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2.4.2 Empiristas contra racionalistas

Para la filosofía moderna, la que comienza con la obra de René Descartes, conocer quiere decir formarse representaciones mentales de las cosas, no sólo en nuestro interior, así en general, sino específicamente en el ojo de nuestra conciencia. Tenemos que poseer la representación y saberlo. Los estudiosos que siguieron al autor de El discurso del método no se contentaron con este resultado, sino que decidieron investigar en concreto qué pasaba con las representaciones en el interior de nuestro yo, cómo se formaban, a partir de qué mecanismos, por medio de qué procedimientos. A partir de la obra del filósofo inglés John Locke —que vivió en el siglo XVII y que fue muy importante no sólo en el terreno de la epistemología, sino también en el de la filosofía política (escribió un libro titulado Segundo ensayo sobre el gobierno civil, que tuvo gran influencia en el pensamiento político estadunidense y entre los liberales mexicanos del siglo XIX)—, los teóricos del conocimiento que están de acuerdo en postular la existencia de una mente o espacio interior que nos define, también han establecido que ese “adentro” no es sólo una especie de bolsa o saco en el que echamos el mundo, sino que la mente tiene una arquitectura, partes, mecanismos que se relacionan unos con otros de determinadas maneras para dar lugar a las representaciones que tenemos de las cosas.

Desde Locke, los epistemólogos que comparten la idea de que contamos con un espacio interior, coinciden en señalar que éste cuenta por lo menos de tres partes: la sensibilidad, la imaginación y el entendimiento. Algunos agregan otros componentes. Por ejemplo, Sigmund Freud, el pensador alemán de principios del siglo XX que creó la disciplina llamada psicoanálisis, afirmó que la psique (o sea, la mente) posee, además de los elementos indicados, otro conjunto al que llamó inconsciente y que, según él, modifica significativamente la forma de funcionamiento del yo de las personas. Hegel, otro filósofo, consideró la inclusión de un elemento adicional: la razón, que, según él, se ubicaba por encima del entendimiento, como una especie de culminación de todo lo mental.

Muchos otros autores propondrán ajustes y modificaciones a la arquitectura de la psique. Cada una de esas variaciones dará lugar a diferentes corrientes psicológicas y a teorías del conocimiento, pero el punto de partida básico que asume que la mente tiene tres partes puede considerarse un elemento común a los estudios que, desde la perspectiva que se analiza, se extienden hasta nuestros días.

La sensibilidad es la parte de la psique encargada de aportar al conocimiento lo que llamamos sensaciones. En términos cibernéticos, se trata de la entrada de información desde el mundo exterior. La sensibilidad hace llegar al interior —a la mente— los datos proporcionados por los cinco sentidos (visiones, texturas, sonidos, olores, sabores). A cada paso se reciben infinidad de sensaciones. Los colores que se ven a lo largo del día poseen una miríada de matices. El cielo no tiene el mismo azul en todas partes, el amarillo de la pared varía con las diferentes intensidades de la luz. Así para cada uno de los sentidos. ¿Cuántos diferentes olores percibimos a lo largo del día? ¿Cuántas modificaciones tiene la voz del profesor durante la clase? Cada cambio, así como cada modificación diminuta de los colores, las texturas, los olores y los sabores, se perciben todos, siempre, a cada momento, todo el día. Hay muchas más sensaciones que palabras para nombrarlas.

¿Cuántos matices se agrupan en un término cuando se dice, simplemente, amarillo? El grupo de pintores conocido como los Impresionistas —del que formaron parte Vincent van Gogh, Paul Gauguin, August Renoir, Claude Monet— se propuso mostrar en sus pinturas precisamente la gran diversidad de colores que se combinan en cada objeto que vemos. Cómo en un pasto verde, por ejemplo, se mezclan rojos, azules, violetas.

La imaginación es la parte de la mente encargada, en primer lugar, de hacer combinaciones con las sensaciones que previamente ha registrado la sensibilidad. Cuando se reconoce algún objeto, se juntan una serie de sensaciones diferentes que producen los diversos sentidos. Cuando con una sola frase se afirma, por ejemplo, “este libro que tengo en las manos”, se ponen en el mismo paquete datos que proporcionan las yemas de los dedos, el olor que emana de las páginas, las líneas, colores, formas y distancias de los que informan los ojos; en fin, hasta el sonido de las páginas llega a los oídos. Son sensaciones muy distintas, pero cuando se agrupan se puede decir: “tengo un libro”. Pero no sólo se juntó un grupo de sensaciones, sino que, de alguna manera, se decidió no tomar en cuenta otras, por ejemplo, los colores que llegan del techo o los ruidos que no salen de las hojas, sino del exterior.

La imaginación trabaja todo el tiempo combinando las sensaciones que vienen de los sentidos. Produce y reproduce combinaciones entre las percepciones más diferentes, en principio sin limitación. Combina este color con aquella forma, con aquel olor cercano, con aquellos ruidos lejanos, con los sabores amargos o dulces que nos llegan al paladar. A veces esas combinaciones se agrupan de tal manera que producen algún objeto reconocible. La mayoría de las ocasiones, sin embargo, la imaginación produce paquetes de sensaciones que no son nada, que se pierden, se olvidan.

Según la teoría moderna del conocimiento, el procedimiento por medio del cual la imaginación crea entes hipotéticos, seres posibles, ocurre todo el tiempo, a cada instante, y no sólo al entrar a un lugar en penumbra. Siempre, en todo momento, cuando se percibe algo y se acaba designándolo, poniéndole un nombre (libro, puerta, árbol o lo que sea), previamente la imaginación ha producido muchísimos seres imaginarios que se acaban olvidando porque el proceso acontece muy rápido.

