El arreglo institucional y normativo societal (macro) en las sociedades modernas aparece en la figura del Estado-nación, entendido como la institución de las instituciones. El arreglo constitucional del estado de derecho racional-legal formaliza las reglas y orientaciones a las que habrán de sujetarse las reglamentaciones específicas y los fines inmediatos de la acción social y política. El conjunto de los individuos y las instituciones adquiere una existencia formal, pues es reconocido legalmente por el poder constituido. De la misma manera, los individuos y las instituciones en sus acciones reales, según reglas establecidas, construyen el reconocimiento necesario de la autoridad gubernamental que se organiza como estructura burocrática para garantizar toda relación contractual, o aparato de Estado, que impone el apego al derecho y a los objetivos manifiestos mediante la expropiación y el monopolio de la violencia legítima, cuyo uso por parte de la autoridad aparece siempre como recurso legítimo, excepcional y extremo (Marx, 1971a). Todo interés es particular (privado) frente a la asociación de todas las asociaciones, el Estado, entendido como el acuerdo político general que representa el interés común, es decir, nacional, formalizado en el orden jurídico constitucional.
La nación es una idea de comunidad compartida por una población delimitada en un territorio específico, un idioma y una religión, una historia imaginada (símbolos comunes) y una forma de gobierno reconocida, independientemente de cómo se constituyó: por la fuerza, la costumbre o el convencimiento. Estos elementos conforman el ambiente cultural e ideológico del poder instituido a escala nacional. Esta idea ha sido válida, por lo menos, desde la secuencia de acuerdos que configuraron un sistema de naciones en la Europa continental, a partir de la llamada Paz de Westfalia en 1648, construyéndose una arquitectura mediante la cual las sociedades modernas se convirtieron en sociedades individuales y delimitadas las unas respecto de las otras. Estos límites externos permitieron que en cada una de estas unidades territoriales se construyera un espacio interno subdividido en categorías sociales o identidades colectivas (clases, estamentos, grupos religiosos, étnicos, sexuales, profesionales, comunitarios) y en sistemas organizados de acciones individuales y colectivas en los ámbitos económico, político, cultural y social.
Sin embargo, puede haber naciones sin Estado, ya sea porque nunca consiguieron la soberanía estatal, o porque la perdieron y forman parte de sociedades plurales complejas, surgidas de la derrota militar, la conquista y la explotación colonial. Esto supone un conflicto entre la lealtad a la nación intermedia y la vinculación obligatoria al Estado nacional (multinacional) al que se encuentra subordinada. También supone un conflicto en la competencia de identidades étnicas con lealtades de clase, partidistas o de ideologías políticas, y de género o preferencia sexual. Así, los arreglos estructurales existentes en la propia sociedad formalizan la relación de fuerzas entre estas lealtades enfrentadas. La homogeneidad interna de este conjunto de componentes es fundamentalmente una creación del control estatal, que se ejerce sobre una unidad territorial en donde todo tipo de práctica social aparece contenida en la sociedad nacional: economía, lengua, literatura e historia… nacionales (Beck, 1998; Sartori, 2001).
Hasta antes del capitalismo, los mercados eran locales y regionales, y sólo con el desarrollo de las sociedades marítimas en el Mediterráneo se comienzan a vislumbrar las grandes transformaciones que implicaba el crecimiento del comercio por encima de las localidades y regiones. El cambio crucial se da a partir de que la producción manufacturera e industrial se vuelve hegemónica, dando como resultado, primero, el surgimiento de los mercados nacionales en Europa; luego, la generalización del trabajo asalariado, y, por último, el paso de la propiedad condicionada, comunal o aristocrática, basada en las reglas del parentesco y la sangre, a la propiedad privada sujeta a un contrato civil, de acuerdo con las leyes racionales del mercado de la propiedad comercial (Marx, 1971).
Estas circunstancias favorecieron la aparición de una burocracia moderna en Europa Occidental. El desarrollo de una economía monetaria determinó en los gobiernos nacionales la existencia correlativa de un sistema estable de tributación y una organización burocrática de gobierno; lo que Weber (1969) llamó la dominación "legal-racional", característica de las sociedades capitalistas con economías de mercado. En ellas el cuadro administrativo estatal asegura la continuidad en los asuntos oficiales, delimitando la autoridad mediante reglas estipuladas, con supervisión de su ejercicio, separación entre el cargo y el titular nombrado a partir de un contrato y de sus aptitudes técnicas, y con un soporte documental para los trámites oficiales.
