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3.4 EL LENGUAJE Y LOS LENGUAJES

La Torre de Babel

La Torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo, 1563.

Seguramente hemos pasado por una situación similar a la que se describe enseguida:

Un sábado por la mañana nos despertamos de buen humor, nos bañamos mientras hacemos planes para el resto del día, vamos a desayunar, saludamos a todos con una sonrisa y de repente le decimos a nuestra hermana o alguien con el que convivimos: “Pásame el cereal, marranina.” Nuestra intención no fue otra que la de hacer un comentario jocoso, pero tal vez ella está ese día un poco más susceptible que de costumbre y se levanta llorando, indignada por el comentario que hicimos sobre su aspecto. Si hay más personas nos dirían que somos unos groseros e insensibles. Y lo peor es que ni siquiera la intención fue insultarla.

En esos momentos uno desearía que el lenguaje fuera perfecto, sin malentendidos, que no hubiera lugar para ninguna duda. En realidad se trata de un anhelo muy presente en la cultura humana. Por ejemplo, es posible que recordemos el relato bíblico de la Torre de Babel, en la que los hombres quisieron erigir una torre que llegara hasta el cielo. Dios castigó a los constructores confundiendo sus lenguas de tal manera que no tardó en extenderse el desorden debido a la incapacidad de entenderse unos con otros, confusión que motivó el abandono de la empresa.

Ese relato expone la frustración generada por la incapacidad de comunicarse de manera directa y sin malentendidos. ¿Existe un lenguaje que sea más “verdadero” o “correcto” que otro? ¿Hasta qué punto el lenguaje depende de las formas de vida moldeadas por la tradición y la costumbre? Si realmente ocurre así, ¿con base en qué podríamos criticar como irracionales otras formas de vida? ¿Hay compromisos de racionalidad mínimos que nos obliguen a admitir el uso de cualquier lenguaje? Este punto trata de explorar una perplejidad que casi siempre salta cuando alguien se inicia en el estudio de la filosofía:“Si al parecer tratan de enseñarnos teorías que explican cuáles son los supuestos que están siempre presentes en nuestro trato con la realidad, ¿cómo podemos darle sentido a las experiencias particulares? Después de todo, no vemos nada universal o necesario en las cosas que decimos o en los gustos que tenemos.” Ese desconcierto —que es perfectamente normal— podría explorarse con base en el cuestionamiento de cómo los lenguajes concretos que empleamos diariamente incluyen conceptos a los cuales se les suele atribuir un carácter universal: “razón, verdad, justicia”.


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