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3.4 CIUDADANÍA Y SOCIEDAD CIVIL

El cuarto estado


El cuarto estado
, de Giuseppe Pellizza da Volpedo, 1901.

El triunfo de la sociedad nacional como modelo de organización social, supone el establecimiento de un acuerdo o equilibrio que limita los conflictos entre las categorías sociales a partir de la imposición política de las mismas reglas y formas de vida para todos. Este equilibrio impuesto es resultado del proceso histórico que en los estados nacionales ha llevado de la configuración autocrática del poder político al modelo pluralista de las llamadas democracias liberales occidentales; y en el ámbito de la población constituida nacionalmente marca el paso de la condición de súbditos a la de ciudadanos, es decir, de los privilegios a los derechos de los individuos. En el plano formal-jurídico, al cancelarse las diferencias entre las personas se establece el principio de ciudadanía como prerrogativa para tener los mismos derechos, pero también las mismas obligaciones.

El proceso de construcción de los derechos ciudadanos inicia propiamente en Europa en el siglo XVIII, con la obtención de los derechos civiles: de libertad, igualdad, propiedad, libre desplazamiento, derecho a la vida, a la seguridad, etcétera. Para la plena realización de estos derechos, la Ilustración liberal exigía la existencia de un Estado mínimo, así como la posibilidad de control y de responsabilidad (accountability) de la autoridad política.

En el siglo XIX se obtienen los derechos políticos: libertad de asociación y de reunión; de organización política y sindical; participación política y electoral, y sufragio universal. Estos derechos constituyen la agenda republicana que configura la participación ciudadana en el poder, la gestión dentro de la vigencia plena de la legalidad, y la responsabilidad política en la formación cívica (escuela pública y servicio militar obligatorio).

El siglo XX será el escenario de los derechos sociales: al trabajo, a la salud, a la educación, a la jubilación, al seguro de paro o desempleo, a la garantía de acceso a los medios de vida y al bienestar social. El reconocimiento de los derechos sociales implicó que fueran las instituciones públicas las encargadas de satisfacerlos, es decir, estos derechos demandarían la presencia de un Estado fuerte para poder realizarse (Vieira, 1998; Rabotnikof, 1997).

La obtención de los derechos civiles, políticos y sociales establece dos dimensiones de la ciudadanía: los derechos individuales del hombre privado (lo civil) y la participación política del hombre público (lo cívico). La primera se refiere al campo de las relaciones de los individuos entre sí, en donde se establecen acuerdos bilaterales bajo el principio de reciprocidad, y cuyas instituciones fundamentales son la propiedad y el contrato. La segunda dimensión hace referencia a las reglas y orientaciones a las que habrán de sujetarse tanto las reglamentaciones privadas específicas como los fines inmediatos de la acción política. Éstas aparecen como normas generales y obligatorias (leyes) que son impuestas por la autoridad política, y reforzadas constantemente por la coacción que la autoridad ejerce de manera exclusiva.

De aquí se derivan dos órdenes normativos: el derecho privado y el público. Ambas dimensiones de la ciudadanía y los órdenes normativos que a ellas corresponden establecen las fronteras entre los dos componentes generales de la unidad nacional. Por una parte, la sociedad, esto es, el conjunto de las instituciones económicas y sociales que organizan a la población dentro de las relaciones de mercado; y por la otra, el Estado, entendido como el conjunto de instituciones políticas que asegura la realización de las funciones de gobierno (véase cuadro 6).

Tabla espacios institucionales

Sin embargo, las fronteras ideales entre la sociedad y el Estado rápidamente son desdibujadas por la emergencia de dos procesos históricos que actúan simultáneamente en el ámbito nacional. Por una parte, el crecimiento de la estructura burocrática o aparato de Estado que, al monopolizar la violencia institucional, progresivamente invade espacios cada vez más amplios de la vida social, sometiéndolos a una lógica de la acción política marcada por principios como la "responsabilidad", la "calculabilidad", la "anticipación", la "razón de Estado", que permitieron un aumento en la especialización de la dinámica y la gestión políticas, pero que también excluían al resto de la población del conocimiento de los asuntos que necesariamente los afectaban.

