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6.5.4 La justicia en México

México es un país en el que la desigualdad, lejos de disminuir, aumenta, y con ello se crean graves exclusiones en diversos ámbitos sociales que van conformando una sociedad profundamente injusta. Las privaciones que enfrentan muchos mexicanos son muy diversas: van desde la violación de derechos civiles y políticos, pasando por graves carencias económicas, hasta la negación de atención en salud y en educación. A esto se suma la falta de impartición de justicia que pone en duda la existencia real de un Estado de Derecho. Las muertas de Ciudad Juárez es uno de los ejemplos extremos y recientes, en donde confluyen la desigualdad económica, la discriminación de género y la impunidad.

Para pensar nuestra realidad hay que distinguir, como ha señalado Amartya Sen, entre la inclusión en condiciones de desigualdad y la exclusión, es decir, no hay que confundir la inclusión desigual y la exclusión: muchos casos de violaciones extremas de derechos humanos, así como el hambre y la ausencia global de atención médica son problemas de exclusión; en cambio, otro tipo de violaciones a los derechos humanos, como el trabajo en condiciones de explotación, o problemas ambientales, corresponden a situaciones de inclusión desfavorables.

Para conocer la situación en México veamos, a modo de ejemplo, algunos datos de la Encuesta nacional de ingresos y gastos de los hogares 2008, publicada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. Por lo que se refiere al total de los ingresos de los hogares, en dicho año, 60% de la población con menores ingresos recibió 26.7% (poco más de un cuarta parte), que contrasta con el 10% de la población con mayores ingresos que concentró 36.3% (más de un tercio).

Además de estas profundas desigualdades, hay que mencionar una de las expresiones más preocupantes de la exclusión: la marginación del disfrute de bienes públicos que determinan las oportunidades efectivas que tienen las personas, sus familias y comunidades, de tener una vida larga y saludable además de acceder al conocimiento. Tal es el caso de la exclusión de la educación básica, los servicios de salud, la ocupación de viviendas sin servicios, decisivos para evitar enfermedades y muertes durante el primer año de vida, drenaje, agua entubada, energía eléctrica y sanitario, bienes públicos que, en nuestra Constitución política, se reconocen como derechos de las personas y sus familias. De acuerdo con el Conteo de población y vivienda de 2005, en México 6 millones de personas de 15 o más años son analfabetas, 15.9 millones no concluyeron la primaria; 5.5 millones ocupan viviendas sin drenaje ni sanitario; 12 millones, viviendas con piso de tierra, y 42 millones viven en condiciones de hacinamiento.

Hay que señalar también que las exclusiones del disfrute de los bienes públicos afectan más a las personas que viven en localidades rurales o en entidades federativas de menor desarrollo económico. Esto se debe a que el Estado —al tratar de obtener el máximo beneficio del gasto público— concentra su inversión en los centros urbanos o en las entidades de mayor desarrollo. Al respecto, la estimación del Índice de marginación 2000, del Consejo Nacional de Población, presenta el impacto que tienen estas exclusiones del disfrute de bienes públicos esenciales. La realidad es preocupante: la política social concentra la mayor parte de sus recursos en las entidades federativas con mayor desarrollo económico (Distrito Federal, Nuevo León, Baja California o Coahuila), y proporciones menores en las entidades más rezagadas (Guerrero, Chiapas, Oaxaca o Veracruz). Con ello, las entidades desarrolladas avanzan más rápido que las rezagadas, creándose grandes abismos en el desarrollo regional. De acuerdo con los datos de los censos de población, entre 1990 y 2000 el estado de Nuevo León redujo su brecha de marginación en 56% con respecto al Distrito Federal, mientras que el estado de Oaxaca la aumentó en 6%. De esta forma, la política social del Estado mexicano reproduce la exclusión e injusticia distributiva que surgen de la economía de mercado.

Otra manifestación de la exclusión es la condición de pobreza en que vive la mayoría de la población nacional. Por pobreza se entiende la limitada capacidad de las personas de tener un ingreso suficiente para alimentarse de manera adecuada, vestirse dignamente y solventar gastos asociados a la educación, la salud, el transporte y el esparcimiento, y, más generalmente, a tener una vida confortable. Este fenómeno social se relaciona directamente con la equidad en la distribución del ingreso, ya que si la riqueza que se genera en el país (el Producto Interno Bruto) se distribuyera equitativamente, nadie sería pobre porque todos tendríamos un ingreso suficiente para satisfacer nuestras necesidades básicas. Sin embargo, la distribución del ingreso en México es sumamente concentrada: pocos ganan mucho y muchos ganan poco. De acuerdo con estimaciones recientes del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, 50.5 millones de personas son pobres porque tienen “insuficiencia del ingreso disponible para adquirir el valor de una canasta alimentaria, así como realizar gastos en salud, vestido, vivienda, transporte y educación, aunque la totalidad del ingreso del hogar fuera exclusivamente para la adquisición de estos bienes y servicios”. Como precisa el citado organismo oficial —en el que participan investigadores de diversas instituciones académicas nacionales—, existen, además, 19.4 millones de personas que carecen de los recursos para alimentarse adecuadamente, es decir, son “pobres alimentarios”, según la desafortunada expresión oficial.

Las consecuencias de la desigualdad y la exclusión pueden resumirse en la falta de capacidades y de opciones de las personas para construir y realizar un proyecto de vida. La población que enfrenta las condiciones más adversas se localiza principalmente en el medio rural, donde viven dos de cada tres de las 19.4 millones de personas que carecen de recursos para alimentarse, aunque en las ciudades se concentra un poco más de la mitad de la población (53%) que padece privaciones asociadas a la falta de ingresos para realizar algunas de sus capacidades básicas.

Para finalizar, debemos destacar que la pobreza no es un fenómeno que surja de las crisis económicas, como la que vivimos en 2009, sino que es el resultado del modo en que se distribuye la riqueza y se organiza la economía. En los últimos 16 años no sólo la economía ha sido incapaz de eliminar la pobreza de la población, sino que, de hecho, ha aumentado el número de pobres. Por ejemplo, refiriéndonos sólo a la “pobreza alimentaria”, en 1992 había 18 millones de personas sin recursos para alimentarse adecuadamente; en 2000 esta cifra se había elevado a 23.7 millones; y aunque en 2006 —año de elecciones federales— bajó a 14.4 millones, en 2008 se agregaron 5 millones más, de forma que actualmente tenemos los ya referidos 19.4 millones de personas en “pobreza alimentaria”, es decir, 1.4 millones más que en 1992.

Los datos oficiales sugieren —al contrario del discurso oficial— que vamos por el camino equivocado, que es necesaria una nueva economía y una nueva forma de intervención estatal que, de manera efectiva, ayuden a recuperar el crecimiento económico y propicien una distribución justa de sus beneficios. Con ello se podrían desterrar poco a poco las oprobiosas realidades de desigualdad y exclusión que, de muy diversas formas, afectan la vida de millones de personas en nuestro país.


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