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2.3 LA CONCEPCIÓN MODERNA DEL CONOCIMIENTO

Jardín de rosas

Jardín de rosas, de Paul Klee, 1920.

¿Cómo conocer lo que está cambiando? ¿Cuál es el fundamento de la certeza? Se trata de un saber esencialmente polémico. Cada filósofo que existe y que ha existido ha elaborado sus teorías y elucubraciones en debate con otros autores y posiciones. Nunca ha habido sólo una filosofía, una posición única e irrebatible sobre cualquier tema. Las personas que se acercan a estudiar la filosofía deben escoger la que consideran la postura correcta de entre las muchas disponibles, con base en argumentos sólidos y defendibles.

Platón y otros filósofos de la antigüedad articularon sus teorías discutiendo con las formas del saber heredado: básicamente, con los poemas y narraciones tradicionales que contaban la historia de los orígenes del ser humano en general, y del pueblo griego en particular, mitos y leyendas donde los dioses convivían con los humanos. Tras estudiar críticamente esos saberes —originalmente transmitidos de manera oral de una generación a otra—, Platón y los demás filósofos propusieron nuevas formas de organizar el conocimiento humano, lo que dio lugar a algunas de las obras más importantes de la historia de la humanidad. Ello no quiere decir que eliminó los saberes tradicionales de su época, ni tampoco que la posibilidad de articular lo que se sabe por medio de historias y narraciones, de mitos, sea algo rotundamente equivocado.

El propio Platón, cuando al elaborar su filosofía se topaba con dificultades, con problemas de pensamiento que no hallaba cómo resolver, o incluso, cuando quería explicar asuntos muy complicados, recurría al tipo de saber narrativo contra el que, polémicamente, fue estructurada su filosofía. Hay que decir que gracias a que Platón los incorporó a su obra, llegaron hasta nosotros algunos de los textos más bellos e interesantes de los que la humanidad tenga memoria. No obstante, frente a las estructuras mítico-narrativas tradicionales, Platón polemizó y propuso otra manera de entender y organizar el conocimiento.

Hacia el fin de la Edad Media europea, o bien, hacia comienzos del Renacimiento, en los siglos XV y XVI —que es otra manera de decirlo—, la manera griega de explicar lo que era conocer, y su forma de organizar los saberes en verdaderos y falsos, se fue volviendo cada vez menos satisfactoria. En especial ese aspecto de la filosofía helénica que enseñaba que no se podía conocer con precisión el mundo de abajo, el nuestro, el sensible, aquel con el que nos vinculamos por medio de los ojos, oídos y manos. La generalización del libro y la imprenta hicieron que los seres humanos se dieran cuenta, de pronto, de que poseían muchos más conocimientos de los que pensaban. ¿Cómo orientarse en ese universo nuevo de saberes, cómo determinar los que valían y los que no?

Lucien Febvre hizo notar que el tiempo renacentista fue un periodo muy especial porque fue como mágico, ya que en el maremágnum creciente de saberes de muy diverso tipo que se presentaban en simultaneidad, ya no se sabía dónde trazar la división entre lo posible y lo imposible, por no hablar de lo verdadero y lo falso. Por eso, algunos seres humanos de entonces (comenta Febvre) podían dedicar sus noches a describir y calcular, por medio del recién inventado telescopio, la órbita exacta de los planetas, al tiempo que estaban convencidos de que, por algún conjuro mágico, los humanos podían convertirse en ranas, o el fierro ser transformado en oro.

Para vivir en el mundo y orientarse en el conocimiento ya no bastaba con saber que ahí había un río que siempre estaba cambiando. Hacía falta determinar con precisión qué eran, cómo se movían, qué podían o no hacer esas aguas. Era necesario saber con exactitud qué esperar de este mundo inquieto en el que estamos, porque, además, no sólo los conocimientos, sino la población y las ciudades habían crecido mucho y se requería que las personas, si deseaban vivir y satisfacer sus necesidades, coordinaran cada vez mejor, con mayor finura, sus acciones y el intercambio de sus productos. No obstante, el reto planteado por el pensamiento griego era tremendo: ¿cómo se puede conocer con precisión algo que siempre está cambiando?

Hay que decir, de entrada, que conocer con justeza el mundo de abajo, este que vemos con nuestros ojos, es algo que, al parecer, se ha logrado. La teoría de la mecánica universal que creó el físico inglés Isaac Newton en el siglo XVIII consiste en un grupo de ecuaciones que permite determinar con exactitud, si se introducen los datos de observación necesarios, las posiciones de todos los cuerpos celestes, tanto en el pasado como en el futuro. Esas mismas ecuaciones sirven también para describir de manera precisa, por ejemplo, los movimientos recíprocos de todos los objetos que están en el lugar en donde usted se encuentra ahora leyendo este libro. Por ello, Lucien Febvre decía que la física moderna consiguió “matematizar la vida cotidiana”. Los griegos no lo lograron porque no se les ocurrió que fuera posible. ¿Qué cambió en la noción que tenían los seres humanos acerca de lo que era el mundo y su conocimiento para proponerse al fin hacer ciencia de las cosas y fenómenos usuales que los rodeaban (y ya no sólo acerca de entidades fijas que parecían estar en otro mundo)?

