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2.5 EL PROBLEMA DE LA VERDAD Y CRÍTICAS A LA EPISTEMOLOGÍA

Calle de París en un día lluvioso

Calle de París en un día lluvioso, de Gustave Caillebotte, 1877.

¿Conocer es sólo y preponderantemente una cuestión de la mente? Para la teoría moderna del conocimiento, lo verdadero implica resolver el problema de cómo se pasa del yo al nosotros, es decir, entender el carácter intersubjetivo de la experiencia del mundo. Los autores posteriores a Descartes describieron el proceso por medio del cual se crean las representaciones mentales. Si el punto de partida es que conocer significa introducir lo que está afuera, en el mundo, al interior del yo o del sujeto, de ello se siguen varios problemas. Primero, no queda claro que lo que se tiene dentro de la mente sea exactamente igual a lo que se supone que está afuera, máxime cuando lo que se aprehende no es simplemente lo representado “dentro” de la mente, sino lo que el ojo de la conciencia capta de la propia interioridad. En la vida cotidiana, los problemas que surgen en este punto son descritos como anomalías de la percepción y tratados, en general, por los psicólogos. Por ejemplo, si un niño en la primaria no comprende bien sus clases, tal vez se deba a que no recibe de forma adecuada los estímulos que le ofrece el mundo: quizá no vea bien y unas gafas solucionarían la situación. También podría suceder que el infante no reconozca ciertos patrones; que no distinga bien, por diferentes motivos, las figuras que le muestran sus ojos. El psicólogo, entonces, propondrá una serie de terapias y ejercicios que le permitirían mejorar la calidad de sus percepciones y, en consecuencia, de sus representaciones mentales.

Este tipo de problemas epistemológicos tiene la característica de que pone en juego al sujeto individual y las características de su aparato mental. Sin embargo, hay otros asuntos más complejos que se refieren a las relaciones de unas personas con otras, y que aparecen aun cuando cada una de las que interactúan perciben sin problema y su mente funciona adecuadamente. La cuestión podría enunciarse en los siguientes términos: si conocer es introducir el mundo en el interior, ¿cómo se puede saber que lo que está adentro es igual a lo que está en la interioridad de los demás? ¿Cómo saber que lo que está en la mente es lo que está en la de los otros? ¿Cómo pasar, pues, del yo al nosotros? ¿Cómo saber que se conoce, o incluso, que se habita el mismo mundo?

Cuando, con estrategias conceptuales se puede decir que, en efecto, lo que está en mi adentro es lo que está en el adentro de los demás, entonces se dice que se ha alcanzado la verdad. Para la teoría moderna del conocimiento lo verdadero es algo intersubjetivo, compartido, común a todos. La “verdad” es aquello en lo que todos confluyen. Se distingue claramente de la alucinación o de la ocurrencia porque mientras esta última es singular, de uno solo, la verdad es a lo que todos tienen acceso. Vale la pena subrayar este punto. Para la teoría moderna, a partir de René Descartes, la verdad es pública, accesible en principio a todos. Es más, ése es precisamente uno de sus rasgos definitorios: si se tratara de algo secreto, alcanzable sólo por unos cuantos iniciados o poderosos, entonces no se trataría de la verdad. Hay un supuesto democrático en el fondo de la epistemología: el principio de que todos, absolutamente todos los seres humanos podemos conocer.

Se logra un conocimiento verdadero, entonces, cuando se puede confiar en que la representación mental de uno es la misma que la de cualquier otro. ¿Pero cómo puede saberse eso? ¿Cómo si, por definición, no es posible ingresar a la interioridad de nadie más, y nadie, a su vez, puede penetrar en mi yo? La cuestión es más complicada porque, antes de descubrir lo que habita en el interior del otro, se debería resolver una dificultad previa: ¿cómo saber que el otro, las personas de nuestro trabajo, por ejemplo, son “adentros” como yo mismo? ¿Cómo saber que los demás tienen una mente y una mente como la mía?

Es un problema extraño porque, de entrada, los otros parecen ser como yo; a juzgar por su comportamiento y sus palabras, son similares a mí mismo. Los autores modernos solían quedarse en este nivel, dando por sentado que la mente y la forma de conocer que estudiaron valían para todas las personas. Pero el enigma de si existe alguna otra mente además de la de cada uno deriva de la forma misma en que se ha descrito a los sujetos cognoscentes, es decir, como interioridades de acceso privilegiado.

Las dudas acerca del carácter de seres mentales de los demás —y no uno de mismo, porque yo puedo ir en cualquier momento a mi interioridad y tener una experiencia indudable de ella, como enseñó Descartes— se han presentado de muchas formas en la historia del pensamiento y la cultura. La extraordinaria película Blade Runner, dirigida por Ridley Scott, planteó de manera aguda el asunto. Un grupo de androides —robots con aspecto corporal idéntico al de los seres humanos— se ha rebelado en algún lugar lejano de la galaxia y, cometiendo tropelías en el camino, ha llegado a la Tierra. Se encarga a un policía de Los Ángeles que los localice, identifique y destruya. La dificultad radica en que los androides son indistinguibles de los seres humanos: no sólo tienen piel, pelo y piernas, sino que poseen recuerdos de su infancia, de sus padres, hijos y familia; tienen también sueños e, igual que todos, son mortales. Lo que los diferencia, entonces, no es el cuerpo, el comportamiento o el lenguaje, sino el hecho de que son máquinas, es decir, que a pesar de todas las apariencias y a despecho de lo que ellos mismos digan, carecen de esa interioridad, ese adentro de acceso privilegiado que define a los humanos.

¿Cómo saber si algo tiene mente? La manera más sencilla sería preguntando. Pero el caso de los robots de Blade Runner revela una cuestión espinosa. Porque si se les pregunta a los androides dirán que sí, que la tienen, que son como los humanos… ¡Pero no lo son! En la película, el guionista tuvo que hacer una pequeña trampa. Empezó diciendo que los androides eran corporalmente idénticos a los humanos y con ello dejó abierto el problema de su identificación en términos puramente psíquicos. Pero en vista de que no habría ninguna forma conductual o lingüística que distinguiera a los androides de los humanos, hace que una pequeñísima diferencia corporal aparezca: a veces (se muestra en la película), ante ciertas preguntas, la pupila del ojo de los robots se mueve de una manera distinta y ése es el detalle que permite identificarlos. Sin ese truco, el filme no hubiera podido continuar. Lo interesante de Blade Runner es que muestra la tremenda dificultad que encierra la cuestión, aparentemente simple, de evidenciar que alguien más tiene mente, que es un “adentro”, un yo. ¿Y si sólo pareciera que lo es? ¿Y si se tratara de un simulacro muy bien hecho, un robot, un androide? Las discusiones sobre este punto continúan en la epistemología y la filosofía contemporáneas.

Suponiendo entonces que el otro posee también una interioridad, ¿cómo saber que lo que está en mi adentro es lo que está en el suyo? Las respuestas que indican la posibilidad de esa certeza son las que afirman el carácter verdadero de nuestros conocimientos. Sólo son verdades aquellas expresiones que lo son también para todos; si no, se trata sólo de ilusiones, alucinaciones, episodios esquizofrénicos en los que el individuo habita un mundo particular e incomunicable. Como el problema de la verdad es clásico, dado que ha inquietado a los seres humanos desde hace muchos siglos, existen hoy por hoy infinidad de formas de proponerlo y resolverlo. Las principales teorías pueden agruparse en tres grandes tipos: la verdad como correspondencia o adecuación, la verdad como consenso y la verdad como poder.


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