Cartel del Partido Conservador del Reino Unido, que advierte de la amenaza del Partido Laborista, 1929.
Al institucionalizarse el intercambio entre los individuos, las colectividades y el gobierno se vuelve intermediación a cargo de grupos profesionales, especialistas en la gestión-dirección de las organizaciones, que suplantan a éstas en la negociación y establecen una asignación diferenciada del costo-beneficio. La intermediación cumple dos funciones centrales: en primer lugar, la representación (entrada), un arreglo para comunicar y transformar las preferencias de los miembros en demandas sobre otros; y segundo, el control (salida), un arreglo para supervisar e influir en el comportamiento involucrado en la realización de tales demandas. Los mecanismos de intercambio funcionan como canales de legitimación, y por consiguiente de integración social respecto al sistema político, en general, y a los diversos gobiernos, en lo particular. La legitimación se obtiene por medio de la existencia misma de las asociaciones de interés como organizaciones permanentes con reglas aceptadas de decisión y elección de cuerpos especializados de representación y control social (Schmitter, 1992).
Estas organizaciones o asociaciones se constituyen mediante un acuerdo para la solución de demandas económicas, culturales o políticas comunes de una colectividad específica (sindicatos, iglesias, comunidades, organizaciones empresariales, partidos políticos, etcétera), y se enfrentan a otras asociaciones en disputa de un mercado limitado (local, regional, sectorial o nacional), en donde se negocian e intercambian bienes de naturaleza diversa ubicados entre la economía y la política, como son los salarios, la ocupación, las inversiones, las facilidades de crédito, etcétera; así como la lealtad política, el consenso democrático, o sencillamente la detención del disenso activo o el aplazamiento de sanciones.
Para mantener e incrementar los valores en intercambio, los intereses concurrentes deben establecer un equilibrio relativo y transitorio (impuesto) a partir de un cálculo (conjura) para obtener beneficios por medio de una transacción en la que cada una de las partes contendientes acepta una satisfacción parcial (pospone la solución total) de sus demandas, basados en la percepción de la composición y distribución de los valores en intercambio, las pérdidas y ganancias resultantes de una escalada del conflicto, y la cantidad y calidad de los recursos que los contendientes podrían usar. La relación de fuerza es la base de toda transacción, y se expresa en arreglos, acuerdos o contratos de diferente tipo que son reglamentaciones, en cuanto a duración, jurisdicción y obligatoriedad, de los costos diferenciados a pagar por cada parte en connivencia, y constituyen la red institucional que integra el conjunto de relaciones de las asociaciones entre sí y con el Estado (Rusconi, 1986).
De manera general, representar significa sustituir, actuar en lugar de o en nombre de alguien; cuidar los intereses de alguien; reproducir, reflejar las características de alguien o algo; evocar simbólicamente a alguien o algo; personificar. En su significado político, el término representar debe distinguir dos grandes acepciones. La primera es la representación por delegación (ejecutor), carente de iniciativa y autonomía, y dependiente de las instrucciones de sus representados. Se le conoce también con el nombre de "mandato imperativo" y tiene un origen medieval. Algunos autores también la denominan la "representación-espejo" o representatividad sociológica o corporativa, ya que refleja puntualmente los intereses específicos de sectores particulares de la población: profesionales, confesionales, étnicos y sexuales. La segunda acepción es la representación autónoma (fiduciaria), y supone que la única guía para la acción es el "interés" de sus representados tal y como es percibido por el representante; se encuentra al servicio del "bien general" o "interés nacional", y no del simple "querer" y los "prejuicios" locales. En las sociedades contemporáneas se reconocen los dos tipos de representación: la de intereses con mandato imperativo ejercida por las corporaciones sociales, profesionales, religiosas, étnicas, sexuales, etcétera; y la representación política o fiduciaria, que se ejerce principalmente por medio de los partidos políticos (Cotta, 1985; Pitkin, 1969).
Tanto los partidos políticos como las corporaciones sociales son organizaciones o instituciones que median entre los individuos y las colectividades. Cumplen la función de seleccionar, agregar y transmitir las demandas sociales, pero establecen diferencias en cuanto a su composición interna, los objetivos perseguidos y los procedimientos para lograrlos. Mientras que los partidos políticos pretenden la construcción de decisiones políticas de consecuencias obligatorias y generales, con carácter de ley, las corporaciones sociales buscan inicialmente la consecución de acuerdos locales, regionales e incluso nacionales, pero sólo de carácter sectorial, y en ese sentido, privados, contractuales. En la sociedad contemporánea no es posible encontrar ninguno de los dos extremos: ni un sistema de intermediación totalmente "pluralista", ni uno por completo "corporativista". Lo que hallamos son combinaciones históricas específicas de ambos en los ámbitos regionales, sectoriales, nacionales e internacionales (Schmitter, 1992).
