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2.3.1 El yo y la experiencia sensorial

A la hora de organizar la infinidad de saberes que la generalización del libro y la imprenta trajeron consigo, los filósofos modernos propusieron que, dentro del conjunto de los conocimientos que podrían ser considerados, al menos en principio, como verdaderos, habría que incluir aquellos que provinieran de la experiencia, los conocidos como conocimientos empíricos. Por medio de la observación cuidadosa se podría llegar a descubrir la regularidad de los cambios, se mostraría el plano de la naturaleza.

Este punto de vista, que parece bastante sensato —conocer el mundo experimentándolo— se reveló, sin embargo, como muy problemático por una sospecha que se fue abriendo camino poco a poco, desde los primeros días del Renacimiento hasta el siglo XVII, cuando el filósofo René Descartes escribió El discurso del método. La duda que lo corroyó todo fue: ¿y qué tal si los sentidos nos engañan? “Todo lo que he tenido hasta hoy por más verdadero y seguro, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien: he experimentado varias veces que los sentidos son engañosos, y es prudente no fiarse nunca por completo de quienes nos han engañado una vez”.

Esta interrogante es muy complicada porque, en su simplicidad, encierra muchísimos enigmas, desencadena dudas en cascada. ¿Alguna vez se ha preguntado si sus sentidos le hacen jugarretas? Sería muy raro que no lo hubiera pensado; pero si así fuera, ya sería tiempo de empezar a cuestionarse algunas cosas. Por ejemplo, desde la primaria sabemos que el planeta Tierra gira alrededor de su propio eje, al tiempo que describe una órbita alrededor del Sol. Esos movimientos provocan los fenómenos que conocemos como las sucesiones del día y la noche y de las estaciones. Pero, ¿acaso nuestros sentidos no nos dicen que estamos fijos y que es el astro rey el que se mueve a lo largo del día? Cuando uno aprende el movimiento de rotación, ¿qué tipo de pacto hace con sus sentidos para no considerar como relevante la información que le dan a cada momento (que el Sol se mueve) e interpretar los datos que llegan por los ojos de manera exactamente inversa (que es la Tierra la que se está desplazando)?

Los temas asociados con el carácter de nuestros sentidos, sus posibilidades y debilidades, sus rasgos definitorios, sus confluencias y divergencias, el tipo de mundo que cada uno ofrece, la evolución histórica de las maneras de ver, oír, gustar, oler, tocar (si es que ha habido una transformación en el tiempo de las formas de la experiencia), el futuro de la sensibilidad en vista de las nuevas tecnologías, en fin, todo lo relacionado con esas maravillosas entradas de información que nos comunican con el mundo —ojos, oídos, lengua, nariz, piel— constituye uno de los aspectos más fascinantes de la disciplina filosófica llamada teoría del conocimiento o epistemología, así como de diversas áreas de investigación: la psicología, las ciencias cognitivas, la cibernética, la teoría evolutiva, la inteligencia artificial, entre muchas otras.

No podemos aquí, desde luego, revisar todas las cuestiones vinculadas con la duda acerca de la confiabilidad de nuestros sentidos. Solamente nos vamos a referir a dos temas; a saber, la parcialidad de la experiencia que nos ofrecen, y las formas en que los filósofos modernos trataron de superarla.

Si el conocimiento verdadero ha de ser empírico, es decir, derivado de la observación del mundo de abajo, ¿cómo se hace para ver lo que hay desde una perspectiva que no sea la limitada que ofrece a cada momento la percepción individual, singular, parcial? Porque si lo único a lo que tuviera acceso fuera el ángulo de mi propia mirada, ¿cómo podría saber que el edificio que se ve desde la ventana de mi casa tiene también una parte trasera y no sólo fachada como en los “pueblos” de las películas del oeste? ¿Cómo podríamos saber que las cosas poseen volumen si sólo las miramos de frente? Se podría contestar: “Pues habría que pararse, darles la vuelta, y confirmar que los objetos tienen parte trasera.” Bien, pero si nos ubicamos atrás, ¿no estaríamos repitiendo el problema, sólo que desde otra posición? “No —se dirá seguramente—, porque yo experimentaría la continuidad del recorrido desde la parte anterior a la posterior de las cosas.”

Este asunto de la continuidad de la experiencia es muy importante porque fue por medio de ella que los filósofos modernos trataron de resolver el problema de la parcialidad asociada con la captación sensorial del mundo. Es el carácter continuo de la vivencia, el hecho de que no aprehendemos de manera entrecortada, sino que vamos ligando un momento al otro, sin perder el primero al pasar al segundo, lo que explica que para nosotros, como lo hemos venido aprendiendo desde niños, las cosas tengan adelante y atrás (ahora sólo vemos el frente, pero podemos confiar en que los objetos tienen reverso).

Percibo por medio de los sentidos luces, olores, sabores, sonidos, texturas, pero no las capto separadas y cada una por su lado, sino que mi experiencia de vivir consiste en el encadenamiento continuo de esas sensaciones. Esto quiere decir que, además de las percepciones que me proporcionan los cinco sentidos, existe algo más cuando experimento la realidad. ¿Qué es eso más allá de luces, ruidos, gustos, tactos, olores? Pues además de esas sensaciones está lo que las conecta continuamente unas con otras: yo mismo.

