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2.2.4 Una primera respuesta: conocer lo que no cambia

Algunas de las personas que con mayor intensidad y lucidez experimentaron el periodo de la generalización de la escritura fueron los primeros filósofos griegos, que vivieron entre los siglos VII y III a.C. Sus nombres y algunos extractos de sus obras han llegado hasta nosotros: Tales de Mileto, Parménides, Heráclito, Anaxímenes, Anaximandro, Protágoras, Gorgias, Sócrates, Platón y Aristóteles, entre muchos otros. Cada uno de ellos se enfrentó de manera crítica a los saberes recibidos —básicamente las obras de los poetas Homero y Hesíodo— e intentaron elaborar sus propias explicaciones acerca de lo que es la realidad y, lo que interesa especialmente en este texto, sobre lo que podría ser considerado conocimiento y lo que no. No podemos examinar con detenimiento la obra de todos ellos. Nos detendremos, a manera de ejemplo, en lo que dijo Platón, para compararlo más adelante con algunos autores más cercanos en el tiempo.

Ante el problema de determinar, de entre todas las cosas dichas y pensadas, qué podría considerarse conocimiento verdadero y cómo organizar un sistema de saberes, la respuesta de Platón resulta hoy muy sorprendente. En efecto, este autor dijo que sólo podemos conocer con precisión lo que no se mueve, lo que no cambia, por eso conocemos verdaderamente sólo mediante la razón y no los sentidos, ya que por medio de éstos percibimos un mundo siempre cambiante.

Antes que Platón, el filósofo Heráclito había dicho: “Nunca entramos dos veces en un mismo río”, es decir, que la realidad no sólo estaba en constante cambio, sino que era múltiple y diversa, por lo que no era posible afirmar algo definitivo y cierto sobre ella. Platón se preocupó, entonces, por buscar cuáles eran las características que permanecían en las cosas, cuál era el orden que le daba coherencia a su constante fluir, cuál era su modelo, su concepto.

Sócrates, que aparece como el personaje principal en todos los diálogos de Platón y que fue maestro de éste, ya había manifestado esta preocupación por el concepto desde el momento mismo en que trataba de dar respuesta a la pregunta “¿qué es?”, su indagación no se limitaba a la descripción de la apariencia de cada cosa particular. En el diálogo de Platón Parménides se nota que la preocupación es la de definir qué es lo bello y lo bueno, y no la de representar la multiplicidad de cosas particulares buenas o bellas.

La población mundial actual está compuesta por más de seis mil millones de humanos, la mitad de todos los que han existido desde que apareció el homo sapiens sapiens. Ninguna de las personas que ha vivido o vive ahora ha sido igual a ninguna otra, y cada una ha cambiado a lo largo de su vida. Sin embargo, aunque no podamos conocer con precisión a ninguno de esos individuos, cuando vemos a cualquiera sabemos de inmediato que se trata de un hombre o de una mujer, de un miembro de la especie humana. ¿Cómo sabemos esto? ¿Cómo podemos decir que todos son seres humanos si todo está cambiando y fluyendo? Lo sabemos porque hay algo que permanece, algo que se mantiene a pesar de todas las modificaciones, algo eterno e inmóvil: el molde, la idea, el diseño común, el tipo con que están hechas todas las personas.

Cada ser humano es diferente del otro, pero hay un molde con el que han sido fabricados todos, eso es lo que pensó Platón. De igual forma, las flores son diferentes y las aguas de los ríos nunca son las mismas, pero el molde de flor que nos permite reconocer esa cosa con pétalos, y el molde de río que nos permite distinguir un cauce de agua de un cocodrilo, no cambian. Y he aquí la conclusión de Platón: cuando decimos que conocemos verdaderamente algo, estamos afirmando que tenemos acceso al molde de la cosa, a su idea permanente, a lo que no cambia. Lo que percibimos con los cinco sentidos está fluyendo y, por lo tanto, no podemos aprehenderlo con precisión. La vista, el olfato, el tacto, el oído y el gusto nos ofrecen aspectos pasajeros de las cosas: apariencias efímeras, olores evanescentes, texturas, sonidos y sabores que duran apenas nada. Si queremos conocer verdaderamente, entonces necesitamos elevarnos por sobre las cosas que vemos para poder comprender, más allá de los sentidos —por el intelecto—, el molde de los entes.

Subrayemos que Platón no dice que no conozcamos el mundo sensible, aquel con el que nos relacionamos por medio de los sentidos. El río está cambiando, no lo podemos aprehender con precisión absoluta, pero ello no quiere decir que no haya río o que se pueda pensar que el agua no es real. Este mundo que siempre está cambiando existe efectivamente, y de él tenemos un conocimiento imperfecto (doxa le llamaban los griegos a esa forma de saber no perfecta) que es suficiente para la vida diaria. Platón aclararía que no podemos conocer el mundo en el que vivimos con absoluta precisión.