Los partidos políticos son organizaciones de ciudadanos que se presentan como voluntades autónomas encarnadas en la igualdad ciudadana, las libertades públicas y el principio de mayoría para la obtención del acuerdo. Son las asociaciones características de representación de los ciudadanos en los sistemas políticos pluralistas y liberales. Se apoyan en la concurrencia privada, la libre asociación y el principio de mayoría (relativa, absoluta, calificada o derecho de minoría) para la toma de decisiones.
Las relaciones entre los partidos políticos y la sociedad civil son contradictorias, ya que "tienen un pie en la sociedad civil y el otro en las instituciones políticas" (Bobbio, 1989). Los partidos políticos pueden ser entendidos "como agrupaciones que en concreto median entre los grupos (de interés) de una sociedad y el Estado, que participan en la lucha por el poder (dominio) político y en la formación de la voluntad política del pueblo" (Lenk y Neumann, 1980), y que en la práctica se comportan como instituciones pro-estatales. Orientados hacia la lucha por el poder, los partidos acaban asumiendo las "razones de Estado", pues su centro estratégico no se sitúa en el interior de la sociedad civil, a la que pretenden representar, sino en el modelo de Estado que pretenden conservar o cambiar (véase cuadro 7).
Las corporaciones sociales son los organismos profesionales que representan a los sectores de la población (asociaciones obreras, patronales, campesinas, religiosas o comunitarias) y, en la medida que atienden a un interés gremial, hacen posible el establecimiento de acuerdos sectoriales con la regla de la unanimidad negociada, al mismo tiempo que requieren de una mayor intervención del Estado en la regulación de los intercambios, que alcanza su nivel extremo en los sistemas corporativos de partido único.
En los países capitalistas industriales, el sistema de intereses, o de representación corporativa en el plano nacional (sociedad civil), ha funcionado por medio del acuerdo "corporatista" entre los sindicatos, el patronato y el gobierno. En él los tres actores se declaran positivamente interesados en intercambiarse favores y concesiones con la intención de una gestión casi gremial del desarrollo; asimismo, le asignan al Estado el papel de garante de las reglas del juego y promotor de las políticas sociales compensatorias, convirtiéndolo en un Estado de bienestar. En un acuerdo mínimo, los tres actores admiten la necesidad de no cambiar los términos de su relación de fuerzas, pues se alteraría demasiado una de las contrapartes, y peligraría la resistencia global del sistema. Éste funciona en un doble intercambio de influencias, de las asociaciones hacia el Estado y de él hacia las asociaciones, a partir de dos características fundamentales: la macro-organización de los intereses sociales y la escena global de negociaciones (Rusconi, 1986; Schmitter, 1992).
En la forma pluralista del "Estado benefactor" los acuerdos corporativos, llamados también "corporativismo social o neo-corporatismo", han sido en su mayor parte la salida no intencionada a una serie de conflictos de intereses y de crisis políticas, en donde ninguno de los representantes involucrados de los grupos, clases sociales y del Estado fue capaz de imponer sus preferencias a los demás. Los acuerdos corporativos comenzaron como compromisos secundarios, satisfactorios y no óptimos, que nadie realmente quería ni defendía abiertamente. La base estructural del corporativismo reside en ese nivel intermedio de los acuerdos por conveniencias mutuas entre representantes de las asociaciones de intereses y representantes del Estado, pues ambos tienen algo que ofrecer al otro, que no podrían obtener por sí mismos, y también tienen algo que temer del otro. Las organizaciones de intereses tienen la capacidad de conseguir la conformidad de sus miembros hacia aspectos específicos de las políticas públicas. Pero también deben temer la cooptación, es decir, transformarse en receptores dependientes de los favores públicos y agentes pasivos de la política del gobierno (Schmitter, 1992).
La forma en como las organizaciones sociales se integran en los regímenes autoritarios ha sido llamada tradicionalmente "corporativismo de Estado"; donde la existencia de las organizaciones depende del reconocimiento del poder político que las subordina y les asigna un monopolio condicionado de la representación y de los controles sobre la selección del liderazgo y la articulación de intereses (Schmitter, 1992).
El desarrollo y complejidad de los sistemas de intermediación en las sociedades contemporáneas, altamente complejas y diferenciadas, ha provocado que el consenso, como integración social de las expectativas y como base de la legitimidad de las instituciones, ya no se funde en las convicciones comunes de los ciudadanos, sino que aparezca "economizado" por las organizaciones políticas y sociales, y asumido como "disponibilidad" a aceptar las decisiones vinculantes, sin particulares motivaciones. Es decir, ya no se basa en la concurrencia activa de los implicados, sino en la aceptación pasiva de reglas y en la exclusión formal (Luhmann, 1986; Easton, 1969).