Por sistema político se entiende la capacidad que una colectividad tiene para utilizar y movilizar a su favor condiciones y medios que le ayuden a la realización de un fin, a conseguir una meta o lograr un objetivo. Esta capacidad opera como un sistema de interacciones sociales que se orientan predominantemente a la realización de medidas políticas, consistentes en asignaciones obligatorias de valores (materiales y espirituales) para una sociedad. Una asignación es obligatoria cuando las personas que hacia ella se orientan se sienten presionadas por temor al uso de la fuerza o a una sanción psicológica severa, por interés personal, por tradición, por lealtad, o por un sentido de la legalidad o de la legitimidad (Easton, 1969).
La política consiste en decisiones "colectivizadas". Podemos distinguir cuatro tipos de decisiones dentro de las colectividades: a) las individuales; b) las grupales (los pocos, las unidades específicas); c) las colectivas (los muchos, los agregados mayores a un grupo), y d) las colectivizadas. Las tres primeras se refieren al sujeto que toma la decisión; la última se aplica y se hace cumplir en una colectividad, independientemente de si las decisiones son tomadas por una persona, unas pocas o la mayoría. El criterio que define una decisión política colectivizada no corresponde a quién la toma, sino al alcance de la misma: quienquiera que decida, decide por todos (Sartori, 1989). Puede haber decisiones colectivizadas que no sean políticas, por ejemplo las económicas. La diferencia es más bien jerárquica; es decir, que las decisiones colectivizadas son políticas en la medida en que son: soberanas, porque anulan cualquier otra norma; sin escapatoria, porque se extienden hasta las fronteras que definen territorialmente a la ciudadanía; y sancionables, porque están respaldadas por el monopolio legal de la fuerza.
En general, un sistema social es una colección de unidades reconocibles (individuos, grupos, organizaciones) que se caracterizan por su cohesión (permanecen unidas o forman un todo) y covarianza (cambian juntas: si una cambia, la otra también). En la medida en que parecen variar juntas y aparecen dotadas de cohesión, decimos que estas unidades son interdependientes y, por lo tanto, son componentes o partes de un sistema definido por confines determinados y en interacción con el ambiente externo. Para que cualquier conjunto de actores, individuales o colectivos, pueda ser estudiado como un sistema social, es necesario que las interacciones específicas entre los componentes que se examinan sean más intensas, o de naturaleza distinta, respecto de las interacciones de los mismos componentes con otros; estos últimos serán entonces considerados elementos del "ambiente" del sistema social en cuestión. Con el término ambiente se designa lo que se coloca externamente al sistema, y que respecto a éste representa un mayor grado de complejidad (Deutsch, 1983; Parsons, 1981).
La definición del sistema como unidad analítica considera varios planos. Desde los grupos "cara a cara", cuyos componentes son los actores que interactúan en papeles individuales (plano micro); las organizaciones cuyas unidades de acción son los grupos (plano medio); las sociedades nacionales que integran grandes organizaciones (plano macro), hasta los grandes agregados sociales del "sistema-mundo" como los Estados nacionales, los organismos multilaterales y las empresas trasnacionales (plano global) (véase figura 1, p. 314).
Para delimitar como unidad básica de análisis un sistema o un conjunto de sistemas interconectados es necesario construir los límites del sistema, es decir, su ambiente. Esto significa establecer una gradación de mayor a menor complejidad. El mundo ofrece al hombre una cantidad prácticamente ilimitada de posibilidades de experiencia y acción, a la que le corresponde una capacidad muy reducida de percibir, elaborar informaciones y actuar. La complejidad es el exceso de las posibilidades del mundo, es decir, la diferencia entre el número de las posibilidades potenciales y la cantidad de las mismas, actualizadas.
La experiencia y la acción son siempre selectivas en el sentido de que constituyen elecciones entre las innumerables posibilidades. Pero esa selección es "sistémica", ya que realiza una reducción de la complejidad del ambiente, lo que permite una reacción congruente con los eventos importantes de éste para la permanencia del sistema. El sistema es un gran reductor de la complejidad social, en cuanto excluye una serie de posibilidades y permite la actualización de una serie de alternativas. A su vez, es también un multiplicador de todos los aspectos de la acción y la experiencia; por lo tanto, se puede decir que el sistema vive de la tensión entre reducción y potenciación de la complejidad (Luhmann, 1986).
La regulación de la tensión en los sistemas se realiza procesando y convirtiendo los estímulos ambientales (insumos-demandas) en respuestas funcionales (productos-asignaciones).
