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3.2.5 El segundo imperio y la intervención francesa

Cuando Napoleón Bonaparte vendió Luisiana a Estados Unidos en 1803, tenía la intención de crear un rival para Inglaterra, amenazando las posesiones británicas en América y fortaleciendo a los antiguos colonos británicos, constituidos en una nación independiente. Se dice que comentó: "acabo de dar a Inglaterra un rival marítimo que tarde o temprano humillará su orgullo".55 El resultado fue un tanto distinto del esperado por el emperador francés, pues Inglaterra vio, en esa venta, la oportunidad de librarse de la amenaza francesa en América del Norte. Asimismo, para los estadunidenses, en constante crecimiento demográfico, se abría la expectativa del oeste americano. En páginas anteriores hemos visto los grandes problemas que esa expansión generó, primero para el imperio español y, más tarde, para la joven nación mexicana.

Treinta y tres años después de aquella venta, Luis Napoleón, sobrino de Bonaparte, llegaba a América. Venía desterrado por intentar sublevar al ejército francés y tomar el poder. La experiencia americana le hizo ver la fuerza que había adquirido Estados Unidos y las riquezas de la antigua América española, devenida en una serie de repúblicas inestables. Luis Napoleón estuvo en Nicaragua, donde acarició la idea de construir un canal que comunicara el Atlántico con el Pacífico. Entonces se planteó establecer en la frontera sur de Estados Unidos una monarquía fuerte para intentar frenar su expansión.

Así pues, Luis Napoleón no tardó en desarrollar lo que los historiadores Alfred Jackson Hanna y Kathryn Abbey Hanna han denominado "el Gran Designio de Napoleón III", el cual consideraba que, con ayuda francesa, México y las otras repúblicas debían convertirse en monarquías estables. De esta manera, Francia se convertiría a su vez en la potencia europea hegemónica. La influencia latina superaría el poder de Inglaterra y Estados Unidos, haciendo de París el centro de la cultura y de Roma el del imperialismo religioso.56

Estas ideas fueron resumidas y publicadas por el escritor anglosajón Roberth Hogarth Patterson en la revista Blackwood's Edinburgh Magazine:

Es una tarea tan nueva como honrosa para un monarca, intentar la regeneración de un país que no es el suyo, llevar la civilización y la prosperidad a una región del globo donde ambas han decaído, aunque emprendiera esa tarea pensando en primer lugar en sus propios intereses. Es sin duda un noble designio salvar a un país tres veces mayor que Francia de su estado de desolación crónico: cruzarlo con vías férreas, reconstruir sus antiguos canales de riego, abrir nuevamente sus ricas minas y hacer que sus zonas áridas se cubran de flores y frutas y de plantas útiles. Pero es aún más noble rescatar de la anarquía, la desmoralización y el sufrimiento a una población de ocho millones de habitantes […]. Napoleón ha colocado a los mexicanos en un plano que no podrían haber logrado por sí mismos y les da un gobierno ayudado temporalmente por sus tropas, reconocido por las potencias europeas y con buen crédito en otros países, gracias al cual podrá realizarse la regeneración de las condiciones materiales y morales de México.57

Luis Napoleón Bonaparte tuvo la oportunidad de llevar a cabo sus ideales al llegar al poder en Francia. Fue elegido presidente de la Segunda República en 1848 y, a partir de 1852, se convirtió en emperador, llamándose Napoleón III. Los intereses de este gobernante francés concurrieron, sin duda, con los de un grupo de mexicanos que, en términos políticos, han sido considerados "conservadores" y cuya experiencia política en el área de las relaciones exteriores les hizo creer necesario el establecimiento de un régimen monárquico, encabezado por algún príncipe europeo. Por ejemplo, uno de los principales autores de la "conspiración monárquica", José María Gutiérrez de Estrada, fue ministro de Relaciones Exteriores mexicano y durante su gestión se manifestó por primera vez el interés estadunidense por comprar Texas. En un caso parecido encontramos a Juan Nepomuceno Almonte, quien desde su infancia había sido enviado a Estados Unidos, junto con la comisión encargada por su padre, José María Morelos y Pavón, para buscar el reconocimiento diplomático de aquel país. Allá estudió y, en 1834, formó parte de otra comisión para establecer los límites entre Estados Unidos y México, luego formó parte del ejército mexicano que luchó contra la independencia de Texas. Asimismo, Miguel Miramón –a la postre militar imperialista– contó durante su participación en la guerra de reforma con Manuel Diez de Bonilla, antiguo diplomático que participó en la venta de la Mesilla a Estados Unidos. Podría decirse, pues, que la dolorosa experiencia de algunos mexicanos con el expansionismo estadunidense había influido en su perspectiva imperialista.

