerra nuclear en gran escala o una plaga letal aniquila toda forma de vida (es decir, no hay posibilidad de que, eventualmente, aparezca una especie nueva que tome el lugar que ahora tenemos los seres humanos), pero quedan intactos los objetos materiales.

Esto es, nosotros, nuestra familia, vecinos, mascotas, y hasta las cucarachas, perecen, pero permanecen el televisor de la sala, el edificio en el que vivimos, el transporte público y todos los demás objetos materiales. ¿Podríamos decir que es el fin del mundo? Tal vez podríamos sugerir que es el fin de la raza humana, pero no el fin del mundo, pues todos los demás objetos permanecen en pie. La silla seguiría siendo silla, los cines seguirían siendo cines y la ropa seguiría siendo ropa. No obstante, pensemos en lo siguiente: si no hay seres pensantes alrededor, ¿para quiénes existiría la silla como un mueble que sirve para sentarse?¿Quiénes comprenderían que el cine es un lugar en el que se proyectan películas? Podríamos sugerir que sólo habría bloques de materia ocupando un lugar en el espacio, pero no existirían “sillas”, “cines”, ni otro objeto en particular, porque no habría personas para las cuales ese bloque de materia no fuera un simple bloque de materia, sino una silla o un cine. Es decir, si no hubiera personas no habría manera de afirmar lo que las cosas son, ni de establecer relaciones entre ellas.

La desaparición de los seres pensantes efectivamente equivaldría al fin del mundo, porque el mundo no es la suma de elementos materiales, sino un orden que organiza las relaciones entre palabras y mediante el cual podemos distinguir entre lo que es una silla y lo que es un cine. La presencia de seres pensantes sería una condición necesaria para que exista el mundo, pero no porque sean especiales y merezcan tener un mundo, ni porque sean lo bastante inteligentes como para descubrir que es más práctico ver una película en un espacio a oscuras y bien equipado que verla sentado en una silla al aire libre.

Lo importante es lo que hacen los seres pensantes al demostrar que son capaces de distinguir entre un cine y una silla. Si alguien ahora mismo dijera: “vamos a la silla a ver una película”, probablemente pensaríamos que nos quiere jugar una broma o que no está bien de sus facultades mentales. ¿Por qué? Porque sabemos lo que significan las palabras “cine” y “silla”, y a partir de nuestra familiaridad con el significado sabemos que no podemos ir a una silla a ver una película.

Es decir, si podemos orientarnos entre objetos distintos y en diversas situaciones se debe a que somos capaces de usar un lenguaje. Y lo mismo ocurre con los otros seres pensantes: el uso del lenguaje permite construir relaciones entre palabras para darle un orden a los eventos, acciones y creencias que tienen o que les suceden. Ese orden, ese tejido de relaciones es el mundo, y parece haber buenas razones para suponer que, en ausencia de seres capaces de usar un lenguaje, tal orden no puede existir. Sin embargo, alguien podría objetar que en ausencia de un lenguaje aún existiría el mundo. Un ejemplo sería lo acontecido con las civilizaciones ya desaparecidas. Es perfectamente posible que los miembros de esas civilizaciones hayan perecido hace miles de años, que ya nadie hable su lengua e, incluso, que no hayan dejado tradición textual, pero aun así nuestros arqueólogos e historiadores serían capaces de reconstruir el significado de sus monumentos, ritos religiosos y organización social por  medio de la recuperación e interpretación de la prueba material que hayan dejado.

Por ejemplo, durante mucho tiempo la escritura maya antigua (como la que podemos encontrar en la sala de cultura maya del Museo de Antropología) fue indescifrable, lo cual propició interpretaciones descabelladas acerca de esa sociedad. Sin embargo, datos como el tipo de piedra empleado en sus construcciones, la manera en que fundían el oro de sus joyas o el modo en que enterraban a sus muertos sirven para reconstruir cómo era su forma de vida. Y esto puede hacerse sin necesidad de entender su lenguaje escrito.

La participación del lenguaje no fue necesaria en este caso para comprender el orden y la relación de objetos para los cuales, previamente, carecemos de palabras para describirlos, o simplemente desconocemos las palabras que los usuarios originales usaban para describirlos. Tal vez podría replicarse que, a pesar de todo, sí es necesario un lenguaje; en este caso, el lenguaje mediante el cual arqueólogos y antropólogos explican y definen qué tipo de actividades realizaban los miembros de esa civilización desaparecida.

