La reflexión sobre las relaciones sociales en Occidente cuenta con una larga historia que se remonta más allá del pensamiento de los grandes filósofos griegos. Sin embargo, no todo pensamiento social forma parte de las ciencias sociales. Éstas, al igual que las ciencias naturales, son producto de un periodo y unas circunstancias históricas específicas: la modernidad. El pensamiento riguroso y sistemático no es exclusivo de la ciencia ni se originó en la modernidad. Lo podemos encontrar en civilizaciones, lugares y momentos históricos muy diversos, pero sería un error afirmar que dichos sistemas de pensamiento son científicos o proto-científicos. La ciencia constituye una forma de producir conocimiento que emergió y se institucionalizó durante la temprana modernidad europea. Por lo tanto, es un producto de las condiciones históricas y culturales de dicha configuración social, aunque, como muchas de las instituciones modernas, hoy se ha expandido a prácticamente todas las regiones del mundo.
La llamada revolución científica que dio lugar al surgimiento de la ciencia moderna se produjo entre los siglos XVI y XVII en Inglaterra y Francia, principalmente. Dicha revolución sustituyó la contemplación pasiva de la realidad como forma privilegiada de producción del conocimiento por una forma activa, en la que la observación sistemática, la experiencia, la constante puesta a prueba y la corrección de las ideas constituyen el núcleo de la investigación. Los resultados de ésta, además, se han aplicado desde entonces a la transformación del mundo natural, lo que ha producido cambios de una velocidad y profundidad nunca antes experimentados por la humanidad.
La institucionalización de la ciencia se inició paralelamente a la revolución científica y constituye un proceso igualmente importante, porque permitió la creación y el mantenimiento de instituciones dedicadas exclusivamente a la investigación, así como la aparición del científico profesional, que ocupa desde entonces un lugar muy influyente en las sociedades modernas. Para comprender el lugar central que ha tenido la ciencia en dichas sociedades resulta importante considerar los cambios en las formas de pensar, el surgimiento de nuevas instituciones sociales, así como las consecuencias que ha tenido la aplicación del conocimiento científico en la vida de los individuos y en las sociedades modernas.
El nacimiento de las ciencias sociales se produjo durante el siglo XIX, con la intención de sus precursores de reproducir en el ámbito de las relaciones humanas los logros de las ciencias naturales, particularmente de la física, cuyos avances la convirtieron en el modelo para todo pensamiento científico. En consecuencia, la consolidación del método científico, cuyo objetivo se definió como el descubrimiento de leyes universales por medio de la observación sistemática y la experimentación, tuvo una amplia influencia en el pensamiento que propuso convertirse en ciencia de lo social.
Sin embargo, las diferencias entre las ciencias naturales y las sociales se evidenciaron muy pronto. Éstas se fundamentan en el hecho de que, en el caso de las ciencias de la sociedad, los seres humanos son, a un tiempo, tanto los sujetos que llevan a cabo la investigación, como el objeto de estudio, mientras que el objeto de las ciencias naturales lo constituye una realidad distinta. Esta diferencia se encuentra en la base de la diversidad teórica y metodológica de las ciencias sociales, cuyos fines y prácticas se han desarrollado de manera distintiva.
A pesar de que el objeto de las ciencias sociales en su conjunto es la vida de los seres humanos en sociedad, cada una de estas ciencias ha desarrollado preguntas específicas que han dado lugar al desarrollo de tradiciones de conocimiento diferenciadas. Por esta razón, incluso cuando la historia, la antropología y la sociología se ocupan de la sociedad en su conjunto, sus esfuerzos han estado tradicionalmente dirigidos por preguntas diferentes.
La historia moderna, por ejemplo, ha desarrollado teorías, métodos e investigaciones con una preocupación central por la reconstrucción del pasado, y ésta ha dado lugar al desarrollo de la historiografía, que es la reflexión sobre cómo llevar a cabo científicamente dicha reconstrucción. De manera que, aunque la historia como narración de hechos pasados se ha producido tanto de forma oral como escrita en civilizaciones y sociedades muy añejas y diversas, la historia como ciencia se produce atendiendo a los principios establecidos por la historiografía moderna.
