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2.4.1 Representaciones mentales y autoconciencia

Para la visión moderna, conocer significa formarse una representación mental del mundo, construir y ubicar en la conciencia una copia del cosmos. Si somos esencialmente espacios interiores, el saber sólo puede consistir en incorporar lo que existe a nuestro interior.

Ésta es una forma de entender el conocimiento muy diferente de la que concibieron los antiguos. Ya vimos en el primer tema de este capítulo cómo, para Platón, alcanzar la verdad significaba contemplar las ideas o los moldes de las cosas, que eran por completo inmóviles y estaban en otro mundo. Esos moldes o ideas no eran ni podían ser representaciones mentales: cuando nos elevábamos desde lo sensible, perecedero y cambiante hasta el otro cosmos de lo fijo y “captábamos” las ideas, no lo hacíamos de la misma manera en que vemos un árbol o un automóvil, porque las “ideas” de las cosas no eran ellas mismas objetos, entes, seres de los que se pueda tener experiencias sensoriales. Conocer no era meter lo fijo en la cabeza, sino más bien transformar las capacidades intelectuales usuales para que pudieran adaptarse a las formas reales que habitaban en el otro mundo, el de lo inmutable.

Lo que nos propone Descartes es que insertemos el mundo en nuestra mente, pero no otro mundo, sino éste en el que estamos todos los días y con el que nos relacionamos por medio de los cinco sentidos. Incorporar lo de afuera al espacio interior no es fácil de entender porque la mente no está hecha de lo de afuera, y además no está en ningún lugar. Cuando conocemos un árbol, por ejemplo, no podemos ingresar la madera como tal en nuestro interior, entre otras cosas porque ni siquiera está muy claro qué queremos decir con esa palabra: ¿“interior” en relación con qué?, ¿“adentro” de dónde?, ¿de “nosotros”?, ¿en qué parte de nuestro cuerpo se encuentra ese “espacio interior”?, ¿o acaso nuestra mente no tiene relación con nuestro cuerpo?

Éstas y muchas otras dificultades han hecho que varios autores, entre ellos el que hemos venido mencionando, Richard Rorty, hayan empezado a considerar que tal vez la manera de explicar la forma de conocer a partir de Descartes no sea la más adecuada. Hablaremos de esas críticas y otras propuestas en el último tema de este capítulo. Por ahora quedémonos con el hecho de que, en vista de que nuestro yo, nuestro “adentro”, no está hecho de lo mismo que lo de afuera, no podemos introducir directa y materialmente las cosas en nuestra conciencia, sino sólo una copia o representación de ellas.

De este punto de partida básico se desprenden varias cuestiones muy importantes. Primero, que en la concepción moderna no conocemos tanto al mundo como a la representación que nos hacemos de él; y segundo, que nunca estaremos seguros del todo de que nuestras “representaciones” interiores correspondan verdaderamente con la realidad de afuera. El cosmos siempre puede darnos sorpresas apareciendo de pronto distinto de como nos lo habíamos venido representando.

Miremos ahora un objeto. Puede ser, por ejemplo, la ventana del sitio en donde nos encontramos en este momento. Percibimos sus colores, su forma, su tamaño. Podemos decir que tenemos un cierto conocimiento de ella, que la hemos metido en nuestra mente, que nos hemos hecho una representación, ya que, por cierto, no hemos incorporado literalmente la ventana en ningún lado.

Hagamos ahora el ejercicio de ver y construir una representación mental de algún otro objeto; digamos, del libro que tenemos en las manos. Veamos su forma, tamaño y textura, peso; incluso sería bueno que probáramos su sabor. Sabemos que finalizamos el ejercicio porque, en tanto humanos, no sólo conocemos, sino que conocemos que conocemos. Cuando leemos un libro no sólo decodificamos, traducimos y comprendemos los signos que constituyen sus páginas, sino que sabemos que estamos leyendo. Lo mismo que, cuando vamos por la calle, no sólo transitamos por ahí, sino que sabemos que estamos caminando; y así, mientras hacemos cualquier cosa, la realizamos y sabemos que la estamos realizando. Al parecer no sólo tenemos, cada uno, como hemos venido diciendo, un espacio interior, un adentro, un yo que nos define, sino que además sabemos eso: que tenemos un adentro. El hecho de que nos sabemos a nosotros mismos quiere decir que somos autoconciencias.

Niklas Luhmann, cuando explica la teoría del conocimiento propuesta por Descartes y los filósofos que lo siguieron en los siglos XVII y XVIII, dice que lo que caracterizó a esas doctrinas fue que dividieron al mundo en dos clases de entidades: las que eran autorreferentes, es decir, que tenían autoconciencia, y las que no. Las primeras resultamos ser únicamente nosotros, los seres humanos, a los que se llamó sujetos, y todos los demás seres, no autoconscientes, fueron denominados objetos.

