Para entender cómo funciona el acto de leer debe tenerse presente que la naturaleza de la escritura es de carácter temporal, esto es, que no puede ser aprehendida de una sola vez, sino que es preciso que el lector recorra el texto de principio a fin, en un proceso que sólo se desarrolla en el tiempo.
El proceso dinámico y temporal que tiene lugar entre un lector y un texto inicia antes de que la lectura, propiamente dicha, empiece. La filiación genérica del texto, su título y el nombre de su autor, entre otros factores, despiertan en el lector una serie de expectativas y suposiciones sobre su contenido, las cuales no cesan de transformarse, desecharse o sustituirse por otras a medida que la lectura avanza y se incorporan nuevas informaciones que el texto ofrece.
Al seguir leyendo, se abandonan suposiciones previas, se establecen relaciones implícitas entre elementos que pueden estar dentro o fuera del texto, se contrastan datos parciales, se examina aquello que se había creído encontrar, se llenan los vacíos de información, se hacen inferencias y se ponen a prueba las intuiciones. Así, la lectura nunca es un proceso lineal, se realiza simultáneamente, yendo hacia delante (planteando hipótesis) y hacia atrás (haciendo ajustes); se trata de un ejercicio de ensayo y error que permite la construcción de significados, así como el establecimiento de la coherencia entre los diferentes elementos de un texto.
El lector nunca es un receptor pasivo, sino que participa activamente en la construcción del sentido de un texto, modificándolo; a su vez, el texto literario tiene la capacidad de transformarlo, ya que al contener algunos aspectos perturbadores, extraños o estimulantes, ofrece nuevos códigos de comprensión del mundo y de los propios lectores.