Uno de los filósofos más importantes del siglo XX, el alemán Martin Heidegger, escribió —entre muchísimos otros textos— un artículo que tituló “La época de la imagen del mundo”, en el que sugirió algunas explicaciones acerca de cómo fue posible que los seres humanos, en un momento dado, creyeran realizable el hecho de conocer completa y verdaderamente el mundo sensible y cambiante. Dice Heidegger que los modernos —es decir, los habitantes de nuestra época— empezaron a considerar que la naturaleza era, en el fondo, un plano; una especie de superficie lisa en la que, como en los mapas, podrían localizarse sin falla las cosas, siempre y cuando se indicaran sus coordenadas.

Nosotros desarrollamos todos los días una idea parecida. La realidad de miles o millones de personas viviendo juntas en el mismo espacio, rodeadas además por miríadas de objetos, realizando entre todas cientos de miles de acciones diarias, es algo que difícilmente se podría plantear llegar a conocer con exactitud. Sin embargo, cuando se trata de llegar a la calle de Londres esquina con Insurgentes en la ciudad de México, todos estamos seguros de ser capaces de hacerlo, sin falla alguna. Eso ocurre porque confiamos en que, a fin de cuentas, la urbe es un plano, una serie de trazos en una superficie, una red, una retícula que permanece. Y si por alguna razón la ciudad se doblara y arrugara, como si algún gigante se la metiera en el bolsillo de la camisa, de todos modos las coordenadas (aunque ellas mismas se curvaran de diferentes maneras) nos permitirían localizar con absoluta precisión la esquina que forma cualquier par de calles. Si se estruja una Guía Roji, ese objeto seguirá siendo el mapa de la ciudad.

Cuando Heidegger afirma que los seres humanos empezaron a considerar a la naturaleza como un plano, por lo que pudieron proponerse el conocimiento exacto de este mundo sensible, quiere decir, en sentido estricto, que ese plano no era sólo una superficie lisa, sino un plano matemático, una geometría, una especie de operación que vincula espacios y números (como en las teorías geométricas que se enseñan desde la primaria y que sirven para calcular la superficie de un cuadrado, por ejemplo). Se puede conocer con precisión el mundo sensible, aunque siempre esté cambiando, porque ese fluir perpetuo, ese pasar y pasar de las aguas del río de Heráclito, tiene una manera de acontecer que es matemática. Se le puede conocer porque, a pesar de que nunca es el mismo, el río no se va a convertir en teléfono. Incluso, si lo hiciera, podemos estar seguros de que pasaría de su estado líquido al de objeto de comunicación mediante una serie de estados reglamentados que seguirían una pauta matemática. La naturaleza, reiteremos, comenzó a ser concebida por los hombres modernos como un plano.

Esto suena muy complicado; sin embargo, considerar que las cosas son un plano es una experiencia muy común. Ya pusimos como ejemplo la localización de esquinas en una ciudad. También podríamos haber ilustrado la cuestión recordando cómo, cuando un profesor evalúa a su grupo en alguna materia del bachillerato y pone calificaciones a cada alumno (8, 7.5, 4, 9, o la que sea) está considerando que el saber es un plano en el que se puede indicar con exactitud cuál es el lugar que cada uno ocupa.

Con el proceso que se conoce como “globalización”, en el que cada vez más se comparan los rendimientos de las universidades de todo el mundo y, como en el salón de clases, a cada institución se le adjudicaba una calificación precisa, se concibe el saber universitario como un plano en el que todas las escuelas tienen su lugar exacto; en fin, cuando los sistemas de cuentas nacionales hablan del Producto Interno Bruto (que se define como el conjunto de todos los bienes y servicios producidos e intercambiados por una sociedad en un año), se está entendiendo que la diversidad casi infinita de las cosas que producen los seres humanos es reducible al mismo plano de comparación.

Platón pensaba que sólo podíamos conocer aquello que no cambia, y como su experiencia le indicaba que en este mundo todo era cambio y transformación, llegó a la conclusión de que lo fijo, lo inmóvil, tenía que estar en otro lugar. La posición de los filósofos modernos, al menos de acuerdo con la explicación de Heidegger, aunque parece diferente de la de los griegos, no está tan alejada de lo que pensaron los antiguos. En cierto sentido, los modernos también consideran que sólo se puede conocer verdaderamente lo que permanece, pero creen que lo que está fijo no son los moldes de las cosas ubicados en otro mundo, sino que es la forma misma de los cambios la que se mantiene, porque es matemática, y que, además, está en este mundo sensible que, por otra parte, es el único que hay. Lo que permanece (y por eso podemos conocerlo) es la manera matemática en la que cambian las cosas. Para alcanzar ese conocimiento verdadero ya no se trata de elevar los ojos a otro mundo, sino de estudiar con detenimiento éste hasta descubrir cuáles son las reglas que yacen bajo sus transformaciones.

¿Cómo vamos a encontrar esas reglas, esas formas matemáticas de los cambios? Pues observando los fenómenos mismos, estudiándolos con paciencia, hasta encontrar las leyes a las que obedecen. Esta legalidad no está en otro lado, sino ahí, en las cosas mismas. Para los modernos, la posibilidad de conocer el mundo, éste, el sensible, radica en ponerse con mucha seriedad a captarlo, verlo, experimentarlo.


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