Ésta fue la conclusión a la que llegó René Descartes tanto en El discurso del método como en sus Meditaciones metafísicas. Partiendo de la vivencia usual de que algunas cosas que consideramos verdaderas luego resultan erróneas —en especial cuando se trata de certezas obtenidas por medio de los sentidos—, el filósofo se propuso encontrar algo a lo que nunca pudiera ocurrirle que, siendo verdadero, se convirtiera después en falso. La motivación de esta búsqueda era simple y plausible: si lo que parecía de manera confiable verdadero se revelara como no siéndolo, entonces todo podría ser falso; ya no podríamos confiar en nada, comenzando por nuestras percepciones sensoriales.

Hay que observar que lo que Descartes estaba tratando de encontrar no era la verdad simplemente, sino su fundamento, la verdad de la verdad. El hecho de que algunas cosas en las que creíamos luego resulte que eran falsas puede no ser un obstáculo, sino un avance del conocimiento: si no fuera así seguiríamos en la astrología y no en la astronomía. Las teorías pueden mejorar y los saberes concretos pueden dejarse atrás y superarse, pero lo que no debe ocurrir jamás es que lo verdadero como tal, lo que hace verdadera a la verdad en general, devenga en falsedad. ¿Cómo encontrar el fundamento de la verdad?

A Descartes se le ocurrió un método sobre el que se asentó, con sobrada razón, su fama de gran filósofo. A su procedimiento se le conoce precisamente como “duda metódica”, y consiste en dudar de todo hasta encontrar algo de lo que no se pueda dudar. ¿Podría dudar de que existan los objetos ahí afuera, los árboles, por ejemplo? Pues viendo el nivel de desertización a que han llevado los gobiernos y empresarios al país, no sería extraño que los árboles de la ciudad fueran de plástico… ¿Podría dudar de que existan los demás? Bueno, quizá yo esté ahora mismo en un hospital psiquiátrico, con una camisa de fuerza y las personas que observo sólo sean personajes de mi delirio… ¿Podría dudar de que yo sea mi cuerpo? Tengo muchísimos indicios de que así es: ahora mismo mis ojos parecen leer este libro, pero el que verdaderamente soy yo lleva largo rato pensando en Acapulco… Y así, de duda en duda, Descartes llega a una sorprendente conclusión: puedo dudar de todo, pero no puedo dudar de que estoy dudando: pienso, luego existo. Ésta es la certeza absoluta, aquello inamovible a lo que nunca le ocurrirá que, siendo verdadero, se convierta en lo contrario. “Pienso, luego existo” es el fundamento de la verdad para el filósofo René Descartes que vivió en el siglo XVII.

Para orientarse, pues, en la abundancia de saberes que se abrió a los ojos del ser humano al inicio de la época moderna, Descartes propuso una solución muy diferente a la de los pensadores antiguos. Platón había hablado de identificar la verdad y organizar los saberes mediante la búsqueda (la “intelección”, decía él) de lo que no se mueve, de la captación de los moldes de las cosas que se encontraban en otro mundo. Esos moldes o “ideas”, como les llamaba, existían y organizaban el cosmos independientemente de nosotros, de nuestro conocimiento o voluntad: a los moldes de las cosas no les hacíamos falta para hacer lo que tenían que hacer. En cambio, Descartes dice que si queremos identificar la verdad tenemos que apoyarnos en algo que no está en otro mundo, ni siquiera ahí afuera, sino que, de manera sorprendente, se halla en cada uno de nosotros, adentro; pues es el yo indudable, la certeza absoluta que cada uno de nosotros tiene —al parecer— de poseer o incluso de ser una mente, una entidad pensante, una conciencia, podría decirse también.

Localizar el fundamento de la verdad en el yo, en el hecho de que seamos, cada uno, seres de reflexión, entidades capaces de razonar, es algo que suscita muchos problemas teóricos, paradojas de diversos tipos, y habrá quien diga que esa manera de comprender el conocimiento ya no puede sostenerse (nos referiremos más adelante a algunas dificultades del asunto), pero independientemente de lo que la historia le iba a deparar a la concepción enunciada por Descartes, desarrollada y mejorada después por muchos otros, lo cierto es que se trató de una forma sorprendente y grandiosa de conceptuar al saber y a la vida misma.

Porque si se piensa bien, una de las cosas que Descartes está diciendo es que uno posee, en principio, la capacidad para alcanzar la verdad, para llegar al conocimiento verdadero, simplemente porque se es un yo que piensa. Immanuel Kant, un filósofo posterior a Descartes, le llamó “Ilustración” a este convencimiento compartido por muchos autores de los siglos XVII y XVIII de que todos podemos conocer porque somos seres racionales. Lo expresó así: “¿Qué es la Ilustración? Ten el valor de hacer uso de tu razón”.


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