Se supone que hay unos seres especiales —los artistas— que tienen la capacidad de no olvidar las combinaciones que la imaginación crea a cada instante. Cuando se ve un grupo de señoritas chapadas a la antigua se pueden imaginar muchas cosas… y se olvidan. Pero el pintor Pablo Picasso, por ejemplo, en su obra Las señoritas de Avignon, fue capaz de salvar del olvido y plasmar en un cuadro una de las muchas combinaciones que seguramente su imaginación elaboró. Casi siempre, gracias a los seres humanos más creativos, se han conservado, como sociedades, una serie de entes que no existían al principio en la realidad, sino que fueron producidos por la capacidad combinatoria de la imaginación: los centauros, los unicornios, los pegasos, así como tantas otras criaturas que habitan en las caricaturas y en los videojuegos.

El entendimiento es la parte de la mente encargada de nombrar a las agrupaciones sensoriales que se forman por el trabajo de la sensibilidad y la imaginación. También puede decirse que lo que hace es adjudicarle un concepto a lo que nos ofrece la sensibilidad. La imaginación, que siempre está haciendo combinaciones, presenta al entendimiento paquetes de sensaciones muy diversas, la mayoría disparatados. Pero existen algunos paquetes que el entendimiento reconoce: por ejemplo, tal combinación de colores, formas, texturas, distancias… es una mesa; o bien, tal olor, sabor, color, gusto… es una sopa de fideo. Es como si el entendimiento consistiera en un enorme edificio lleno de anaqueles con cajones repletos de montones de tarjetas. En cada tarjeta se tendría el nombre de un concepto y la indicación del conjunto de sensaciones que le correspondería. Habría archivadas, entonces, tarjetas para árboles, coches, libros, ventanas, bicicletas, pelotas, lapiceros, tornillos, palillos y todos y cada uno de los objetos con que nos relacionamos y que tienen nombre. El entendimiento sería como un archivo en el que estuvieran los moldes de las cosas de las que había hablado Platón. Sin embargo, las ideas de las cosas ya no estarían, como para el filósofo griego, en otro mundo, sino que se encontrarían en la cabeza de cada uno.

Cada vez, entonces, que la imaginación hace un paquete de sensaciones, el entendimiento compara lo que se le presenta con la tarjeta que tiene guardada. Si los componentes sensoriales que le llegan en ese momento coinciden con lo que tiene alguna de las tarjetas-conceptos, entonces dice: “eso que está enfrente es una mesa”, por ejemplo, y diremos que hemos visto una mesa. Con todo lo anterior se puede entender una de las definiciones clásicas que dieron los filósofos modernos acerca de lo que es conocer: es unir sensaciones con conceptos por medio de la imaginación.

Inmediatamente después de que se creó esta manera de comprender la construcción de representaciones mentales, se formaron dos corrientes epistemológicas: los empiristas y los racionalistas. René Descartes y Leibniz eran de la segunda corriente; John Locke y David Hume de la primera. Muchos otros filósofos participaron en los debates y siempre consideraron que se trataba de algo muy importante. Ambas corrientes estaban de acuerdo, en lo general, acerca del espacio interior, la mente; también en que conocer era representar adentro lo de afuera, y en que la psique tenía las tres partes citadas (sensibilidad, imaginación y entendimiento) que funcionaban introduciendo sensaciones, combinándolas y poniéndoles conceptos (respectivamente).

Los manuales y libros de divulgación más imprecisos dicen que los enfrentamientos entre racionalistas y empiristas eran porque unos daban prioridad al sujeto y otros al objeto. Pero eso no es exacto, ya que ambos partían del sujeto, de la psique, y lo consideraban algo central. Sus diferencias se referían más bien a otra cosa: ¿con qué se empieza a conocer, con la sensibilidad o con el entendimiento? Los empiristas decían que el conocimiento comienza con la sensibilidad, con la experiencia (por eso se llamaban empiristas), y los racionalistas afirmaban que iniciaba con el entendimiento.

Se pueden contrastar las opiniones de ambas corrientes en un caso particular: ¿cómo es posible que un niño que acaba de nacer hable cualquier lengua? ¿Cómo es posible que los seres humanos puedan hablar todas las lenguas?

Respuesta racionalista: el ser humano puede hablar todas las lenguas porque sale del vientre materno equipado, en su mente, con una especie de gramática de todas las gramáticas. Cualquier lengua tiene reglas, y el niño, antes incluso de saber en qué país nació (antes de la experiencia), trae en el entendimiento una serie de fichas con los principios básicos de cualquier idioma; entonces puede hablar cualquiera de éstos. Para conocer, por lo tanto, partimos de lo que ya traemos en la cabeza.

Respuesta empirista: el ser humano sale al mundo, al nacer, sin ningún concepto, categoría o idea innata en la mente. Por tanto, sólo puede aprender, por experiencia, aquellos idiomas con los que se enfrente: hablará chino si nace en China, o sangó si ve la luz en África occidental. No sabemos si el ser humano puede hablar todas las lenguas, porque hasta ahora nadie se ha enfrentado a todas y, por ende, nadie ha podido aprenderlas. Conocemos, siempre, partiendo de la experiencia.

Hasta el día de hoy estas dos corrientes mantienen su pugna. No es una cuestión escolástica; del tipo de respuesta que se dé se derivan diferentes estrategias para la enseñanza de los idiomas. También en el campo de la investigación en inteligencia artificial, por ejemplo, ambas posiciones dieron lugar a doctrinas alternativas y contradictorias. Así, en otros ámbitos, las diferencias entre racionalistas y empiristas resultarán en cuestiones y estrategias prácticas muy concretas. Pero ambas posturas comparten los postulados básicos de la concepción cartesiana del conocimiento, que considera que conocer consiste en introducir en nuestra mente lo que está fuera. 


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