Por otro lado, en el centro de las preocupaciones que han impulsado el desarrollo de la antropología se encuentra el problema de las diferencias entre los seres humanos. Diferencias que incluyen las anatómicas, de las que se encarga la antropología física, y las diferencias socioculturales, que dan lugar a comportamientos e instituciones de una variabilidad inmensa, de las que se ocupa la rama de la antropología cultural o etnología.
En Occidente encontramos antecedentes muy remotos de la preocupación por la diversidad de la especie humana. Por ejemplo, la descripción que hace Herodoto de las costumbres de los pueblos que llama bárbaros al compararlos con la cultura griega; o los relatos de viajeros tan célebres como el italiano Marco Polo, quien describió, desde el punto de vista del hombre europeo medieval, las sociedades orientales que exploró. Más tarde, la llegada a América constituyó un proceso histórico que produjo una amplia reflexión sobre la diversidad cultural y social, así como el inicio de los procesos de colonización europea moderna, que se extendieron hasta finales del siglo XIX, y se ligaron a la institucionalización de la antropología. De los ejemplos anteriores se puede afirmar que, si bien los relatos y descripciones sobre las diferencias entre los seres humanos y sus culturas no son un producto exclusivo de la modernidad, la antropología, como ciencia empírica, sí lo es.
Por su parte, la sociología no se ocupa prioritariamente del pasado ni de la diversidad de la especie humana. Su preocupación central se ha dirigido, desde su nacimiento a mediados del siglo XIX en Francia y Alemania, a las relaciones sociales y las instituciones a las que ha dado lugar la modernidad. Es en ese sentido en el que podemos afirmar que la sociología es la ciencia de la modernidad. No porque sea la única disciplina que se ha ocupado de ella, sino porque es, de entre las diversas ciencias sociales, la que se ha abocado a la comprensión de las relaciones e instituciones sociales modernas en su conjunto, así como a la vinculación de las actividades de los individuos con dichas instituciones.
La economía, por ejemplo, a pesar de que su objeto de estudio evidentemente forma parte de las relaciones e instituciones sociales, se encarga de analizar el conjunto de estas relaciones vinculadas con una serie de problemas específicos: los que surgen de los procesos de producción, distribución y consumo de bienes y servicios para la satisfacción de las necesidades humanas. La ciencia política, en cambio, se ocupa de problemas relacionados con el ejercicio legítimo del poder, la administración y el bien público, por tanto, su interés se dirige al Estado y a los individuos en su calidad de ciudadanos.
La sociología, por su parte, en sus análisis y diagnósticos sobre la modernidad no privilegia la dimensión económica, política o cultural, sino que establece vínculos entre las instituciones económicas, políticas y los procesos culturales al producir teorías e investigaciones empíricas sobre las sociedades modernas. Por tanto, la sociología reconoce que para la comprensión de la dinámica de dichas sociedades resulta igualmente importante considerar tanto la economía capitalista y la producción industrial, como a los estados nacionales y los vínculos entre ellos, así como también los cambios en las relaciones sociales interpersonales producidos por la evolución de los medios de comunicación y la urbanización, por mencionar algunos de los aspectos más importantes. De ahí que, en palabras del sociólogo inglés Anthony Giddens, la sociología reconozca que la modernidad es multidimensional en el plano de las instituciones.