Todos estos elementos componen el atributo central de la burocracia, la idea de calculabilidad: en una administración gobernada por reglas, las decisiones deben ser predecibles si las reglas se conocen, son universales y eliminan la práctica de decidir en cada caso concreto. El desarrollo del cuadro administrativo tiene una particular importancia para el análisis político, ya que podemos afirmar que la lucha por el poder en el Estado moderno puede conducir a cambios en el control sobre el aparato burocrático, pero no a su destrucción.
Los entramados institucionales de una nación constituyen el marco general en el que se realizan las acciones de los intereses políticos en contienda por prevalecer. Las decisiones políticas se toman dentro de estos entramados institucionales, los cuales recogen y jerarquizan las demandas sociales, procesan el conflicto y establecen asignaciones obligatorias o políticas públicas. Se trata de un proceso de retroalimentación mediante el cual se fortalecen y recomponen las relaciones formales e informales básicas. Para el estudio de estas relaciones, la ciencia política construye modelos y tipologías complejas de los sistemas de acción política a partir de una serie de indicadores susceptibles de comparación y contrastación empírica (Sartori, 1989). El estudio de los procesos de decisión política requiere construir una escala de grados que tenga como extremos ideales la democracia (todos deciden) y la autocracia (sólo uno decide). Es posible entonces estudiar los grados intermedios del continuo resultante en el nivel societal, en sus rasgos más generales como versiones o modalidades de los sistemas políticos nacionales: pluralismo y autoritarismo (véase cuadro 4).
El pluralismo (sistemas de oligarquías competitivas) tiene como referencias empíricas a las democracias liberales representativas. En ellas la autoridad gubernamental se constituye mediante la contienda electoral entre dos o más partidos políticos, planteándose como fines explícitos de la política las libertades individuales y públicas, en lo que se refiere al comercio, la educación, y las opiniones religiosas, artísticas y políticas (Dahl, 1996). El modelo político constitucional (la dominación racional-legal) es el característico de los sistemas pluralistas; lo cual supone la supremacía, o soberanía, de las leyes acordadas y pactadas por los "factores reales del poder", es decir, las fuerzas más importantes de la sociedad: las clases propietarias. Esta capacidad de legislar radica en el parlamento (poder legislativo) organizado inicialmente de manera estamental-corporativa y, posteriormente, en un sistema de partidos.
Las labores de gobierno (poder ejecutivo) son controladas primero por las monarquías aristocráticas, representantes de las leyes fundadoras del reino, para posteriormente quedar en manos de funcionarios civiles, primeros ministros o presidentes, que subordinan su actuación a la reglamentación y orientación generadas en el parlamento. La aplicación de la legislación referida a las relaciones entre los particulares (derecho privado), o entre los particulares y el poder político (derecho público), queda en manos de los tribunales de magistrados (poder judicial), que son funcionarios civiles electos por las comunidades o designados por los otros dos poderes (Duverger, 1970).
Este modelo es el resultado de los procesos de construcción del pluralismo en las llamadas democracias liberales con economía de mercado en Europa Occidental, las cuales pronto se convirtieron en las grandes potencias capitalistas colonizadoras del mundo, imponiendo reglas e instituciones a conveniencia. Las instituciones políticas pluralistas se construyen en combinaciones nacionales específicas de dos armados históricos teórico-constitucionales: el parlamentarismo y el presidencialismo.
Por parlamento entenderemos una asamblea o un sistema de asambleas con un "principio representativo", variadamente especificado, que determina los criterios de su composición. Estas asambleas titulares, de atribuciones formales distintas, se caracterizan por un común denominador: la intervención (directa o indirecta, poco o muy relevante) en la elaboración y ejecución de las elecciones políticas a fin de garantizar la correspondencia con la "voluntad general". El término "asamblea" indica una estructura colegial organizada, no sobre un principio jerárquico sino, por lo menos en líneas generales, sobre un principio igualitario. Es decir, se trata de una estructura de tipo tendencialmente policéntrico (Sartori, 1994).