El detonante fue, sin duda, la suspensión de pagos de la deuda del gobierno juarista, decretada en julio de 1861, que afectaba a Inglaterra, Francia y España. Las tres naciones decidieron firmar un acuerdo y presionar al gobierno mexicano para revertir esta decisión y asumir las reclamaciones por daños cometidos a sus connacionales, largamente postergadas por los diferentes gobiernos mexicanos.

Los eventos se sucedieron con gran rapidez. Buques de las tres naciones se apostaron frente al puerto de Veracruz. Juárez envió al ministro Manuel Doblado a negociar y se firmaron los tratados de La Soledad. Sobrevino la retirada de Inglaterra y España, pero no la de Francia, que procedió a desembarcar sus tropas y ocupar el territorio mexicano. El ejército francés avanzó desde Veracruz hacia la ciudad de México, pero en Puebla se tropezó con el ejército mexicano comandado por el general Ignacio Zaragoza, en la célebre batalla del 5 de mayo de 1862. Eso detuvo a los franceses casi un año, pero en abril de 1863 tomaron Puebla, y Juárez decidió abandonar la ciudad de México comenzando así una resistencia itinerante.

Aunque había sido contactado por los conservadores mexicanos desde 1859, el archiduque Maximiliano de Habsburgo58 arribó hasta mayo de 1864, para hacerse cargo de la corona imperial mexicana. El segundo imperio se sostuvo, en una primera etapa, por las tropas francesas y de otras nacionalidades, como los belgas enviados por Leopoldo I, suegro del novel emperador. Pero a principios de enero de 1866, Napoleón III anunció la retirada de las tropas francesas. Maximiliano, que era un liberal moderado, tuvo que aceptar el apoyo de los conservadores mexicanos. De todas formas, poco duró el imperio, pues Maximiliano cayó prisionero del general Mariano Escobedo en mayo de 1867 y, tras un juicio en el que numerosos personajes europeos pidieron clemencia, fue fusilado el 19 de junio de 1867.

Según escribió en una carta el rey Leopoldo de Bélgica a su hija Carlota, la misión aceptada por Maximiliano no era un acto de ambición, sino de simple caridad: "una vez que estéis firmemente establecidos en México, es probable que una gran parte de América se ponga bajo vuestro gobierno". No obstante, el imperio gobernado por Maximiliano y Carlota nunca dejó de ser un proyecto.

El llamado "segundo imperio" ocurrió en la época del romanticismo. Tal vez sea por ello que todos los actores han quedado impregnados por el halo de la época. Los liberales, encabezados por Juárez, suelen ser caracterizados como héroes de la resistencia, de la defensa de la patria. De esta época es la imagen de Benito Juárez con su levita negra, algo raída, montado en su carruaje, desplazándose por los sinuosos caminos mexicanos y encarnando en su persona la defensa de la República. El emperador suele representarse como un soñador que retomaba la historia de sus antepasados, entre ellos Carlos V, y que buscaba el bienestar del pueblo mexicano. La emperatriz Carlota ha sido vista como una mujer que luchó en las cortes europeas por mantener vivo el imperio, "la única mujer que ha dormido en el Vaticano", suele decirse, y su posterior "locura" ha inspirado a más de un escritor, como Fernando del Paso, autor de Noticias del Imperio.59 Napoleón III aparece como el villano que engañó a España e Inglaterra en las reclamaciones tras la suspensión de pagos mexicana, el que engañó asimismo a Maximiliano, ofreciéndole la corona sin hacerle ver la verdadera situación mexicana, el político oportunista que supo retirarse tras el final de la guerra de secesión estadunidense. Y los militares, sobre todo belgas y mexicanos, suelen caracterizarse como hombres de honor, valientes guerreros, imágenes que, por cierto, beneficiaron a Porfirio Díaz años más tarde.

Es posible que estas caracterizaciones contengan mucho de verdad, pero también es cierto que la intervención francesa y el segundo imperio constituyeron un capítulo más del enorme esfuerzo francés por no quedarse a la saga de Inglaterra y por detener el evidente expansionismo estadunidense. El resultado favoreció, de manera inmediata y sin ninguna duda, a Inglaterra, que se convertía en la nación más poderosa del planeta; y también a Estados Unidos, que devino actor de primer orden en la política latinoamericana.

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