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2.5.2 Conocimiento y verdad más allá de la mente y la epistemología

A partir de Descartes, los estudiosos del conocimiento fincaron la existencia de un espacio interior, una mente, un adentro, como la certeza que nos define y de la que habría que partir. Una vez establecido firmemente lo mental, se describió la manera concreta en que se forman, en nuestro interior, las representaciones mentales por medio de las cuales hacemos entrar al mundo en el interior de nosotros mismos; es decir, lo conocemos. Por último, llegamos al problema de pasar de la interioridad de cada uno al nosotros, a la comunidad de los conocimientos que nos permitiría afirmar que habitamos el mismo mundo, percibimos las mismas cosas, consideramos como verdaderos los mismos saberes. En este punto, sin embargo, al analizar la verdad —el conocimiento común— topamos con un límite. Ninguna de las teorías analizadas —la verdad como adecuación, como consenso y como poder— parecía resolver realmente la espinosa cuestión de saber si lo que está en mi adentro es lo que está en el de otro. ¿Cómo entonces saber que algo, una pieza de conocimiento, es válida para todos?

Según Richard Rorty, es ante la cuestión de la verdad que la forma de razonar que hemos venido exponiendo llega a su fin, se termina, porque, a su parecer, existe un equívoco fundamenta en el punto de vista impulsado por Descartes y John Locke, y continuado hasta  nuestros días por muchos otros, pues una cosa es explicar el modo, la mecánica, el dispositivo mediante el cual supuestamente se forman las “representaciones mentales”, y otra muy diferente es la cuestión de por qué y cómo un conocimiento es verdadero.

La validez del conocimiento, entonces, es un asunto totalmente distinto e independiente de la forma en que funcionan las mentes individuales. La teoría de la relatividad de Albert Einstein, por ejemplo —la ecuación que postula que la energía es igual a la multiplicación de la masa por la velocidad de la luz al cuadrado—, es verdadera independientemente de la forma en la que funcionaba la mente de Albert Einstein, e incluso lo sería si el científico no hubiera existido o no hubiese tenido mente del todo.

Se podrían multiplicar los ejemplos al infinito: la teoría cuantitativa del dinero, en economía, que postula que en una sociedad, en cada momento existe precisamente la cantidad de dinero que hace falta para intercambiar la producción, es una doctrina cuya verdad o falsedad no tiene nada que ver con la mente o las representaciones de nadie. El de la verdad, dirá Rorty, no es un asunto epistemológico, sino lingüístico, cultural e histórico.

Hoy vivimos, con las nuevas tecnologías, la experiencia por la que pasaron, en su momento, seres humanos anteriores —los que enfrentaron el nacimiento de la escritura o la generalización del libro—, en la cual nos damos cuenta de que tenemos más conocimientos de los que creíamos poseer. No sólo aquellos contenidos usualmente en los libros e impresos —letras, diagramas, cuadros—, sino muchos otros elementos —imágenes (fijas y en movimiento), sonidos, sabores y texturas— que se incorporan al acervo de la cultura humana y reclaman el título de saberes. Incluso formas de conocimiento que hubiésemos creído olvidadas, como las narraciones orales o los mitos, vuelven ahora que sus elementos constituyentes pueden ser criticados y preservados a la vez.

¿Cómo orientarse en este nuevo universo del saber? La respuesta ofrecida por la epistemología moderna, en el sentido de guiarse por lo que la mente puede interiorizar, no parece ya suficiente porque el saber incluye cosas que, o bien van más allá de lo mental (el código genético, por ejemplo, es un conocimiento que se transmite por generaciones en términos no psíquicos), o, aunque fuesen incorporables en el interior del sujeto, son de tal monto, suponen tal cantidad de información y datos, que ya no existe mente capaz de abarcarlas. Ello no quiere decir que la epistemología fundada por René Descartes y John Locke haya dejado de desempeñar, por completo, algún papel en nuestro tiempo. Por el contrario, muchas investigaciones en disciplinas muy diversas —por ejemplo, la inteligencia artificial, la psicología, las ciencias cognitivas, la robótica, el desarrollo de sistemas expertos, la digitalización y la simulación de procesos, así como la cibernética en general— recurren a las aportaciones de los filósofos modernos.

Ello no es casual porque, al describir la formación de las representaciones mentales como el producto de una serie de operaciones combinatorias y repetitivas, se establecieron las bases para la posibilidad de recrear esos dispositivos en otros soportes materiales, como engranes, transistores, chips o, incluso, organismos biológicos. Parafraseando lo dicho en su momento por uno de los fundadores del proyecto de investigación en inteligencia artificial, Alan Turing, una vez descrito el pensamiento humano como un dispositivo mecánico, no debería asombrarnos la hipótesis de que las máquinas puedan pensar.