La sociología, además, no se limita al análisis de las grandes estructuras e instituciones sociales. De igual importancia resulta para la disciplina la comprensión de la acción de los individuos y su relación con dichas estructuras e instituciones. Al investigar la acción, la sociología parte del principio de que las causas del comportamiento radican no sólo en las capacidades e intereses individuales, sino que a éstos se añade algún tipo de causa social de la que los actores pueden no tener conocimiento o control, y que es tarea de la disciplina explicar este hecho. En ese sentido, la sociología se aleja de la concepción forjada por la filosofía social de la Ilustración durante el siglo XVIII, que construyó una imagen de los individuos modernos en la que su autonomía, razón y libre voluntad debían constituir las únicas fuentes de su conducta, rechazando las diferentes formas de autoridad social.
Desde sus orígenes, la sociología ha ido contra esta concepción al subrayar la dependencia que tienen los individuos de los otros con quienes comparten los contextos sociales en los que se desenvuelven; resalta también el hecho de que las normas, relaciones e instituciones sociales pueden ser fuente tanto de constreñimiento como de habilitación para las decisiones y acciones individuales. No se trata de que la disciplina niegue la importancia de las capacidades de los individuos, sino que resalta el hecho de que la racionalidad, las acciones y los planes de las personas tienen relación constante con los diversos contextos sociales en los que los individuos viven cotidianamente, los cuales pueden imponer límites o facilitar el ejercicio de las capacidades y metas de la gente.
Por esta razón, constituyen temas de interés sociológico, en primer lugar, la socialización, es decir, los procesos mediante los cuales los individuos pertenecientes a una sociedad aprenden e interiorizan un repertorio de normas, valores y formas de percibir la realidad, que los dotan de las capacidades necesarias para desempeñarse satisfactoriamente en la interacción social; luego, el funcionamiento de los roles y su relación con las instituciones; también la estratificación, las clases sociales y la división del trabajo. Todos estos temas se ocupan, a pesar de su diversidad, de la relación entre los individuos y la sociedad. Además, los sociólogos comparten la convicción de que esta relación individuo-sociedad se produce de maneras muy diferentes dentro de las sociedades modernas en comparación con las sociedades tradicionales.
En estas últimas, la mayoría de los roles y relaciones sociales eran muy estables, generalmente no cambiaban durante el curso de la vida de los individuos; se producían en los mismos espacios y con personas con las que regularmente se compartía algún grado de familiaridad. Durante la modernidad esta estabilidad y familiaridad se va transformando. La urbanización, el crecimiento demográfico, la división del trabajo, el surgimiento de los medios de comunicación, son procesos que han dado lugar a la aparición de una amplia diversidad de relaciones sociales, cuya complejidad también se acrecienta. Así, actualmente un individuo que vive en una sociedad moderna sostiene, en un solo día, relaciones sociales muy diversas, que van desde encuentros que pueden no volver a repetirse —como la momentánea relación que se establece con el empleado de un establecimiento comercial—, hasta las relaciones más estables con compañeros de trabajo y familiares, o las relaciones con instituciones tan complejas y despersonalizadas como un banco o el gobierno. Ante la diversidad de estas realidades modernas se plantea la interrogante acerca de la forma en que se mantiene la integración social.
Los miembros de las sociedades modernas se enfrentan al problema de cómo vivir juntos siendo diferentes, lo que indica que los procesos de diferenciación social no sólo constituyen un referente definitorio del mundo contemporáneo, sino una preocupación académica y práctica que se expresa en debates teóricos y pugnas políticas. Si bien en las sociedades premodernas encontramos una diferenciación de la sociedad en diversos estamentos, solamente con el advenimiento de la modernidad este tema se convierte en una pregunta central para la sociología, lo que la distingue de otras ciencias sociales.
Las sociedades occidentales modernas son complejas y heterogéneas en la medida en que se componen de grupos diferentes, cada vez más numerosos y jerarquizados. Para decirlo de otra forma: la sociedad se desarrolla en distintos ámbitos funcionales, en diferentes órdenes de vida como la economía, la política, la ciencia, la religión o el derecho. Cada uno configura un modo específico y propio de solucionar problemas, en donde los individuos se relacionan de maneras muy diversas. Pensemos tan sólo en las incontables actividades que son indispensables para hacer llevadera nuestra vida cotidiana y los diversos roles que se requieren para que dichas actividades se realicen: transacciones comerciales, trámites burocráticos y legales, educación, producción de bienes y servicios, participación política y en asociaciones civiles y voluntarias, entre muchas otras.
