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2.2 ANÁLISIS CULTURAL DE LA ANTROPOLOGÍA

Pigmeo

Ota Benga

, pigmeo exhibido en la Exposición Universal de St. Louis, y posteriormente en el zoológico del Bronx de Nueva York, 1904.

Para dar una pauta del uso del análisis antropológico en realidades específicas se presentan tres ejemplos. El primero, Diversidad humana, cuerpo y cultura; el segundo, El multiculturalismo y, finalmente, el tercero, Familia y cultura.


2.2.1 Diversidad humana, cuerpo y cultura

El homínido homo sapiens sapiens tiene una antigüedad de alrededor de 35 000 años y es el resultado de la amplia variabilidad genética homidae. Con seguridad una de sus características principales ha sido su gran plasticidad y su extraordinaria capacidad de adaptación a los distintos ambientes del planeta. El homo sapiens sapiens es el hombre contemporáneo que ha habitado los más diversos nichos ecológicos: desde las heladas y elevadas tundras de los Andes, a cerca de 5 000 metros de altura; pasando por las costas, el trópico húmedo, los desiertos, las marismas y los fértiles valles; hasta establecerse en las selvas impenetrables, en donde se alcanzan temperaturas de menos 40 grados centígrados, y en algunos desiertos y selvas con temperaturas cercanas a los 50 grados.

Esta amplia maleabilidad para habitar en los más diversos suelos y climas le ha permitido al ser humano una alta capacidad de adaptación; además, lo ha obligado a generar estrategias tecnológicas y formas organizativas, en lo social y lo político, para transformar y controlar las situaciones más agrestes de los hábitats en el planeta, y para explotar ese medio. Cada grupo humano desplegó capacidades de adaptación y transformación hacia el medio ambiente, ocupando todo el planeta y expandiendo su creatividad para rentabilizar de la mejor manera cada espacio. De ahí que existan distintas formas de concebir el mundo, la vida, y la tendencia siempre presente de una diversidad en la cultura humana. También por este proceso de adaptación a distintos ambientes se han producido lenguas y culturas distintas, modos de vida diferenciados y capacidades para regular las formas a las que la evolución de la humanidad ha llegado. El resultado va del homo sapiens sapiens con una reducida, pero paradójicamente, compleja tecnología de cazador-recolector, hasta los más elegantes hombres y mujeres que se hacinan en las cosmopolitas urbes.

Así, la humanidad es un profundo crisol de talla, estatura, peso, color y grosor de piel, forma, color y textura de pelo, color de ojos, adiposidades, forma y color de la dentadura, al igual que estructura y tamaño de la nariz. Todo ello dentro de una misma especie, pero con una amplia diversidad y variabilidad en genotipo y fenotipo; por ejemplo, desde el ejemplar nórdico de los helados fiordos del mar del Norte hasta los pigmeos, extraordinarios cazadores del África central. El homo sapiens sapiens es variable y diverso; es portador de caracteres somáticos visibles, y de otros no perceptibles (tipo de sangre, potencial de crecimiento, formas fisiológicas que se heredan biológicamente, y lo más intangible, la cultura). Pese a la diversidad y distinciones que podemos encontrar entre los grupos humanos, no es posible sostener que hay grupos superiores o inferiores, como desgraciadamente hasta el día de hoy se trata de argumentar. Nos encontramos, en cambio, con una variabilidad que tiende a la adaptación de los diversos hábitats del planeta.

Desde luego, existen límites físicos que el individuo como tal es incapaz de vencer. La adaptación implica una interrelación constante con el medio, y la forma en que nuestra especie ha resuelto esta interrelación ha sido por vías culturales. Lo anterior conlleva formas de organización social y política que se ponen a prueba para mantener un equilibrio en la especie, y constituye una situación dinámica constante. En otras palabras, es un proceso de regulación, aclimatación y desarrollo. Por ejemplo, en las primeras etapas de la colonización de América se sostenía que la población hispana no soportaba las alturas de los Andes, y ello se debía sencillamente a una ausencia de aclimatación; vivir a alturas superiores a los 3 000 metros sobre el nivel del mar exige un cambio en la composición sanguínea (generación de más glóbulos rojos), y un mayor desarrollo pulmonar o torácico.