De nueva cuenta podría presentarse otra objeción y afirmarse que el recurso del lenguaje es, tal vez, un medio necesario para que cada época y comunidad aprendan y comuniquen los hechos más importantes acerca del mundo que los rodea, pero que las palabras con base en las cuales definen las características de los objetos del mundo, así como sus principales relaciones, son solamente una convención, un acuerdo que no añade nada esencial al orden real del mundo. Es necesario un acuerdo para definir cuáles son las palabras mediante las cuales, aquí y ahora, tenemos que realizar diferentes tareas y acciones. El punto es que, a diferencia de otros acuerdos que llevamos a cabo en la vida diaria, que tienen como característica básica ser un acuerdo consciente y explícito entre voluntades (firmar un contrato, establecer las reglas de un juego o hacer una cita con el médico), el acuerdo en el cual se sostiene el lenguaje es, en su mayor parte, tácito e inconsciente, lo cual quiere decir que no es el resultado de un acuerdo de voluntades.

Probablemente esto último parezca un poco raro, ya que, por ejemplo, podemos recordar cómo nos pusimos de acuerdo con nuestros amigos para ponerle un apodo a alguien. Pero si nos damos cuenta, esa capacidad para ponernos de acuerdo en las palabras sólo aparece en muy contadas ocasiones. Por el contrario, lo normal es que usemos el lenguaje de una manera parecida a la que usamos las calles y avenidas de la ciudad en que vivimos: sin preocuparnos o preguntarnos quién las puso ahí o quién las construyó; simplemente nos limitamos a usarlas.

Sin embargo, en el caso del ejemplo anterior hay una diferencia muy importante que se debe tomar en cuenta. En el caso de las calles y las avenidas de una ciudad es posible consultar cuándo fueron construidas; también podemos salir de la ciudad y tratar de describir cómo están trazadas. En el caso del lenguaje no es posible llevar a cabo ninguna de esas acciones por la sencilla razón de que no se puede salir del lenguaje de la misma manera en que se sale de la ciudad o en que se acude a los archivos municipales para consultar cómo han cambiado las calles.

Esto último se debe a que, cuando se intenta salir del lenguaje para estudiarlo, de antemano se supone su presencia. Para continuar con el ejemplo anterior, cuando salimos de la ciudad (por ejemplo, al campo) somos capaces de caminar en un entorno en el que no hay calles, avenidas, cruceros y demás, y recordar cómo están distribuidas las calles. Pero cuando tratamos de explicar qué es el lenguaje, cómo funciona y cómo lo aprendemos, no tenemos otra opción más que dar por sentado la existencia del lenguaje para poder comunicarnos. Es en ese sentido que, aunque no lo queramos, partimos siempre de un acuerdo tácito que condiciona nuestras formas de hablar sobre distintos temas.

Tal vez los seres humanos nunca alcancemos un acuerdo definitivo y exhaustivo acerca de qué es lo que cuenta como justicia, pero la imposibilidad actual de llegar a esa definición compartida y última no es motivo para que no tengamos un procurador de justicia con el fin de dirimir conflictos entre personas e instituciones.

Este último ejemplo nos sirve para introducir una distinción necesaria en lo que se refiere a las relaciones entre mundo y lenguaje. Podríamos decir que para llevar a cabo nuestra vida diaria son suficientes los acuerdos, en los cuales todo parece indicar que mundo y lenguaje siempre van de la mano, pero que cuando preguntamos por el conocimiento, la situación cambia totalmente. Una de las posiciones más duraderas a lo largo de la historia de la filosofía, y que aparece también cuando se habla del lenguaje, es que sólo pueden considerarse como conocimiento las afirmaciones que se basan en la mejor prueba disponible o en razones que cualquiera podría admitir como válidas, independientemente de la comunidad a la que se pertenezca. El conocimiento exige que el mundo al cual nuestras palabras se refieren posea un orden y un significado totalmente independiente de nuestros acuerdos.

Ante esto, lo que tendría que mostrar la opinión contraria —la que, dijimos, defiende que sólo puede existir el mundo si hay lenguaje— es la imposibilidad de concebir el significado de un objeto independientemente de la palabra mediante la cual lo designamos. Además, tendría que mostrar la imposibilidad de entender el orden y relación de los objetos en una ausencia total del lenguaje. Sin embargo, el ejemplo de la civilización desaparecida sugiere que sí hay un orden que sobrevive y mantiene la relación entre sus objetos, por encima de los cambios en las convenciones de nuestros lenguajes.


Inicio de página