Esta regulación se lleva a cabo por medio de un proceso dinámico de retroalimentación, en donde se comunica la información relativa a la actuación de un sistema en forma tal que se produzca el comportamiento subsiguiente del sistema. Las funciones estratégicas para el mantenimiento y reproducción de una colectividad son consideradas, para su estudio, como sistemas o subsistemas de acción (Easton, 1969). La unidad básica del análisis es siempre un sistema o conjunto de sistemas interconectados. Cuando el investigador establece una unidad de estudio o sistema determinado, los otros sistemas que interactúan con él serán considerados como parte del ambiente o situación (véase figura 2). Así, el proceso de estudio va de la definición de la unidad a la elaboración de su ambiente.
Para que una colectividad pueda reproducirse en el tiempo es necesario que las necesidades individuales se socialicen, es decir, asuman una forma coherente con los modelos de valor compartidos, los cuales son institucionalizados (colectivizados) en sistemas sociales y culturales, e internalizados (individualizados) en personalidades y organismos. Esto se estudia en el plano micro mediante lo que Parsons llama una "estructura dual de vinculación" (1999). En esta estructura, lo que hace un actor (al que Parsons llama "Alter") se verá afectado debido a que éste necesita de la acción de otro actor ("Ego") por razones instrumentales, pero también por razones afectivas, en la medida que comparten la necesidad de adecuarse a una norma. Por esto, tanto los fines como los medios que pueden emplearse y, por ende, las acciones que se consideran permisibles, quedan sujetos al control normativo.
El estudio de los valores compartidos inicia con la elaboración de secuencias de acontecimientos desde lugares intermedios de un continuo o escala. Los extremos de ese continuo son, por una parte, el caso institucionalizado en el que existe un acuerdo respecto a unos fines legítimos y a las normas que rigen los medios apropiados para llevarlos a cabo. En este caso, Ego comunica sus expectativas a Alter, quien hace lo que de él se espera, tanto porque desea recibir la aprobación, como porque la acción exigida lo satisface instrumental y normativamente. En el extremo opuesto, estaríamos en una situación de desviación de la conducta esperada (anomia); serían los casos de perturbación, sin comunidad de fines ni consenso normativo sobre los medios apropiados, y sin que Ego pueda comunicar sus expectativas.
La operación de las reglas de juego dentro de los procesos de institucionalización se basa en el acuerdo o contrato entre los integrantes. Este acuerdo se establece por medio de la fuerza y el sometimiento, de la costumbre y la tradición, del convencimiento racional, o por una combinación de todas. Cualquiera que sea la causa que logre el acuerdo para formalizar un determinado vínculo social (institucionalización), la normatividad define y establece derechos y deberes, sanciones y recompensas, calificaciones y atribuciones, para todos y cada uno de los papeles en juego. Esta reglamentación (codificación), que puede ser explícita-formal (norma jurídica) o implícita-informal (usos y costumbres), permite que las funciones específicas necesarias para la existencia de la institución se puedan cumplir con indiferencia de los individuos y colectividades que ocupen los papeles y posiciones.
Easton retoma este esquema ubicándolo en el plano macro o nacional de la política, en donde las motivaciones aparecen como objetos de apoyo u oposición, de consenso y disenso en tres niveles (Easton, 1969). Primero, el nivel de la comunidad o "consenso básico", donde lo que se comparte (o no) son valores fundamentales como la autoridad, la libertad, la igualdad, que estructuran el sistema de creencias. En segundo lugar, el nivel de régimen o "consenso procedimental", basado en las regulaciones del ejercicio del poder y de cómo deben resolverse los conflictos y procesarse la discrepancia. Por último, el nivel de acción política o "consenso político", que corresponde a los gobiernos y políticas gubernamentales específicas. El nivel decisivo es el del consenso procedimental, puesto que asegura la consistencia del sistema y permite que los desacuerdos en los otros dos niveles no afecten la capacidad de autorregulación y sobrevivencia del sistema (véase cuadro 1, p. 316).
Todo orden normativo puede considerarse resultado de un conflicto en el que se ha negociado (impuesto) una larga tregua (un arreglo estructural) que construye un cierto equilibrio, permanencia o estabilidad políticas. Ante los estímulos, tensiones e influencias de los otros sistemas sociales (económicos, culturales o comunitarios), los componentes del sistema político tienden a actuar y reaccionar, hasta lograr una estabilidad, aunque sea momentánea, un equilibrio en movimiento. Esto implica concebir a la realidad social como un flujo constante que trata de acercarse al equilibrio sin alcanzarlo nunca, como un proceso de "balanceo" o "equilibrante", el cual nunca llega a obtener el equilibrio completo. Hablar de la vida política como un proceso de desequilibrio sugiere algo más que el cambio o el constante flujo, abre la posibilidad de compararlo con una condición hipotética que surge de la construcción de un modelo de cómo debería ser el equilibrio si se permitiera a las tendencias presentes llegar a su completa realización, sin que se presentara algún cambio en las condiciones básicas que determinan las relaciones de poder entre los diversos grupos. En otras palabras, el concepto de equilibrio puede funcionar como un instrumento heurístico, simplificador, para ayudarnos a estudiar los agrupamientos empíricos: regímenes constitucionales, sistemas de partidos, organizaciones y movimientos sociales (Easton, 1968).
