La forma más usual de concebir lo verdadero es cuando las palabras se corresponden con los hechos. El enunciado “está lloviendo” es verdadero si ocurre que, en efecto, gotas de agua caen en ese instante de las nubes. Por eso esta teoría se llama de correspondencia o adecuación: lo que se dice corresponde o se adecua a lo que es. Es muy probable que en las pláticas cotidianas se recurra casi siempre a esta idea de la verdad, pues en apariencia es la más simple y llana. Y si lo que es es así, entonces no habría razón para que lo que está en mi mente no sea lo que está en la de los otros. Se pasa del yo al nosotros simplemente porque hay una realidad ahí afuera que es común, y punto.
Es una buena teoría; útil y práctica para lidiar con las dificultades usuales del mundo. Sin embargo, cuando se la examina con más cuidado se descubre que en ella se encierra una serie de dificultades. Cuando se afirma que las palabras corresponden o se adecuan a los “hechos”, ¿qué es exactamente lo que se quiere decir? Se compara la frase “Está lloviendo” con las gotas de lluvia que caen por la ventana. Pero, ¿cómo se puede hacer eso? Porque las palabras Son palabras, y las gotas son… gotas, es decir, moléculas combinadas de hidrógeno y oxígeno. ¿Qué tienen que ver? ¿Cómo se relacionan los vocablos con los átomos? ¿Acaso no se trata de dos cosas de naturalezas radicalmente diferentes?
Lo que los filósofos descubrieron es que, en realidad, no se comparan realmente las palabras con las cosas, sino las palabras con las palabras. Lo que llamamos “hechos”, como si fueran entes o situaciones que ocurrieran allá afuera, independientemente de nosotros, son realidades vinculadas a nosotros, producidas por nosotros en la medida en que las nombramos. Es el hombre quien ha llamado lluvia a la lluvia, y cuando las gotas caen, ese “hecho” ya está vinculado a la cultura humana que le puso nombre, lo identificó y lo separó como un fenómeno particular de la naturaleza.
Algunos contextos de las prácticas técnico-científicas muestran esto con mayor claridad. Así, cuando el médico se pregunta si un niño tiene fiebre y para responderse observa el termómetro que puso en la boca del niño, el “hecho” de la temperatura del paciente no es algo simplemente “natural”, sino el comportamiento de un dispositivo —el termómetro, que fue construido por el ser humano— y la puesta en acto de una convención, la cual dice que, a determinada altura de la columna de mercurio, le corresponde un determinado grado de temperatura. Más aún, la fiebre, como enfermedad o síntoma de la misma, es un producto de la ciencia médica y es un “hecho” que durante milenios los seres humanos no conocieron.
Para poder comparar realmente las palabras con lo que representan tendríamos que confrontar lo que decimos con el mundo antes de ser nombrado por el ser humano, pero, ¿se puede uno imaginar siquiera el mundo sin el ser humano? Por ejemplo, si se piensa en el mar, se piensa en una masa de agua precisamente porque ésa es la palabra con la que una cultura nombró a los océanos.
La verdad como correspondencia o adecuación, si fuera posible, si no originara esta serie de cuestionamientos, tal vez resolvería a plenitud el problema de pasar del yo al nosotros, es decir, la cuestión de que el conocimiento al que llega cada uno con su mente acaba siendo el conocimiento de todos. Si la realidad fuera captable al desnudo podríamos llegar al conocimiento completamente “objetivo”; uno que, sin importar quién fuera el que lo alcanzara, no sufriría modificación alguna.
Por desgracia no parece sencillo lograr ese ideal, y hoy en día, especialmente en el terreno de las ciencias sociales —donde los “hechos” tienen que ver con las acciones de seres pensantes, hablantes y cognoscentes—, los investigadores buscan alternativas que, asumiendo que no podemos llegar a lo real puro (antes de ser contaminado por nuestro lenguaje), por lo menos controlen nuestra intromisión en el mundo al conocerlo, para que la verdad siga siendo algo común y no se llegue al extremo de afirmar que no existe lo verdadero, sino sólo la forma parcial en la que cada uno ve las cosas. Si este último fuera el caso, no se podría pasar del yo al nosotros y quedaríamos encerrados en nuestras respectivas mentes.
A partir de los problemas suscitados por la teoría de la adecuación o correspondencia se propuso la de la verdad como consenso. De acuerdo con esta perspectiva, es verdadero aquello que acordemos que lo es. Así, si no podemos saber si la pared es amarilla por sí misma, independientemente del nombre que le pongamos o de la forma en la que la veamos, podemos acordar que es amarilla porque todos decidimos llamarle así. Es decir, convenimos en poner el mismo nombre a lo que cada quien observa.
Esta teoría de la verdad como consenso molesta y escandaliza a los autores que quisieran que lo verdadero existiera realmente y no estuviera sujeto a nuestros acuerdos o disonancias. En filosofía, a los que consideran que la verdad existe por sí misma, sin importar nosotros y las formas en que tenemos acceso a ella, se les llama “realistas”. Uno de los más importantes es Platón. Es realista en el sentido de que cree que la verdad realmente existe y que no es relativa a nosotros. En nuestro tiempo, el realismo sigue siendo una manera muy importante de plantearse la cuestión de la verdad. Por ejemplo, el filósofo Karl Popper, uno de los pensadores más relevantes del siglo XX, hizo de la defensa del enfoque realista un auténtico eje de su reflexión.