Algo similar sucede con grupos raciales no acostumbrados al régimen selvático de calor y humedad; la especie responde a condiciones extremas por medio de la habitación, el vestido y el conocimiento del entorno, esto supone formas de regulación social, y para algunos, el diseño de estrategias políticas. Así, varios grupos humanos subsistieron durante miles de años en las difíciles condiciones de las selvas amazónicas. Estos grupos tenían como estrategia general un reducido grupo de población que generara una economía capaz de rentabilizar una amplia área a su disposición; además, evitaban la jerarquización social, que entre otras cosas pudiera propiciar una explosión demográfica que pusiese en peligro la regulación del grupo inicial. En otros espacios, aparentemente hostiles, se propició una estratificación social que generó un mayor número de población mediante el descubrimiento de la agricultura, y durante largo tiempo se reguló la aclimatación y el desarrollo por medio de innovaciones tecnológicas, como los sistemas de terrazas, con los cuales se aprovechaba el agua; lo anterior sucedió sobre todo en el Mediterráneo, Asia Central, Mesoamérica y los Andes.

En otras palabras, la regulación, la aclimatación y el desarrollo no son unívocos ni mantienen una línea predefinida. En estos procesos adaptativos interviene la sociedad, la historia y el desempeño cultural, que siempre es dinámico y se interrelaciona en un sentido complejo con la ecología y con las estrategias que grupalmente se van definiendo como una totalidad. La adaptación, por lo regular, se acompaña del azar y la necesidad; se traduce en posibilidad, oportunidad y competencia constantes. Los grupos humanos, por más estables que parezcan, de manera permanente combinan innovaciones tecnológicas, conductuales, fisiológicas y material genético. Y ello no es reciente, es una característica de la especie; el homo sapiens sapiens es el resultado de la transformación del medio en el que se desarrolla, es decir, nuestra especie es capaz de modificar el entorno, y esta característica es implícita desde su aparición. Los antropólogos han denominado a lo anterior: proceso de hominización.


El uso del cuerpo

Como homínidos hemos generado vertiginosos cambios y modificaciones evolutivas, que se definen en el proceso de la hominización: posición bípeda, pulgar oponible, visión estereoscópica y con seguridad el más asombroso cambio ha sido la producción del lenguaje. Por este medio la especie ha logrado la comunicación, en otras palabras, la socialización, la creación de sociedades no estáticas, de organizaciones variables y, en consecuencia, de cultura. Por medio del lenguaje podemos distinguir a un grupo de otro, y son miles los grupos que hoy habitan el planeta con formas culturales distintas; lo que implica lenguas particulares y formas de adquisición de identidad, que se traducen en peculiares maneras de vestir, diseñar espacios para la vida, relacionarse entre sí, establecer fronteras con los otros, maneras de comportamiento, de concebir el mundo en lo material y en lo espiritual, formas de alimentarse, de amar; en fin, una de las tendencias centrales de la especie es la diversidad.

Si bien somos uniformes en la biología, por ejemplo, la especie humana posee 23 pares de cromosomas, nuestras diferencias se expresan en la cultura, que permite la alteridad. Por más que los sectores dominantes persigan la uniformidad, el hombre tiende a lo plural. Para ilustrar lo anterior sirva el caso de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, UNESCO, que en 2009 inventarió cerca de 6 000 lenguas en el planeta. En México, oficialmente se han registrado 364 variantes lingüísticas pertenecientes a once familias (matriz lingüística) y 68 grupos (lenguas); en este sentido, México está dentro de los diez países con mayor variabilidad lingüística en el mundo (Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, Inali, 2008). Una lengua implica una cultura, una sociedad y una forma particular de entender el espacio que ocupa. Por cultura vamos a entender también a la lengua. Ninguna lengua es superior o inferior a otra, sino que puede llegar a tener un distinto nivel de desarrollo, un número diferente de hablantes, u ocupar los más diversos hábitats, como montañas, valles, marismas, desiertos y ciudades. Ello configura formas diferenciadas de relación y comunicación con los otros, que en ningún momento son homogéneas; incluso un grupo mayor puede ser también diverso y diferenciado.