Hay que considerar, además, que en las sociedades actuales las personas aumentan su sentido de individualidad. Esto quiere decir que, a pesar de que los individuos evidentemente han existido siempre, sólo en la modernidad éstos reclaman su singularidad: los miembros de las sociedades modernas consideran firmemente que cada quien es libre de creer, elegir y actuar según sus preferencias y valores. Sin embargo, esto no significa que los individuos dejen de necesitar de los demás para llevar a cabo sus planes y objetivos. Para decirlo de otra forma, el individuo se diferencia de la sociedad, se hace consciente de sus posibilidades, pero al mismo tiempo requiere encontrar los elementos que le permitan integrarse a la sociedad.
Los procesos de diferenciación social que se traducen en la diversificación de grupos, papeles y normas que privilegian diferentes metas y valores, plantean el problema de la construcción de significados culturales o principios funcionales que permitan la integración de la sociedad. El conocimiento, las creencias, las expectativas y normas compartidos permiten a los individuos actuar en el mundo limitando desde el principio la distancia infinita de las elecciones a las cuales se someterían si no compartieran estos referentes sociales.
¿Qué es lo nuevo en la experiencia de la diferenciación funcional y la complejización de la sociedad moderna actual? Esta cuestión ha sido ampliamente trabajada por la sociología del siglo XX y lo que va del XXI desde distintas perspectivas, como las de los sociólogos alemanes Niklas Luhmann y Ulrich Beck, así como la que encontramos en la obra del sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Todos ellos hacen hincapié en que una de las características de las sociedades en la modernidad tardía es su extrema complejización. La complejidad se ha incrementado y la diferenciación ha sufrido recomposiciones, los significados culturales ahora son múltiples, por lo que la sociedad moderna tardía se caracteriza por el pluralismo social y de valores que causan una tensión que nunca se resuelve de forma definitiva.
En la actualidad, los temas de la diferenciación e integración sociales reconocen muchas facetas y se encuentran ligados a problemas tan distintos como pueden serlo el multiculturalismo, referido a la convivencia de identidades culturales diferentes; las reivindicaciones étnicas, regionales, religiosas, de preferencias sexuales, entre muchas otras. Todos ellos conllevan sus propios marcos de referencia y expectativas, y las reivindicaciones a las que dan lugar se traducen en el discurso de los derechos.
Paralelamente, la interdependencia generada por la división del trabajo se ha extendido de los ámbitos locales y nacionales a los inter y transnacionales. La diferenciación ha sufrido modificaciones de tal grado, que hoy hablamos de diferenciación dentro de la diferenciación, cuyo ejemplo más notorio se encuentra en las migraciones, acompañadas siempre de la experiencia de la alteridad, del otro que ya no se encuentra en una cultura ajena —como lo analizó la antropología en sus inicios—, sino dentro de una misma sociedad, en cuyo seno habitan hoy esos "otros" que piensan, creen y actúan de maneras muy distintas. Este proceso se expresa en los cambios de la conciencia individual y de las representaciones colectivas, en la toma de decisiones que se corresponden con una creciente pluralidad de marcos normativos y consecuentemente, con la pérdida de referentes compartidos por todos los miembros de la sociedad. Estos procesos derivan en muchas ocasiones en lo que los sociólogos denominan anomia, que se refiere a la alteración de los acuerdos preestablecidos, y a la diferencia que se produce entre los deseos individuales y las posibilidades sociales vinculadas a cada posición social. En muchas ocasiones esto produce desorientación en los individuos, pues no tienen certeza sobre lo que es posible y lo que no lo es; lo que es justo y lo que es injusto; lo que pueden lograr y cómo hacerlo de manera que sea aceptable para la sociedad. En consecuencia, se encuentran constantemente sujetos al riesgo de no tener claro el futuro, a la frustración de sus expectativas, al malestar cultural y personal, e incluso a la pérdida del sentido de la vida.