No obstante, queda pendiente el problema de la validez del conocimiento, el cual parece adscribirse a dimensiones independientes de la cuestión de los procesos de su construcción en dispositivos mentales. A este respecto, varios filósofos del siglo XX, entre ellos Rorty, pero también otros importantes como Jacques Derrida, Hans-Georg Gadamer, Ludwig Wittgenstein, Jürgen Habermas, Donald Davidson, propusieron que la cuestión del conocimiento no se refería a sucesos mentales o psicológicos de cualquier tipo, sino que estábamos más bien en presencia de fenómenos lingüísticos, de cuestiones referidas al lenguaje.

Independientemente de si los tengo en la mente o no, los saberes son marcas materiales en hojas, palabras que se siguen unas a otras en forma de libros, folletos, páginas web y otros; o también secuencias de frases guardadas en cromosomas o disquetes, o que, simplemente, se enuncian y transmiten en las conversaciones cotidianas. No sabemos lo que la teoría de la relatividad era en el cerebro de Einstein, pero su enunciado está ahí, frente a nosotros, como una de las formas que puede adoptar el idioma.

La gran mayoría de filósofos y teóricos que trabajaron durante los últimos cien años estuvo de acuerdo en dar el paso desde lo psicológico, que era el centro de la epistemología moderna, hacia el lenguaje. A esta inclinación de todos, a principios y durante el siglo XX, se le conoció en los espacios académicos como “el giro lingüístico”.

Pero, a pesar del acuerdo general en la necesidad de enfocar lo lingüístico, en el terreno de la teoría del conocimiento no llegó a cristalizar una concepción dominante, o que fuera reconocida ampliamente como verdadera, porque el lenguaje mismo tiene muchas dimensiones (lógica, semántica, retórica, pragmática) y los diferentes autores se inclinaron por alguna o algunas de ellas para utilizarlas como el hilo conductor de sus reflexiones. Hubo quien consideró que era el aspecto formal de los enunciados (lógica) lo que nos permitiría distinguir lo que es conocimiento de lo que no. Hubo otros que otorgaron esa función al contenido del decir, al significado de los componentes lingüísticos (semántica). Unos más consideraron que era el uso de los lenguajes, ya sea en la vida cotidiana o en los espacios y prácticas especializadas, como las instituciones de investigación científica (pragmática), lo que nos permitiría orientarnos en el terreno del saber. En fin, hay también, a últimas fechas, autores que consideran que el saber y su organización están vinculados al estilo de su enunciación (retórica).

Hasta ahora, ninguna de estas perspectivas de epistemología lingüística ha logrado convencer a todo el mundo. El problema se agudiza porque, como decíamos, las nuevas formas de producir y preservar los productos de la actividad humana nos enfrentan a la necesidad de considerar como saberes cosas que tal vez ya no sean en sí mismas lenguajes, o que lo son de maneras nuevas y que es necesario investigar. En lo que sabemos ahora se incluyen olores, matices de sabor, entonaciones y pronunciaciones, imágenes, los cuales no constituyen aspectos a los que les hayamos puesto suficiente atención cuando estudiamos el lenguaje. Seguramente el de la epistemología no es hoy un asunto exclusivamente lingüístico, sino cultural en un sentido muy amplio.

La sociedad del conocimiento, con su ola inmensa, su tsunami de saberes, entre los cuales, con frecuencia, ya no sabemos distinguir lo verdadero de lo falso, requiere con urgencia una profundización del estudio del conocimiento mismo. Hace falta un enfoque que recupere lo que los seres humanos pensaron en siglos anteriores —tanto las ideas de los antiguos como las de los modernos—, pues en medio del caos cognoscitivo al que nos enfrentamos, la propuesta de algunas élites y poderes económicos es la de considerar como saber sólo lo que redunde en una mayor productividad y eficiencia del trabajo, y que, además, pueda venderse. Privatizar el acceso al saber sería la consecuencia de esa forma de ver. Pero hoy la sociedad demanda del conocimiento muchas más cosas que el incremento de la eficiencia o la rentabilidad productiva. La desigualdad social, los problemas ecológicos, las diferencias entre las civilizaciones, vuelven imperativo extender las miras y recuperar ese punto de partida de la Ilustración, que perdura más allá de los detalles de las teorías que construyeron los pensadores singulares.

“El conocimiento es de acceso público, ten el valor de hacer uso de tu razón”, son las premisas que deberán seguir ordenando a toda epistemología por venir.


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