La cultura ha sido un concepto central en la antropología, y hasta hace no mucho tiempo esta palabra, no sin abuso, se ha empleado en sentido lineal, como la suma de tradiciones, de costumbres que son trasmitidas de una generación a otra. Tal forma de entender la cultura, que no deja de ser social, no sobrepasa una idea estática, uniforme de las manifestaciones humanas. Sin embargo, al concepto anterior de cultura hay que imprimirle un acento de dinámica social, que nos permita entender trasmisiones generacionales, pero también fuertes rupturas e irrupciones en las historias sociales, sobre todo en la actualidad, donde las interrelaciones humanas son vertiginosas. Lo anterior sucede, por ejemplo, en los veloces cambios tecnológicos, donde lo que hace tres años era novedad hoy comienza a ser obsoleto, lo cual tiene serias implicaciones para la telemática, la informática o la cibernética.

En este mismo sentido, desaparecen condiciones que pensábamos estables, como las formas religiosas inamovibles que tienden a desaparecer o a romper su rigidez para dar paso a nuevas facetas, tal vez igual de rígidas, pero con nuevas inspiraciones; otras formas de organización que se han modificado son las estructuras familiares, o el declive de instituciones como la escuela, que ya no es fuente de información unívoca. Así, la cultura deberá entenderse como una dinámica social con una acelerada comunicación, que conlleva la desaparición de grupos estables y el surgimiento de algunos intentos de iniciar tendencias estéticas, políticas y de rearticulación con sociedades mayores. Esto implica, también, intercambios no pensados hace 50 años en el ámbito de la genética. Asistimos a una síntesis de diversidades; lo que para algunos es la globalización, para otros consiste en remarcar particularidades, ya sean nacionales, religiosas, políticas, de género o de preferencias sexuales.

Después de la segunda guerra mundial hubo una reorganización del mundo, una reubicación de los mercados, un restablecimiento de los estados nacionales, la solidificación o desaparición de grupos humanos, y, con ello, la adquisición de nuevos conocimientos o la desaparición de saberes profundos. Esto ha repercutido en nuevos fenotipos humanos; por ejemplo, los antropólogos físicos predicen que en no más de tres generaciones los rubios desaparecerán del paisaje humano, así como también han estado desapareciendo con gran velocidad alimentos en el planeta. Se han perdido conocimientos sobre el uso medicinal, mágico y nutricional de las plantas, en gran medida por la voraz intención, al momento exitosa, de homogeneizar por vía del mercado todas las mercancías, incluidos los alimentos.

Un ejemplo que llama la atención por su gravedad, es la desaparición de cerca de 34 o 36 razas del zea mays mesoamericano, nombre científico otorgado a la especie domesticada de maíz que cotidianamente consumimos los mexicanos bajo diferentes formas. Estas razas de maíz han sido el resultado del manejo milenario de los campesinos, que han logrado adaptar este cereal desde el nivel del mar hasta altitudes de tres mil metros; esta selección de razas ha servido para producir este vital alimento en terrenos de secano, humedad e irrigación. La alta tecnología agrícola de orden tradicional logró la milpa, que consiste en la asociación de distintas especies vegetales, todas destinadas a la nutrición humana, como el maíz, la calabaza, el chile, el frijol y los quelites, productos que sintetizan la alimentación básica de muchos grupos en nuestro país. En el caso del maíz, su uso y consumo en México es interclasista y atraviesa todo el territorio, incluso traspasa fronteras, ya sea en forma de tortilla, que es alimento, plato, cuchara o servilleta, y en otras presentaciones, como el tamal o el atole. El maíz es parte integrante de la amplia variedad nutricional de México con sus distintas particularidades locales y regionales: el pozole guerrerense, el totopo del Istmo, el zacahuil huasteco o la tlayuda, ejemplos que muestran las distintas formas de artesanía culinaria que implican una alta tecnología.

