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2.2.2 Conocer y saber qué se conoce

Es urgente, pues, conocer, pero también saber qué se conoce. No es la primera ocasión, por cierto, que la humanidad enfrenta esta situación, esta demanda. Cuando hay algún cambio tecnológico o avance de la cultura que permite al ser humano guardar y registrar mejor –por más tiempo y con mayor seguridad– lo que hace y piensa, se presentan de pronto incrementos increíbles de conocimientos: ha habido sociedades que, de un día para otro, descubrieron que sabían muchísimo más de lo que creían.

Un pensador contemporáneo, Niklas Luhmann, comentaba que vivimos en nuestros días una situación parecida a la que enfrentaron los seres humanos cuando se inventó y generalizó la imprenta, hace aproximadamente 600 años. Cuando los libros pudieron imprimirse, reproducirse y distribuirse con facilidad, la humanidad tuvo ante sus ojos, reunidos en bibliotecas, saberes que ella misma ignoraba que poseía. Las formas en que se hacían y pensaban cosas en diferentes partes del mundo fueron de repente accesibles a todos. Los conocimientos se plasmaron en papel; muchas cosas que estaban a punto de olvidarse pudieron ser preservadas, y hubo quienes, unas generaciones después de la revolución inicial de la imprenta, tuvieron el sueño de reunir en un único libro —al que llamaron La Enciclopedia— todo el saber de la humanidad.

Los que tuvieron ese sueño grandioso fueron dos filósofos franceses del siglo XVIII, Denis Diderot y D’Alembert. ¡Hubiera sido hermoso que en un solo libro, en una sola biblioteca, se reuniera todo lo aprendido por la humanidad! Sin embargo, para lograr algo así, entre muchas otras dificultades, el ser humano hubiera tenido que acabar con todos los bosques del mundo para producir suficientes hojas de papel. Y no nos hubieran alcanzado.

Jorge Luis Borges, uno de los más grandes escritores que haya existido, dedicó varios cuentos maravillosos a explorar cómo sería una acumulación de libros — La biblioteca de Babel, la llamó— en la que se juntaran todos los saberes humanos. Tendría que ser una biblioteca infinita, tan grande que nunca se podría acabar de recorrer y la humanidad llegaría a su fin antes de terminar de revisar una primera hilera de sus anaqueles.

¿Cómo orientarse entre tanto libro? ¿Cómo distinguir cuáles cosas aprender y cuáles no, en vista de que cada ser humano sólo tiene pocos años para hacerlo? La biblioteca puede ser infinita, pero nosotros requerimos organizar los conocimientos —distinguir de alguna forma que unos son verdaderos y otros falsos, por ejemplo— para poder vivir en medio de ellos sin extraviarnos por completo.

Ésa fue la situación que enfrentaron los hombres en el comienzo de la época de la modernidad. Ahora ocurre algo parecido, con la creación de internet y las nuevas tecnologías. Al igual que los que vivieron hace tres o cuatro siglos, nosotros descubrimos que sabemos, como humanidad, muchísimas más cosas de las que pensábamos. Tenemos reunidos —ya no en una biblioteca de papel, sino en una electrónica— una infinidad de conocimientos que ni siquiera soñábamos que existían. Los mismos que hubiesen podido escribirse en libros tradicional, pero también otros, hechos de imágenes y sonidos, que no podrían haberse registrado y conservado en medios físicos, y que sólo electrónicamente pueden ser salvados y difundidos: música, ruidos y, dentro de poco, olores y sabores, se suman al tesoro de saberes humanos a los que podemos tener acceso.

Pero si ya la Biblioteca de Babel, hecha de papel y cartón, era infinita, ¿cuál podría ser el tamaño de la red? Y, ¿cómo orientarnos ahí? ¿Cómo distinguir lo verdadero de lo falso? ¿Oes que acaso todo lo que aparece en internet es verdadero sólo por estar ahí?


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