Por otra parte, la formación de las nuevas élites ilustradas, que acompañan el desarrollo del mercado, la industrialización y la urbanización, dio lugar a un nuevo espacio de crítica global al poder estatal por parte de las vanguardias ilustradas excluidas de todo ejercicio político. La crítica al racionalismo ilustrado y la aparición de una opinión "pública" en la segunda mitad del siglo XVII, expresada en la difusión de las ideas por medio de publicaciones (libros, folletos y formas incipientes de prensa escrita) y la discusión en foros inicialmente privados (los "salones"), y después paulatinamente "públicos" (calles y plazas), marca el surgimiento de un nuevo espacio intermedio entre la sociedad y el Estado que los teóricos de la Ilustración denominarán la "sociedad civil". Ésta es considerada una realidad "anterior" al Estado, en la que hay diversas formas de asociación de los individuos para satisfacer sus más diversos intereses, y sobre las cuales el Estado se sobrepone para regularlas, pero sin obstaculizar su desarrollo ni impedir su renovación constante (Rabotnikof, 1997).

Durante los siglos XIX y XX, y conforme los conflictos de clase cobran importancia en los ámbitos nacionales, la noción de sociedad civil refiere cada vez más al lugar donde surgen y se desarrollan los conflictos económicos, sociales, ideológicos y religiosos, que las instituciones estatales tienen la misión de resolver mediándolos, previniéndolos o reprimiéndolos. Los sujetos de estos conflictos —y por ende de la sociedad civil, en tanto contrapuesta al Estado— son las clases sociales, o más específicamente, los grupos, movimientos, asociaciones y organizaciones que las representan o que se declaran sus representantes (Bobbio, 1989).

La diferenciación entre la sociedad civil (organizaciones, asociaciones y corporaciones sociales) y el Estado (partidos, parlamento y gobierno) implica que el conjunto de los individuos y las instituciones privadas adquiera una existencia formal al ser reconocido legalmente por el poder constituido. De la misma manera, los individuos y las colectividades en sus acciones prácticas, de acuerdo con las reglas establecidas, construyen el reconocimiento necesario de la autoridad gubernamental. De esta forma, el sistema político en su conjunto adquiere legitimidad.

Esto permite entender el problema de la gobernabilidad. Una sociedad se vuelve más ingobernable cuando aumentan las demandas (input) de la sociedad civil, y no aumenta paralelamente la capacidad de las instituciones para responder (output) a ellas. La ingobernabilidad produce crisis de legitimidad. Cuando esto sucede en la sociedad civil, se forman —especialmente en los periodos de crisis institucional— los contra poderes que tienden a obtener una nueva legitimidad, incluso en detrimento de los poderes legítimos, en otras palabras, se desarrollan los procesos de deslegitimación y relegitimación (Bobbio, 1989).

Con la diferenciación entre la sociedad civil y el Estado, lo público adquirirá una de sus connotaciones modernas: lo público como poder del Estado que reclama la libertad de sustraerse a la publicidad (visibilidad) en la decisión política y el secreto de Estado. El poder político encarna lo que es común, pero no abierto y manifiesto. El surgimiento de la opinión pública, como resultado de la crítica al racionalismo ilustrado, comenzó a trastocar los límites entre lo privado y lo público. En consecuencia, la esfera pública aparece como monopolio de un poder personalizado, autocrático, que mantiene un control excluyente del aparato gubernamental, y, por lo tanto, sus decisiones escapan al escrutinio de los demás. Frente a esta política excluyente, el "interés público" aparecerá como la voz "desde abajo" que desafía las pretensiones del gobierno autocrático, dándose un paulatino acercamiento de lo público a lo social (Sartori, 1989).

Lo público, como asunto de "un público" (particulares reunidos en calidad de público), seguirá diferentes caminos en la Europa del siglo XVIII. En el caso inglés, la temprana adopción del parlamento en sentido moderno, el desarrollo de la prensa y la conquista de varios elementos del estado de derecho, hacen que la voz de ese público se traduzca, primero, en una opinión pública que controla, cuestiona y se enfrenta a las medidas de gobierno, y que más tarde lo hace en las asambleas públicas y por medio de asociaciones políticas locales que otorgan una base más amplia y fuerte a los partidos como representantes del público. En el caso francés, el público se desarrolla en los ámbitos literarios y en el "secreto" protegido de la censura y el control estatales. Será hasta la Revolución francesa cuando se intente dar forma institucional a la voz de ese público.