Mujer moliendo en metate
El cultivo y uso del maíz supone un amplio tema de estudio para la antropología, pues este producto constituye parte de la cultura y alimentación de los mexicanos. De ahí el preocupante problema de la introducción del maíz transgénico, que pone en riesgo a las especies nativas de este alimento
© Cortesía de Everardo Garduño.

Actualmente, esta riqueza está en serio peligro por la introducción del maíz transgénico, que ha dejado de ser zea mays y que contamina el material genético de las razas nativas, poniéndolas en peligro de extinción. El mercado trasnacional corporativo se esfuerza por homogeneizar y hacer desaparecer las culturas que se resisten a aceptar innovaciones perjudiciales. Situaciones similares a las del maíz las viven los campesinos de los Andes, donde la selección de las razas de sus papas y tubérculos también se encuentra en peligro por la introducción de material transgénico. África también se ha visto obligada a reducir variedades de mijo y sorgo para producir las que les dictan a los agricultores los poderosos consorcios agroquímicos. Similares circunstancias se sufren en Oriente con la producción de arroz. Paralelamente a esta situación, la UNESCO anuncia que de las seis mil lenguas que se hablan en el planeta, de dos mil quinientas a tres mil están en peligro de desaparecer.

Los resultados de estas tendencias en las dinámicas sociales de los pueblos indígenas y tribales, de raíz campesina, están provocando el abandono de sus prácticas agrarias, ya sea por lo poco rentables, por pérdidas en tiempo, en fuerza de trabajo e incluso en forma monetaria, o bien por la migración en busca de nuevas expectativas. Ésta ha sido una de las vías, no sólo para la desaparición por medio del acoso económico y político de sectores en condición de minoría, sino también para la derrama en el mercado de lo que genéricamente denominamos alimentos chatarra, casi todos ellos con altos contenidos de carbohidratos, con colorantes y saborizantes artificiales y con nula aportación nutricional. Las secuelas están a la vista; a nivel mundial, México tiene la mayor cantidad de personas obesas, y disputa el primer lugar, con los estadunidenses, en diabéticos. Pese a ello, hay grupos que tendencialmente se aferran a sus formas tradicionales de producción y las defienden a toda costa, demostrando una estrategia cultural de resistencia, y al mismo tiempo comprueban que los alimentos producidos de manera tradicional resultan más nutritivos y en consecuencia más saludables. Ésta es una tendencia planetaria y forma parte del conflicto que se libra en la actualidad en nuestro mundo.

La gastronomía, que tiene por arte lo culinario, radica en la disposición de alimentos y en sus formas de preparación, de ahí la adquisición de la identidad cultural. Sería muy extraño encontrar a un mexicano que no guste del más elemental de los platillos, que es el taco; éste es un elemento cultural indiscutible, su distinción clasista dependerá del relleno: no es lo mismo tener este alimento con quelites, jitomate y chile, día con día, que ofrecerlo con un suculento corte de carne, en este caso, probablemente encontraríamos una diferencia de sector social o en su caso de clase social, pero en sí, este sencillo platillo es una identificación nacional. En la historia de la cocina existen distintos préstamos que incluso logran llegar a ser parte integral de la identidad de un pueblo. El jitomate es de origen mesoamericano y sería casi imposible entender nuestra cocina y su arte sin él; este fruto, de la familia de las solanáceas, ha sido un préstamo que Mesoamérica otorgó a Europa y al mundo, y desde hace varios siglos el pomod'oro (manzana de oro) o jitomate, es el ingrediente central de la comida italiana. Los spaghetti (de origen oriental) no se pueden concebir sin una salsa de jitomate y otro ingrediente del mundo árabe que es la albahaca. Sirva este breve ejemplo para entender que las cocinas intercambian productos, procedimientos en su desarrollo histórico y evolutivo, pero mantienen una estructura, digamos un punto de referencia. En otras palabras, un núcleo cultural.