Esta realidad no es ajena a las sociedades latinoamericanas, en general, y a la mexicana en particular. En ellas también se presentan procesos de diferenciación y complejidad crecientes y, por lo tanto, se produce un orden en el que coexisten muchos centros de referencia. La centralidad del Estado se ha desdibujado, y las instituciones que antes daban certidumbre están abandonando su lugar preponderante en la vida de los individuos. Los valores comunes se debilitan, situando a las personas en un espacio y tiempo sociales en los que la certidumbre es precaria. La diferenciación social y el pluralismo de los valores causan una tensión constante entre la sociedad y sus miembros. Se hacen presentes la desorganización social y la desnormalización de los roles, y los individuos buscan las reglas para guiar su conducta en diferentes ámbitos.
Un ejemplo muy claro de estos procesos lo encontramos en los roles de género. En las sociedades tradicionales, y también en la modernidad temprana, los papeles, derechos, obligaciones y expectativas de los hombres y las mujeres eran claros, estables y diferentes. Hoy en día esto no es así. Tanto unos como otras reclaman su derecho a cambiar de roles, a llevar a cabo tareas que eran consideradas exclusivas de su contraparte, a comportarse como lo dictan sus preferencias y valores, independientemente de su sexo. Esto ha provocado profundos cambios en los ámbitos de la familia y las relaciones de pareja, la educación y la ciencia, el trabajo y la política. Todos estos procesos son producto de la diferenciación social, y un problema para su integración, así como fuentes constantes de reflexión para la sociología.
La complejidad de la diferenciación social conduce a diversas preguntas: ¿cómo se llega a establecer significados sociales comunes en sociedades diferenciadas, como la nuestra?, ¿cómo garantizar la comunicación y el intercambio entre ámbitos sociales cada vez más autónomos en sus principios de acción?, ¿cómo es posible explicar la escalada de las interacciones sociales a partir de la diferenciación funcional?
En un contexto de crisis económica, marginación social y polarización crecientes, de exclusión, violencia e incertidumbre, se impone la necesidad de analizar la realidad social contemporánea de manera a un tiempo rigurosa e imaginativa, de forma que sea posible proponer la constitución de medios de inclusión e integración sociales, que complementen a los de la órbita estatal ya debilitada. Todos ellos constituyen problemas que reclaman con urgencia la reflexión, la investigación empírica, así como la propuesta de soluciones, pues la sociedad necesita siempre reconstruir su unidad en términos tanto teóricos como prácticos, y la sociología ha jugado, y debe seguir haciéndolo, un papel incuestionable en esta tarea.
Otro tema sociológico relacionado con la acción y su vinculación con los fenómenos sociales modernos surge del reconocimiento de que las consecuencias de las acciones pueden ir mucho más allá de las intenciones individuales. Para ilustrar lo anterior podemos recurrir al ejemplo de los problemas ambientales. El deterioro del medio ambiente es un fenómeno producido por la agregación de millones y millones de acciones individuales, entre las que se encuentran el uso de automóviles, la generación de basura, el crecimiento de las ciudades, entre muchas otras. Sin embargo, es claro que no es la intención de los individuos deteriorar el medio ambiente cuando se transportan, desechan lo que ya no necesitan o deciden vivir en una gran ciudad. Los graves problemas ambientales que hoy enfrenta la humanidad en su conjunto constituyen un asunto que rebasa las intenciones de los individuos; son una consecuencia social de la suma de millones de acciones individuales. Los problemas ambientales adquieren características y dinámicas diferentes a las de las acciones que los produjeron y, por lo tanto, su solución no podría encontrarse sólo en la decisión de algún individuo o grupo en particular.