Los sistemas parlamentarios más antiguos se encuentran en Europa Occidental, en sociedades en las que la gama de opciones políticas e ideológicas están diversificadas. Es por esta razón que en ellas la representación debe establecerse con el reconocimiento de las diversidades existentes, por medio de sistemas electorales que combinen los principios de mayoría relativa y de representación proporcional, al tiempo que obliguen a las fuerzas políticas a establecer acuerdos duraderos que aseguren la formación de coaliciones para la creación de mayorías de gobierno. La forma típica de los sistemas parlamentarios es un gobierno de amplia coalición, nombrado y controlado por mayorías parlamentarias pluripartidistas. La renuncia de miembros del gabinete o del jefe de gobierno no da lugar a crisis institucionales, sino a procesos de reconstrucción de alianzas entre las fuerzas políticas mediante procedimientos establecidos, que incluyen, en última instancia, la posibilidad de llamar a nuevas elecciones en el momento en que se requiera (Lijphart, 1999).
La representación proporcional permite que las minorías políticas (comunitarias, regionales y nacionales) tengan presencia en el parlamento y en el gobierno. El caso británico (o "modelo Westminster") es una excepción, ya que si bien el parlamento nombra y controla al gobierno, éste se constituye como de mayoría dentro de un parlamento bipartidista, resultado de un sistema electoral de "mayoría relativa", que excluye a las minorías y hace posible gobernar dentro del periodo establecido sin necesidad de nuevas alianzas (véase cuadro 5, p. 326).
En Estados Unidos, la transición al pluralismo sigue muy de cerca el modelo inglés. Más que una revolución, fue una escisión. La declaración de independencia de 1776 fue, esencialmente, una demanda del derecho de avanzar por el sendero de las libertades que ya existían en Gran Bretaña. A diferencia de ésta, en Estados Unidos, al no existir un jefe de Estado hereditario con la suficiente legitimidad para representar en el imaginario popular la unidad nacional, se establece la figura presidencial que integra las funciones de jefe de Estado y de gobierno. Éste se elige por sufragio directo (popular) y, por lo tanto, con una representatividad propia, independiente del parlamento, pero sujeta a controles constitucionales (reelección limitada, aprobación parlamentaria del gabinete y de las políticas presupuestales, etcétera). Al igual que en el Reino Unido, el sistema electoral se basa en la mayoría relativa, pero el bipartidismo prevaleciente se parece más al modelo de representación oligárquico de los whigs y tories británicos, que a un sistema de partidos moderno.
Según muchos autores, en el caso de Estados Unidos no puede hablarse propiamente de partidos políticos, sino de comités electorales cuya principal función es prestar un símbolo u operar como franquicia para que dos candidatos se enfrenten entre sí en los distritos electorales. La ausencia (o coincidencia) de definiciones (y responsabilidades) políticas de largo plazo, se combina con una homogeneidad ideológica fundamental (puritanismo, conservadurismo, pragmatismo) y un sentimiento compartido de gran potencia (identidad nacional en el American way of life). La acción política del parlamento y del gobierno en Estados Unidos no se orienta por objetivos programáticos generales (el new deal después de la crisis de 1929 será la excepción que confirma la regla), sino por objetivos de corto plazo determinados por los grupos de interés. Esto hace que el presidente (a diferencia de otros jefes de gobierno) nunca cuente con una mayoría verdadera y confiable en el Congreso (salvo en los momentos de escaladas militares), por lo que la acción gubernamental y las alianzas parlamentarias se guían más por acuerdos específicos, que por el entendimiento duradero sobre una gama coherente de temas expresado en coaliciones de gobierno (Sartori, 1994).
El modelo presidencialista, cuyos orígenes históricos se encuentran en Estados Unidos, es adoptado fundamentalmente en aquellas sociedades cuyo tránsito a la democracia se inscribe en la lucha por la obtención de la independencia nacional. El esfuerzo político reformador trata de asegurar la existencia de aquellas libertades políticas ya existentes en las respectivas metrópolis coloniales, junto con la necesidad de un ejecutivo fuerte que logre mantener la unidad política nacional e integrar a los poderes locales en el contexto del poder centralizado (sobre todo por el hecho de que las demarcaciones territoriales nacionales fueron establecidas de manera arbitraria por arreglos entre las principales potencias coloniales). La ausencia de jefes de Estado hereditarios o designados desde la metrópoli, obliga a que la figura presidencial integre en un solo individuo las funciones de jefe de Estado y jefe de gobierno, con el consiguiente predominio del ejecutivo sobre el parlamento y el poder judicial.