La aparición de la opinión pública ilustrada hizo posible la creación de un nuevo "espacio" o lugar para la selección, presentación y tratamiento de un conjunto de problemas comunes a todos, determinado por el principio básico de la publicidad. De esta manera, lo vuelto "público", visible, manifiesto, necesariamente ponía de relieve una cierta idea de lo que podía significar "racionalizar" el poder político por medio de la argumentación pública y la discusión racional, desplegada sobre la base de la libertad formal y la igualdad de derechos (Rabotnikof, 1997).

El desarrollo de las sociedades industriales significó un nuevo trastocamiento de los límites entre lo privado y lo público, dando lugar a dos procesos paralelos. Por un lado, la publicitación de lo privado, esto es, la progresiva intervención de los poderes públicos en la regulación de la economía y, por lo tanto, la ampliación de las funciones interventoras del Estado en ámbitos sociales tradicionalmente considerados privados. Por otro, la privatización de lo público, o reaparición de las relaciones de tipo contractual, características del mundo de las relaciones privadas, en el nivel superior de las relaciones políticamente relevantes. Esta reaparición se presentó por lo menos en tres formas diferentes: en las relaciones de las grandes organizaciones sindicales para la formación y renovación de los contratos colectivos; en las relaciones entre partidos políticos para la formación de las coaliciones de gobierno; y en la penetración de grandes organizaciones de origen "privado" en el ámbito estatal, con la consecuente traslación de competencias públicas a esferas privadas (Bobbio, 1989).

La existencia de las relaciones contractuales modifica las relaciones de jerarquía entre ley y contrato. Sin embargo, los contratos colectivos respecto a las relaciones sindicales, las coaliciones de gobierno respecto a las relaciones entre partidos políticos, y los grandes acuerdos corporativos en la planificación económica nacional, han sido elementos decisivos para la vida del Estado contemporáneo. Lo anterior, particularmente en el desarrollo, durante el siglo XX y hasta finales de la década de los años setenta, del llamado Estado de bienestar o Estado social, implicó el fortalecimiento del gobierno político administrativo y la crisis del parlamentarismo. No aportar información para el debate y el control públicos ya no se sustenta en una abstracta razón de Estado, sino en la urgencia de tomar decisiones, en la autonomía de ciertas instancias de gobierno y en el monopolio técnico. El reconocimiento de los derechos sociales implicó que las instituciones públicas fueran las encargadas de garantizarlos y satisfacerlos, lo que formalmente abría lugares y servicios antes exclusivos de algunos grupos (salud, educación, vivienda, etcétera) al público.

Esto hace más complejos los entramados institucionales que recogen y jerarquizan las demandas sociales, procesan el conflicto y establecen asignaciones obligatorias de políticas públicas. Se trata de un proceso de retroalimentación mediante el cual se fortalecen y recomponen las relaciones formales e informales básicas, de las cuales destacan los siguientes indicadores: la cantidad y calidad de las libertades políticas y garantías institucionales alcanzadas, las condiciones y reglas de la competencia y el debate político, la participación y representación ciudadana en las decisiones políticas en todos los niveles institucionales de la sociedad, y las políticas gubernamentales orientadas a compensar e igualar tendencialmente la distribución de bienes y oportunidades en la población.

Los cambios positivos dentro de los dos primeros grupos de indicadores suponen procesos o avances en la democratización política, mientras que los cambios positivos en los dos últimos indicadores suponen avances en la democratización social. Y también implican la existencia de una sociedad civil fuerte y participativa. En contraparte, los cambios negativos en cualquiera de los indicadores marcan una tendencia regresiva hacia modalidades autocráticas, dentro de las cuales la existencia misma de la sociedad civil queda puesta en entredicho, aun y cuando en situaciones de debilidad extrema la sociedad civil sigue siendo el lugar donde se manifiestan todas las instancias de cambio de las relaciones de dominio, se forman los grupos que luchan por la emancipación del poder político, y adquieren fuerza los llamados contrapoderes.


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