Existen préstamos culinarios aceptables, incluso propositivos, que están destinados a optimizar el sabor, la calidad y los efectos nutricionales del individuo y del grupo que los consume. Así como se expandió el uso del jitomate en Europa, nosotros hemos recibido el aceite de oliva que, en su uso moderado, ha demostrado poseer propiedades nutricionales de alta calidad, y resulta ser un mejor aceite que el que proporciona la grasa de origen animal. Esto lo podemos extender a frutos y vegetales que se han incorporado en nuestra tradición gastronómica; al mismo tiempo, resurgen alimentos que se encontraban al punto de la extinción, como el amaranto (Amaranthus Spp), que los conquistadores españoles intentaron suprimir de nuestra dieta por considerar que era utilizado en rituales bárbaros, pues algún cronista reseñó que en el sacrificio humano se mezclaba el amaranto con la sangre. También existen préstamos alimenticios nocivos, que no forman parte de la estructura cultural que nos identifica y que, aunados a las actuales formas de vida cada vez más sedentarias, se convierten en verdaderos tóxicos para nuestra salud, afectando en lo fundamental a los niños. Ejemplos de lo anterior son el uso excesivo de alimentos industrializados, como los refrescos embotellados con altísimas cantidades de azúcar, que desplazan a las tradicionales bebidas de frutas o de maíz (el pozol del área maya, el agua de chía, el tepache, la horchata, la jamaica, entre otras tantas bebidas refrescantes y nutritivas); o el consumo indiscriminado de caramelos que deja de lado la variedad de postres con los que cuenta nuestra cocina (la calabaza en tacha, las frutas cristalizadas, o simplemente una fruta que se condimenta con chile, sal y limón). El mercado se ha inundado de alimentos chatarra con harinas y azúcares en forma de pasteles, o la enorme cantidad de frituras que consumen nuestros niños y jóvenes día con día. Lo anterior ha conducido a profundos trastornos fisiológicos y nuevas modalidades en el proceso salud-enfermedad. Cada vez es más frecuente y a edades más tempranas la aparición de enfermedades de origen endocrino o cardiovascular, que afectan el crecimiento y desarrollo individual y poblacional, generando, además, una pérdida de nuestra identidad.

Si a lo anterior sumamos otros préstamos de orden lúdico, también se genera una merma de nuestra identidad. En las ciudades es cada vez más difícil observar el juego de las canicas, el trompo o el balero, que ponen en funcionamiento la ubicación del espacio, el manejo psicomotor fino y el desempeño de los reflejos. Tampoco se ven otro tipo de juegos, como las escondidas, el bote pateado, el avión, los quemados, los encantados, las traes, que ponen en movimiento el mecanismo músculo-esquelético y psicomotor mayor. En muy poco tiempo estamos asistiendo a una cultura visual que, de entrada, no se debe desechar; la telemática y la informática son instrumentos de la vida contemporánea que asombran y ayudan al aprendizaje, pero los contenidos que se ofertan a los grandes conglomerados de población, principalmente infantil y juvenil, los atrapa con elementos culturales que rompen con formas tradicionales de adquisición de la identidad. La informática y la telemática no son ni buenas ni malas; lo peligroso es el uso que se les da. Finalmente son medios y no fines, como hasta ahora los sectores dominantes lo están imponiendo. Es lamentable que la socialización que permiten nuestros recursos lúdicos se sacrifique en aras de los beneficios de un mercado de la imagen que proporciona poca información positiva, y más bien provoca el aislamiento y el acento en la individualidad, fracturando alternativas basadas en cooperativas o en el desarrollo comunitario.

La cultura es un producto social; no es unívoca, no es uniforme, tiende a la diversidad y es también un espacio de conflicto. Una tendencia que varios sectores de nuestro país impulsan es la necesidad de recuperar los espacios de convivencia social que en los últimos años han sido arrebatados del disfrute social. Las plazas, los jardines, los parques, las calles, deben ser retomadas para la vida comunitaria; sin participación social los procesos culturales se fracturan. Frente al ofrecimiento de diversión en plazas comerciales, las familias, los jóvenes y los niños debemos tomar de nueva cuenta los espacios públicos ante la afrenta del automóvil, el comercio de todo tipo, que se conduce en los últimos tiempos hacia la chatarrización de la vida social y comunitaria. Recuperemos la inmensa riqueza que nuestra historia local, regional y nacional nos ofrece para un mejor disfrute de la vida.


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