En la mayor parte de las naciones que logran su independencia después de la segunda guerra mundial, la figura del ejecutivo se refuerza aún más por el predominio, en las nuevas élites dirigentes, de versiones autóctonas de ideologías nacionalistas, socialistas y confesionales. Esto provoca modelos de organización política concentrados, jerárquicos, monopólicos y tendencialmente autoritarios, con sistemas de partidos que se mueven en el partido único, hegemónico y predominante (Sartori, 1987).
En la tipología de los sistemas políticos, se llaman autoritarios (sistemas de oligarquías no competitivas) a aquellos regímenes en los que la competencia política no existe de manera explícita, salvo en la forma de contiendas individuales o grupales subterráneas que pretenden captar los favores y la complicidad del grupo o partido gobernante, y en los que, minimizando la coordenada de la competencia política, se privilegia el aspecto del mando, concentrando el poder político en un hombre o en un solo partido, restando valor a las instituciones representativas en las que se construye el consenso. De ahí la reducción a la mínima expresión de la oposición y la autonomía de los subsistemas políticos. En consecuencia, la oposición política está suprimida o invalidada; el pluralismo de los partidos está prohibido o queda reducido a un simulacro sin incidencia real, y la autonomía de los demás grupos políticamente relevantes está destruida o tolerada mientras no perturbe la posición de poder del jefe o de la élite gobernante (Stoppino, 1985).
Las principales referencias empíricas de los sistemas autoritarios son los absolutismos, las dictaduras militares, las dictaduras de un solo partido, y los regímenes de partido dominante. Todos ellos son sistemas políticos con un pluralismo político limitado y no responsable, sin una ideología elaborada y con proyecto de futuro (con características de mentalidad), sin una movilización política intensa o basta (excepto en algunos momentos de su desarrollo), y en los que un jefe y un pequeño grupo ejercen el poder dentro de límites que formalmente están mal definidos, pero que de hecho son previsibles (reglas informales). Los sistemas autoritarios se caracterizan por la ausencia del parlamento y de elecciones populares o, cuando estas instituciones quedan con vida, por su reducción a meros procedimientos ceremoniales por el indiscutible predominio del vértice ejecutivo. Se distinguen también por la falta de libertad de los subsistemas, tanto formal como efectiva, típica del pluralismo (Linz, 1990; O'Donell y Schmitter, 1994).
Finalmente, la situación extrema se presenta en el totalitarismo (sistemas de hegemonía cerrada), una forma de dominio radicalmente nueva porque no se limita a destruir las capacidades políticas del hombre aislándolo de la vida política, como lo hacían las viejas tiranías y los viejos despotismos, sino que tiende a destruir también a los grupos y las instituciones que constituyen la red de relaciones privadas del hombre (Sartori, 1989). El concepto de totalitarismo designa un cierto modo de hacer política en el extremo autoritario; más que de una cierta organización institucional, se trata de un cierto régimen. Este modo extremo de hacer política, que penetra y moviliza a toda la sociedad al destruir su autonomía, encarnó en dos regímenes políticos únicos, temporalmente circunscritos: el nazi-fascismo y el comunismo-estalinismo. El concepto de totalitarismo tiene un valor limitado en el análisis comparado de los sistemas políticos, aunque es, sin embargo, un concepto importante del que no se puede ni debe prescindir, porque denota una experiencia política real, nueva y de gran relieve que dejó una huella indeleble en la historia y en la conciencia de los hombres del siglo XX (Stoppino, 1985).
En el resto del mundo y fuera de las metrópolis capitalistas, las transiciones hacia las instituciones del mercado y del Estado-nación han seguido derroteros muy diversos, que incluyen construcciones de sistemas autoritarios en dictaduras unipartidistas, militares y religiosas. Los procesos de tránsito combinan características locales, regionales, nacionales e internacionales que requieren arreglos constitucionales singulares de acuerdo con los elementos específicos de orden histórico, cultural, político e ideológico. Las constituciones pueden ser, entre otras opciones institucionales federalistas o unitarias, escritas o no, contener o no los derechos económicos y sociales, incluir el referendo y el plebiscito, con legislatura unicameral o bicameral, con procedimientos para revisar la constitucionalidad de las leyes elaboradas por la legislatura, o con sistemas electorales de mayoría o de representación proporcional. En la mayoría de los países, los arreglos constitucionales del pluralismo son combinaciones específicas de dos grandes modelos de organización de la representación política y la conformación de mayorías (formas de gobierno): los regímenes parlamentarios y los regímenes presidencialistas.