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2.4 LA MENTE Y EL CONOCIMIENTO

En el bosque

En el bosque, de Paul Gauguin, 1872.

¿Cómo conoce la mente? En su libro La filosofía y el espejo de la naturaleza, el filósofo estadunidense Richard Rorty explica que René Descartes fundó la teoría moderna del conocimiento con su postulación del “espacio interior”, del yo indubitable de cada uno de nosotros al que llegamos por la vía de dudar de todo hasta que encontramos algo de lo que ya no podemos dudar. En medio del cuestionamiento general, concluimos que somos nosotros los que sostenemos la aseveración: “pienso, luego existo”, que se convierte entonces en el fundamento a partir del cual podrá uno orientarse por entre los diversos senderos del conocer.

Descartes y los filósofos posteriores a él no se limitaron, por cierto, a afirmar ese punto de partida, e investigaron también cómo ocurre que ese yo que somos cada uno llega a conocer: por qué vías, por medio de qué operaciones, de qué instrumentos.

El asunto no es sencillo porque, cuando miramos con atención, caemos en la cuenta de que el fundamento cartesiano indubitable es, en efecto, como lo denomina Rorty, un “espacio interior”, un “adentro”. Experimentamos el yo como algo obvio y evidente. Sabemos que somos, sentimos nuestro yo, podemos cerrar los ojos y hacer un viaje hacia nuestras profundidades. Pero, ¿dónde está ese “adentro”? ¿Qué es, dónde se ubica esa identidad que sentimos cercana, que nos define, que no es exactamente la de afuera, nuestra cara y nuestra ropa, sino que es la persona que somos cada uno en el interior?

Una consecuencia peculiar de la idea cartesiana del yo es que nos hace sentir que somos una interioridad y, a la vez, nos ofrece la percepción de que somos seres dobles, únicos pero al mismo tiempo desdoblados, uno adentro y otro afuera; y de ellos, el que de veras es, el que indudable y auténticamente es, es el de adentro. A mí se me puede ver por el exterior, bajito, no muy fuerte, no muy guapo, más bien sin mucho encanto, sí, pero si se viera al otro que también soy, si se captara mi yo interior, se percibiría mi valor, mi singularidad, mis capacidades, mi fuerza. El genuino, aquel del que no se puede dudar, es el que soy por dentro, no el accidente que se ve por fuera.

Es muy difícil definir con precisión en qué consiste, qué tipo de entidad es el punto de partida indubitable llegado al cual tenemos que interrumpir la duda metódica. Hasta aquí le hemos venido llamando “yo”, pero varios filósofos le han dado diferentes nombres, entre otros, conciencia, mente, razón, espíritu, alma, entendimiento. Cada autor ha tenido buenas razones para asignarle título, pues la nominación elegida supone una serie de consecuencias teóricas altamente complejas. Sin embargo, independientemente de los nombres particulares que los pensadores escojan, lo que tienen en común las nociones del espacio interior es que a ese “lugar” (yo, mente, conciencia o lo que sea) sólo se llega mediante lo que Richard Rorty llama “acceso privilegiado”, es decir, que únicamente cada uno de nosotros ingresa a su propio adentro; nadie más puede penetrar ahí.

Una consecuencia del tipo de experiencia de sí, de vivencia de uno mismo que nos propone Descartes es, entonces, la soledad. Nadie que sea realmente otra persona habita junto a nosotros en el nido interior de nuestra subjetividad. Podemos tener recuerdos, imaginaciones, incluso imágenes de los que nos rodean, pero no es a ellos a quienes realmente poseemos, sino sólo a sus reflejos, a nuestras representaciones, a los productos de nuestra mente. Porque el acceso privilegiado sólo nos franquea el paso a nosotros, a cada uno separado de los demás.

La soledad es una de las vivencias más difíciles de sobrellevar, al grado de que uno se pregunta cómo fue posible que los hombres y mujeres modernos aceptásemos describirnos y experimentarnos en la forma en que nos dibujó el autor de El discurso del método. ¿Vale la pena pagar el precio de quedarnos completamente solos allá adentro, con tal de alcanzar la certeza del yo? A primera  vista, la desolación parece ser un costo excesivo que tributamos a la búsqueda del fundamento de la verdad.

Pero ésa no es toda la historia, porque si bien es cierto que el acceso privilegiado nos deja abandonados a nosotros mismos allí en la cueva interior del yo (de la conciencia, de la mente) y esa experiencia puede ser muy desagradable, incluso angustiante, también es verdad que el interior al que sólo puede ingresar cada uno nos reserva una satisfacción inesperada y sorprendente: la libertad. Porque aunque al de afuera que somos sea acaso posible cargarlo de cadenas, al de adentro, en tanto inaccesible desde el exterior, es imposible someterlo. Muchos escritores de nuestro tiempo han tratado el tema de la indomable libertad interior. Mencionemos ahora, entre otros textos, lo que escribe Julius Fucik en su obra Reportaje al pie de la horca. Siendo líder del Partido Comunista de Checoslovaquia durante la segunda guerra mundial, Fucik fue capturado por los nazis y enviado a un calabozo en espera de su ejecución. Su libro es la narración de los días previos a la muerte, en los que este combatiente social se esforzó continuamente por mostrar que por más grilletes con que fuera aherrojado su cuerpo, jamás sus captores lograrían mellar un ápice su libertad interior. Por eso su Reportaje al pie de la horca termina con este mensaje conmovedor e impresionante: “Por la alegría hemos luchado; que la tristeza jamás sea unida a nuestros nombres.”

Solos y a la vez absolutamente libres, sacudidos constantemente entre esos dos extremos, los seres de interioridad que somos transitamos por el mundo tratando de conocerlo, es decir, de incorporarlo a nuestro adentro.


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