Conocer, entonces, para nosotros que somos sujetos, quiere decir representar el mundo de afuera, el de los objetos, pero no sólo eso, sino saber que tenemos esas representaciones. Por eso Richard Rorty dice que una descripción completa de la forma en que Descartes pensó que somos debería incluir no sólo el espacio interior, sino además un ojo, interior también, que mira nuestro adentro: el ojo de la conciencia.

Cuando conocemos, de acuerdo con la concepción moderna, tenemos acceso a nuestras representaciones mentales, más que a las cosas en sí mismas. Al adquirir un conocimiento no captamos la entidad exterior a nosotros, ni propiamente la imagen simple que de ella nos formamos interiormente, sino la representación, doblemente reflejada, que se forma en la retina del ojo de nuestra conciencia.

Este hecho —que tenemos acceso sólo a un mundo que está doblemente reconstruido, primero en nuestro adentro, y luego en la mirada interior que lo enfoca— es el que, de acuerdo con estas teorías, nos distingue de los animales. Se supone que éstos, a diferencia de las piedras o las bancas, tienen una especie de interioridad, dan la impresión de que miran el mundo de una manera muy parecida a la nuestra. Sin embargo, aunque al parecer tengan algo así como una proto-identidad, un seudo-yo (nuestro perrito, por ejemplo, suele mover la cola cuando mencionamos su nombre, como si reconociera que hablamos de él), no saben que lo tienen. Poseen quizá un espacio interior, incluso algo parecido a una conciencia, pero ignoran esa característica suya, es decir, no son autoconciencias, como nosotros.

Esta parte de la filosofía moderna, la que tiene que ver con las diferencias entre los seres humanos y los animales, es, sin duda, uno de sus lados más débiles, pues no hay forma de probar que los animales no tienen autoconciencia. Podemos preguntar: ¿perro, sabes que eres perro? Y nuestra mascota seguramente no nos contestará, entre otras cosas porque, al parecer, no posee un lenguaje como el nuestro. Que carezca de elementos lingüísticos para autodescribirse es un buen indicador de que tal vez no posea ese ojo interior que nos caracteriza a nosotros, pero el asunto no es nada seguro.

Este punto parece una cuestión simplemente teórica, un preciosismo o un tema para gente que no tiene mucho que hacer. Pero hay por lo menos dos contextos en los que el debate acerca de si los animales son autoconscientes adquiere una relevancia y unas consecuencias enormes. El primero se refiere al lugar privilegiado que nuestra sociedad otorga a los sujetos frente a los objetos. Martin Heidegger denunció en muchos de sus escritos, pero en particular en uno que tituló El origen de la obra de arte, el hecho de que el orden social actual (por lo menos en la parte occidental del mundo) otorga todos los privilegios a los entes autoconscientes y permite cualquier tipo de manipulación o destrucción de los que suponemos que no se saben a sí mismos. ¿Por qué se acaba con los bosques, las aguas, las especies animales o vegetales? Porque se supone que estos últimos son sólo objetos, no se saben a sí mismos, por lo que con ellos está todo permitido. Igual que no hay que pedirle permiso a una piedra para romperla, tampoco habría que tomar algún cuidado especial con una oveja o un toro de lidia, por ejemplo.

 Otro contexto en el que parece muy importante el tema de la autoconciencia y la animalidad se refiere al aborto, a la interrupción voluntaria del embarazo. ¿En qué momento —suele preguntarse— comienza un embrión a saberse a sí mismo? Desde luego, el aborto es un tema que tiene muchos aspectos más a considerar, además de la cuestión epistemológica acerca de la autoconciencia. Las decisiones éticas y políticas referentes a la legalidad de su práctica deben tomar en cuenta otros muchos elementos. Traemos el tema a colación para hacer ver cómo a veces las cuestiones que estudia la filosofía, la teoría del conocimiento, superan los salones de clase y las inquietudes académicas para ponerse en el centro de las preocupaciones más importantes de nuestra vida civilizada.

El tema de la forma, el alcance, la especificidad de la mentalidad animal y sus relaciones con nuestra psique son un asunto de candente actualidad en las elaboraciones de la epistemología, la biología, la sociología, la antropología, la teoría de la evolución y muchas otras disciplinas universitarias. No es posible que resolvamos ahora los enigmas que pone en juego. Lo urgente es que valoremos en su justa dimensión las denuncias hechas por el filósofo Heidegger y meditemos en que el hecho de que algo no sea una autoconciencia no nos autoriza a hacer con él lo que se nos antoje. No tenemos por qué ser arbitrarios con los animales sólo porque se supone que no tienen el ojo de la conciencia. No tendríamos que serlo ni siquiera con los bosques, las aguas o las piedras.


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