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7.5.3 Sobre la interpretación y la obra

¿Qué sucede cuando nos enfrentamos a una obra? La obra está ahí a la espera de que el espectador acepte el desafío que le presenta, esto es, la obra pide ser comprendida e interpretada, pues, como señala Gadamer, el texto sólo existe en su lectura. La obra sólo alcanza su cumplimiento, su realización, en la interpretación.

Pero, ¿no es acaso que la obra simplemente está ahí de manera independiente del espectador? ¿Qué significa que la obra sólo sea cuando es interpretada? Desde ciertas perspectivas, lo esencial es la obra misma y la recepción carece de importancia; es decir, lo importante sería la escultura o el edificio, que permanecen a lo largo del tiempo y frente a los cuales pueden deambular millones de espectadores que van y vienen, pero las obras permanecen incólumes, al igual que su sentido, pues la obra se basta a sí misma. Así, se puede decir que frente a las miles de ejecuciones de la Novena sinfonía de Beethoven, lo que cuenta es la partitura, lo original, la obra verdadera.

De cara a tales consideraciones, otras corrientes defienden la relevancia de la interpretación y la comprensión como elementos constitutivos de la obra. Esto significa que, si bien la catedral Notre-Dame está ahí, también es cierto que sus sentidos y significaciones se ven alterados y aumentados por las interpretaciones. Por ejemplo, la vemos con ojos distintos después de haber leído la novela de Victor Hugo El jorobado de Nuestra Señora, que tiene a Notre-Dame como escenario principal de las acciones; o después de haber visto el cuadro de Louis David sobre la coronación de Napoleón (la cual se llevó a cabo en Notre-Dame); o luego de leer que durante la Revolución francesa los revolucionarios no quemaron esta iglesia (como sí lo hicieron con muchas otras), pues la consagraron a la “Diosa Razón”. Finalmente, si a todo esto agregamos el conocimiento de las transformaciones arquitectónicas que dieron lugar al estilo gótico y el estudio de la compleja simbología de los elementos estructurales y decorativos de Notre-Dame, entonces aparecerá ante nuestros ojos un edificio cargado de una multiplicidad inabarcable de sentidos y significaciones históricos.

Desde esta perspectiva, la obra es inseparable de sus interpretaciones, y desde ahí se puede postular, como señala Ricoeur, que “explicar más es comprender mejor”. Esto es, que la obra, lejos de ser apreciada inmediata y espontáneamente por el espectador y sin requerir ningún conocimiento previo, se le presenta al intérprete como un desafío para el cual ha de adquirir aquellos conocimientos que le permitan comprenderla. ¿Cuántas veces hemos tenido esta experiencia? Entre más se sabe, más se puede comprender la obra y más elementos se tendrán para interpretarla.

Las interpretaciones son históricas, se van dando a lo largo del tiempo; unas permanecen mientras otras desaparecen, lo que provoca que la obra se transforme históricamente: El Quijote que se lee hoy no es el mismo que se leyó en el siglo XVIII ni en el XIX, puesto que el texto ha devenido y ha sido tanto una parodia de relatos de caballería, como el despliegue de un ideal romántico basado en el sueño y la locura, como la muestra de complejísimas estructuras narrativas.

Las interpretaciones del texto se apropian de éste y rebasan al autor y su intencionalidad. La obra deviene aquello que los espectadores-receptores hacen de ella a lo largo del tiempo, por eso es posible decir que el arte depende de su recepción y que, en ese sentido, aparece como inagotable. ¿De cuántas maneras se puede interpretar una obra sin traicionar su sentido, esto es, sin transgredir ciertos límites de la interpretación? Por ejemplo, en el caso de Don Quijote de la Mancha la transgresión sería afirmar que se trata de una novela sobre una invasión de seres extraterrestres.

En esto coinciden muchas estéticas contemporáneas: la obra está abierta y a la espera de las transformaciones que provendrán de la recepción. La recepción, por su parte, es plural, multívoca e histórica, y se revela tan inagotable como la obra misma. Parafraseando a Gadamer, podemos afirmar que la obra de arte siempre es más: más de lo que el autor la hizo ser, más de lo que la obra es por sí misma, más de lo que cualquier interpretación pueda decir sobre ella; es un fenómeno abierto, inabarcable y que deviene constantemente.


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