Si éstos son, a grandes rasgos, los problemas de los que se ocupa la sociología, ¿cuál es la aplicación del conocimiento que produce? Respecto a esta cuestión, vuelven a hacerse evidentes las diferencias entre las ciencias sociales y las naturales. La aplicación del conocimiento generado por estas últimas, así como las transformaciones que dicha utilización ha producido en todos los ámbitos de la vida humana son evidentes. No habría más que pensar en los cambios que ha experimentado la vida de grandes porciones de humanidad desde que se inició el vertiginoso proceso de producción de conocimiento en las diferentes disciplinas que abarca la ciencia natural y su vinculación directa al desarrollo tecnológico.
Al reflexionar sobre las ciencias sociales parecería que sus resultados no son comparables a los de las ciencias naturales, en términos del cambio que son capaces de producir. Las ciencias sociales no posibilitan la producción de artefactos ni permiten hacer predicciones exactas, como en el caso de las naturales. Esto ha dado lugar a que en ocasiones se señale que su influencia y utilidad son menores que las de las ciencias naturales o, incluso, que se dude de que constituyen prácticas legítimamente científicas. Sin embargo, estas afirmaciones son resultado del desconocimiento de la especificidad de las ciencias sociales y de la relación que tienen con su objeto de estudio.
Esta especificidad surge, en primer lugar, del hecho de que los fenómenos de los que se ocupan las ciencias sociales en su conjunto son históricos, cambiantes e irrepetibles; en cambio, el éxito práctico de las ciencias naturales se basa en gran medida en la capacidad que han desarrollado para reconocer regularidades y hacer predicciones que permiten intervenir eficazmente en la naturaleza. Las ciencias sociales, por su parte, a pesar de que reconocen patrones y tendencias, no pueden predecir la ocurrencia de fenómenos sociales. La manera en que intervienen en la realidad es muy diferente, no se basan en el descubrimiento de leyes, la experimentación y la aplicación técnica. Su intervención se produce de una manera completamente distinta, aunque no por ello menos profunda.
Para ilustrar la relación entre las ciencias sociales y su objeto, pensemos en el surgimiento y la consolidación del Estado moderno. Esta forma de organización política fue posible gracias a pensadores como Locke, Rousseau y Montesquieu, entre otros, quienes desarrollaron la crítica al Estado monárquico absolutista de los siglos XVII y XVIII. Propusieron la fundación teórica del Estado moderno; así, las ideas de soberanía, derechos ciudadanos, división de poderes, entre otras originadas por estos autores, aportarían los conceptos en los que posteriormente se apoyaron los movimientos sociales que produjeron la Revolución francesa y la independencia de Estados Unidos, movimientos que dieron origen a los primeros estados modernos. Estos hechos históricos ilustran la relación que las realidades sociales modernas tienen con las teorías producidas por las diferentes ciencias sociales.
En muchas ocasiones, dichas teorías proponen conceptos que después se convierten en realidades en las que se desenvuelve la vida de los individuos en las sociedades modernas. Como ilustra el caso del Estado moderno, éste fue concebido primero por pensadores que criticaron la realidad sociopolítica que les tocó vivir; esta crítica sentó las bases para la construcción de los estados nacionales, que constituyen una realidad social consolidada en los siglos posteriores y que hoy afecta, de muy diversas maneras, la vida de la inmensa mayoría de los seres humanos. El mismo proceso se da en muchos otros casos: los derechos humanos, la igualdad entre hombres y mujeres, el respeto a la diversidad cultural, entre otros, son objeto de análisis teórico y empírico de las ciencias sociales y, al mismo tiempo, fundamento de movimientos sociales, cambios institucionales y también de la concepción que tenemos de nosotros mismos, de las formas legítimas de relacionarnos con los otros, de nuestros derechos y obligaciones como miembros de las sociedades modernas, y la tradición de conocimiento que constituye la sociología ha jugado un papel central en estos procesos.