El conocimiento verdadero, el que es absolutamente confiable porque se refiere a cosas que no cambian, es el de las ideas de las cosas, el de los moldes. Así, conocer verdaderamente la flor del jardín —afirma Platón— no se refiere a la flor que tengo frente a los ojos, sino a su idea. La idea, por cierto, que es la misma de todas las flores, de cualquier flor. Cuando se trata de la verdad, no se conoce con precisión este o aquel objeto, este cuaderno, esta pluma, esta computadora precisa, sino la idea de cuaderno, de pluma, de computadora. De esta manera, no puedo tener un conocimiento pleno de la realidad sensible; no puedo —diríamos nosotros en un lenguaje más actual— hacer ciencia de las cosas simples y comunes de este mundo. Por eso el historiador francés Lucien Febvre comentó que los griegos, que crearon una gran ciencia matemática, una gran lógica y una gran literatura, no inventaron una gran física como la que conocemos ahora (la de Isaac Newton y la de Albert Einstein), ni desplegaron una gran sociología: simplemente no les pareció posible. Nunca pensaron, siguiendo a Platón, que se pudiera conocer con precisión el mundo de abajo, éste, el nuestro. Porque cambiaba, mutaba, fluía sin cesar y, como ya vimos, nunca entramos dos veces en un mismo río…

Aristóteles, discípulo de Platón, trató de resolver los problemas planteados por su maestro postulando que cada cosa tenía su idea, su molde, su forma, decía él, en sí misma. Los entes del mundo eran sustancias, conjuntos de materia y forma, es decir, conjunciones a la vez de lo que cambia —lo material— y lo que permanece —el molde, lo formal—. Sin embargo, tampoco Aristóteles podía conocer con precisión las cosas del mundo, porque además de materia y forma, los entes también poseen accidentes. Puedo explicar, por ejemplo, el sillón en que estoy sentado como la unión de la forma sillón con la materia madera, pero no puedo explicar con absoluta precisión por qué la mancha que está en el brazo apareció precisamente ahí, en ese momento, con ese tamaño, de esa forma. Puedo tener ciencia de la sustancia (del conjunto materia-forma), pero no ciencia del accidente. ¡Las cosas reales en este mundo están llenas de accidentes!

 Para nuestra mirada actual, lo más extraño de la propuesta de Platón radica en que, después de observar, por un lado, que las cosas cambiaban y, por el otro, que algo (el molde, la idea) permanecía fijo, se le ocurrió que a cada uno de esos aspectos —lo cambiante y lo fijo— correspondía un mundo real. Es decir —según nos cuenta en el mito de la caverna que aparece en el diálogo llamado La República—, que existían dos mundos: uno, el nuestro, en el que todo cambia, y otro, al que llamó Mundo de las Ideas, en el que habitan los moldes de las cosas y en el que todo está quieto.

Lo que permanece —la idea del río o de la flor— no es algo que, según Platón, exista en la mente de nadie, que sea una ocurrencia, una abstracción, un instrumento didáctico que nos ayude a comprender mejor las cosas. Según él, la idea de la flor, la del río, la de la cama, el molde de cualquier otra cosa, existen realmente en otro lugar que no es terrestre, independientemente de que alguien los piense o no: no son imágenes mentales o imaginaciones, son existencias reales.

En resumen, Platón dijo que había dos grandes tipos de conocimiento: uno, verdadero, el de las ideas, y otro, imperfecto, el de las cosas sensibles. También planteó que los saberes podían jerarquizarse, es decir, que era posible compararlos y determinar cuáles eran mejores o peores, dependiendo de lo cercano o alejado que estuvieran de las ideas inmóviles. Así, por ejemplo, el conocimiento de un carpintero que hace una cama poniendo atención directamente en el molde inmóvil, en la idea eterna de la cama, es mejor que el conocimiento del artista que, al pintar el cuadro de una cama, no mira la idea, sino que copia el objeto que hizo el artesano. Mientras más se acercara el saber de algo a la idea, mejor sería el conocimiento.

La propuesta de Platón —y la de los griegos en general— acerca de los criterios para orientarse en medio de los saberes fue muy buena y, a pesar de sus deficiencias, sirvió a los seres humanos durante cientos de años. Pero cuando la imprenta se generalizó y los objetos en general pudieron producirse con mayor rapidez y abundancia, la manera griega de entender el conocimiento, la epistemología antigua, dejó de funcionar. Ahora era necesario conocer con precisión este mundo de abajo y no sólo los moldes inmóviles, porque el mundo nuestro, el de los sentidos, el de las cosas, se llenaba cada vez de más objetos y sensaciones, y había que saber qué de todo lo nuevo era verdadero y qué falso. Un nuevo paso hacia nuestra sociedad del conocimiento de hoy había sido dado. 


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