Los que defienden la idea de la verdad como consenso suelen construir teorías complejas. No se trata de postular, simplemente, que cualquier grupo de personas se pone de acuerdo en considerar verdadera cualquier cosa, sino que se describen condiciones muy específicas y rigurosas para dar cuenta de la formación de los consensos. En las ciencias, por ejemplo, existen entre los científicos grandes acuerdos en relación con el carácter verdadero de una serie de teorías y principios. Esta confluencia no significa, de ninguna manera, arbitrariedad u ocurrencia, sino que los procesos por los que los investigadores coinciden en algo son complicados, lentos y conllevan una estricta vigilancia. El asunto tiene que ver con las prácticas que los físicos, químicos, biólogos o estudiosos del área que sea el caso, consideran mecanismos válidos de experimentación, divulgación y debate. También en el terreno más general de las culturas, el hecho de que un pueblo, una nación o una etnia llegue a considerar algo como verdadero, depende de procesos enrevesados que incluyen las costumbres, la organización política y religiosa, las artes y muchos otros elementos más.
En fin, aunque la verdad sea consensuada no significa que es lo que se le antoje a cualquiera. Tampoco está escrito en ningún lado que la idea del consenso lleve necesariamente al relativismo, es decir, a la postura de aceptar con resignación —en vista de que no podemos tener acceso al mundo independientemente del ser humano— que lo verdadero está condenado a ser una cosa para unos y otra para otros. Pues de entrada no se descarta la posibilidad de alcanzar alguna forma de consenso universal sobre algún tema en el que todos los seres humanos que existen, han existido y existirán, no dudarían en considerar verdadero. Al parecer, algo así no ha sido descubierto aún, pero su aparición, aunque difícil, no es imposible.
Una visión pesimista acerca de la verdad como correspondencia, pero también acerca de la postura que privilegia el consenso, afirma que lo que en general los hombres han considerado como verdadero ha estado ligado a las relaciones de poder en la sociedad. Quien ha tenido la capacidad de imponer sus perspectivas, por diferentes medios, ha logrado también crear “verdades”. Habría, pues, una estrecha relación entre saber y poder; el uno no existiría sin el otro. La verdad sería uno de los productos esenciales del poder. En cuanto al paso del yo al nosotros, a la posibilidad de compartir lo que habita nuestra interioridad, los defensores de esta doctrina se ubicarían en el desengaño: ante la imposibilidad de llegar a la comunidad intersubjetiva, el poder impondría, para fines prácticos, el contenido de la mente de unos como si fuera la de todos, y poco importaría si existieran desajustes interiores, inadecuaciones y resquemores íntimos.
Las reflexiones más interesantes en este terreno, las que propusieron en su momento autores como Friedrich Nietzsche y Michel Foucault, afirman que el poder no sólo acaba imponiendo el contenido del conocimiento, es decir, lo que se ha de considerar como verdadero, sino que también crea al propio sujeto cognoscente, a la subjetividad, al tipo de “mente”, “yo”, “entendimiento”, o como hayamos venido llamándole al espacio interior que, desde Descartes, supuestamente nos define. Pero si esto fuera así, si el punto de partida, el fundamento de la verdad, no dependiera de un proceso filosófico de búsqueda e introspección como lo escribió el autor de El discurso del método, sino de relaciones de dominio y resistencia en la sociedad, entonces el problema del conocimiento, de cómo orientarnos en medio del saber que produce constantemente la humanidad, no sería algo que tendría que estudiar la “epistemología” o “teoría del conocimiento”, sino la teoría política y, acaso, la sociología.
En cuanto a la idea de que el poder crea e impone verdades, se trata de una perspectiva que, dicha así en términos tan generales, resulta altamente discutible. No se ve claro cómo la teoría de la relatividad de Einstein, por ejemplo, obtendría su carácter verdadero a partir de la imposición de los intereses de unos sobre otros. Sin embargo, existen áreas de conocimiento en las que la sospecha del poder parece darse naturalmente. Por ejemplo, en el saber histórico es notorio y ha sido extensamente documentado que los vencedores de guerras y conflictos acaban escribiendo una historia que, extrañamente, ensalza y hace el elogio de los que ganaron. Hay situaciones en que ese procedimiento es tan burdo que escandaliza.
Pero hay otros contextos en los que la verdad de los dominadores se cuela de maneras tan sutiles que son difíciles de detectar. En el caso de las historias de la humanidad y de los países a los que normalmente tenemos acceso, la función de los hombres siempre termina siendo más relevante que la de las mujeres. La diferencia de poder entre lo masculino y lo femenino determina que consideremos como verdaderos (y naturales) los relatos en los que se afirma que los hombres desempeñan una función más importante que las mujeres.
¿Por qué nos cuesta trabajo detectar casos como éste, en los que el poder impone relaciones de subordinación como si fueran verdaderas? Porque el poder no sólo dicta el contenido de la historia que estamos leyendo, sino que también determina el tipo de personas que creemos ser. Nos parece natural que la historia sea machista porque nosotros mismos lo somos. El poder, entonces —afirmaría Michel Foucault—, no sólo crea verdades, sino también tipos concretos de subjetividad, de “mente”, de autoconciencia. La verdad, entonces, no parece ser un asunto de “conocimiento”, sino de otra cosa, tal vez de lucha y resistencia… O eso parece en lo relativo a las esferas del saber que tratan, como la historia o las ciencias sociales, de las relaciones de unos seres humanos con otros.
Tal vez se pueda llegar a algún tipo de consenso u objetividad cuando de lo que se trata es de conocer cosas, objetos, pero parece difícil lograrlo cuando el tema a investigar son los seres humanos mismos. En este terreno, el de la vida en común, el del “nosotros”, parece agotarse la capacidad explicativa de la teoría moderna del conocimiento tal como la propuso Descartes.
Corresponde ahora hacer un balance crítico de esa teoría y apuntar hacia otros horizontes, hacia otras formas de entender el conocimiento en nuestros días.