El "equilibrio" que mantiene vinculados a los individuos y a los grupos se presenta entre dos extremos teóricos que pueden ser estudiados como procesos, dimensiones o coordenadas analíticas interrelacionadas. Por una parte, se encuentra la dimensión de la colaboración, la cohesión, el consenso y la construcción de autoridades legítimas; la cual implica un alto grado de integración, aceptación voluntaria y correspondencia entre las necesidades específicas de los componentes y categorías sociales, y las necesidades de reproducción del sistema, a la vez que apunta respuestas a la pregunta central de ¿qué es lo que mantiene unidas a las colectividades? La otra dimensión, la del conflicto, la coerción, el disenso y las relaciones de fuerza-poder, o sometimiento obligatorio por medio de la costumbre, la moral, el derecho, la denegación de bienes necesarios y en situación extrema por el uso de la violencia, se interroga centralmente acerca de ¿qué es lo que hace que cambien las sociedades?
La interacción entre los dos procesos se presenta en una escala de variabilidad asimétrica, pues en la medida en que uno aumenta su importancia para el mantenimiento de la institución o del sistema, el otro decrece: a mayor cohesión, menor coerción; y a mayor coerción, menor cohesión. La primera situación, la de cohesión, implica la existencia de un organismo fuerte y en pleno desarrollo de sus potencialidades de cambio, crecimiento y desarrollo; la segunda, la de coerción, es una situación de crisis que puede dar lugar a cambios drásticos —favorables o no— en la estructura del sistema y en las relaciones de poder que lo sustentan.
En la dimensión coercitiva el aspecto crucial es el poder, entendido como la capacidad de un sujeto individual o colectivo para obtener en forma intencional determinados objetivos en una esfera específica de la vida social, o bien de imponer en ella su voluntad, sin importar la eventual voluntad contraria, o la resistencia activa o pasiva de otro sujeto o grupo de sujetos. Dicho de otro modo, el poder es la capacidad para hacer que sucedan cosas que de otra manera no habrían sucedido, y para alterar los cambios que ya están en proceso y que seguirían adelante si no existiera algún tipo de intervención intencional. El poder es uno de los fenómenos más difundidos en la vida social. Se puede decir que no existe relación social en la cual no esté presente, de alguna manera, la influencia voluntaria de un individuo o de un grupo sobre la conducta de otro individuo o grupo, desde la familia hasta la empresa moderna, desde los pequeños grupos hasta las relaciones entre las clases sociales.
El poder es la expresión funcional de una determinada relación de fuerza, o mejor dicho, es un fenómeno de relaciones, no una cosa que alguien posea; es una relación en la cual una persona o un grupo pueden determinar las acciones de otro en forma tal que satisfaga los fines del primero. Además —y éste es el aspecto que distingue al poder de una gran influencia—, la persona o el grupo debe estar capacitado para imponer una sanción si la persona en quien ejerce su influencia no actúa en la forma deseada. El poder, por lo tanto, está presente al grado de que una persona o un grupo pueden controlar, por medio de la sanción, las decisiones y las acciones de otros. El poder-coacción se asocia con la imposición, con la "capacidad para que las cosas se hagan". Quien ejerce el poder también tiene la capacidad de otorgar recompensas, pero especialmente, y de forma más diferenciadora, tiene la capacidad de privar de ellas.
En cambio, en la dimensión de la cohesión, la autoridad significa un poder que es aceptado, respetado, reconocido, legítimo, que se basa en el prestigio y la deferencia. Mientras que el poder ordena, y el poder del Estado dicta órdenes respaldadas por el monopolio legal de la fuerza, la autoridad apela, ejerce influencia moral, e implica legitimidad, liderazgo que recibe apoyo espontáneo. El poder sin autoridad es opresivo o impotente. La autoridad no es algo que acompaña al poder, sino que lo remplaza. La transformación del poder (coactivo) en autoridad (directiva) debe entenderse entonces como un proceso de democratización (Sartori, 1989), porque el concepto de autoridad refiere siempre a la legitimidad, a la obligatoriedad de la esfera ética, no a la legalidad. No obstante, el poder legal es la forma específica de las instituciones políticas en el Estado moderno, que debe convivir con otros tipos de legitimidad (Weber, 1969) que se basan en el respeto a las instituciones consagradas por la tradición o en las cualidades personales del jefe; ambos son tipos de sistemas autoritarios (véase cuadro 2).