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3.3 EL PÚBLICO PARTICIPANTE

Palacio de las bellas artes

Cubo Rubik, de Carole Fékété, Palacio de las Bellas Artes, Lille, Francia, 2015.
Fotografía de Phil Barth / CC BY-SA 4.0

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En los apartados anteriores se hizo referencia al público, señalando dos posibilidades de encuentro con el arte: como experiencia individual y como experiencia colectiva. No se las presentó como antagónicas, sino como complementarias; es frecuente que aparezcan de manera paralela, enriqueciéndose mutuamente.

El encuentro individual con las obras artísticas —y, para ampliar la idea, con el suceso artístico— implica un proceso general de introspección, mientras que el encuentro colectivo conlleva el de extroversión. Ambos pueden entenderse como las dos caras de una misma moneda y tienen lugar en un marco más general: el del carácter social del arte.

Por un lado, el arte es resultado de condiciones económicas, sociales y políticas; por el otro, el contacto con las artes es una práctica que expresa roles, jerarquías, pretensiones, así como posicionamientos frente a los demás. Por ello, Günther Rebel afirma que para muchas personas asiduas a conciertos en Occidente, asistir a este tipo de espectáculos es una ocasión más social que musical.

Las teorías de la comunicación ofrecen otro acercamiento a la relación entre las artes y el público. La premisa consiste en plantear que los objetos artísticos constituyen mensajes producidos por un emisor (el artista) que se dirigen a un receptor (el público). Autores como Arnold Hauser señalan que el carácter comunicativo de las obras artísticas significa que su productor y su receptor tienen un papel interactivo. El productor —plantea Hauser— realiza la obra hasta un punto en el que es necesaria la participación del receptor, pues toca a éste actualizar el contenido expuesto y reconocer los medios y las formas por las cuales se presenta. En este sentido, sería inexacto pensar en el receptor como un sujeto pasivo. Explica Hauser:

La creación artística no es ninguna fruta madura a punto de coger. Para disfrutarla hay que proseguir un proceso que el artista mismo dejó sin terminar. La comprensión adecuada de una obra importante requiere, por tanto, [que el receptor aporte] no sólo madurez, concentración, sensibilidad, sentimiento de la calidad y juicio, sino que además presupone capacidad de complemento y no sólo de reconstrucción del producto artístico.

Es posible observar cómo se atribuye al receptor un papel clave para hacer existir la obra, de modo que sin su participación ésta no cumple el objetivo de ser —en palabras de Hauser— pronunciación. El autor señala que la obra de arte no es únicamente expresión, sino también comunicación, ni constituye "mera alocución sino también pronunciación". Nadie —agrega— escribe para sí mismo, como tampoco plasma sus impresiones de la naturaleza en cuadros sin desear que otros las compartan. Y concluye: "Cuando se dice que el artista transmite algo al expresarse, se quiere decir que habla a alguien [—el público—] al manifestarse".

Dado lo anterior, parecería innecesario hablar de un público participante, pero es fundamental pensar esta categoría porque, a partir del siglo xx, los productores reclaman de manera intencional y explícita la intervención del público con el fin de hacer posible la obra. Cuando los artistas proponen al público verse como un factor que modifica la obra, transforman la relación cultural que prevaleció entre el público y las artes desde el inicio de la modernidad y hasta principios del siglo XX.

No es difícil evocar dicha relación ya que se manifiesta todavía y forma parte de los imaginarios sobre el arte, por lo que no es extraño que se concrete en la gestión de algunos recintos culturales, cuyas líneas de operación pretenden garantizar la mayor distancia posible entre las obras y el público. Más allá de las razones históricas y prácticas que explican la existencia del proscenio en los espacios escénicos, o de las vitrinas y las vallas en los de exhibición, estas barreras se explican hoy como evidencias de una manera de entender la relación del público con las artes caracterizada por obstaculizar el contacto directo entre ambos. Justamente al involucrar al público en la construcción de la obra, los artistas propositivos pretenden disolver tales barreras en busca de una expansión del contacto con el arte.

El público participante es, entonces, resultado de un cálculo de los creadores contemporáneos. Hay que agregar una cuestión de primera importancia: este nuevo acuerdo en el campo de las artes también es producto de cambios sociales relacionados con la demanda de las personas por tomar parte activa en las diferentes esferas de la vida. No se piense, pues, que los artistas abren al público la posibilidad de participar en la obra, llevados por una decisión espontánea, surgida al margen de otros fenómenos sociales y culturales. En realidad responden —y contribuyen— al impulso del desarrollo social que, desde finales del siglo XIX, pone en crisis a las instituciones autoritarias, sean formales o ideológicas.

Como lo muestra la historia del arte, desde las primeras vanguardias la actuación de los artistas posee un componente transformador que plantea cambiar la sociedad en general y el arte en particular. Desde este elemento innovador se visualiza al público como una entidad participante. Por ejemplo, el movimiento dadá interactúa de manera activa con el público, como se aprecia en los siguientes hechos:

Las numerosas y por lo general efímeras publicaciones [dadaístas] no sólo servían de órgano de comunicación interna, ni circulaban exclusivamente entre los centros dadístas internacionales, sino que encontraron un público mucho más amplio. Sirva como ejemplo Der Ventilator (El ventilador), de Colonia, del que se distribuyeron cuarenta mil ejemplares. Si los dadaístas de Zúrich atraían en 1916 a varios centenares de espectadores a sus sesiones, los dadaístas berlineses conseguían llenar tres años más tarde grandes salas de hasta dos mil espectadores. […]

Los dadaístas eran hábiles propagandistas de su causa, perfectamente conscientes de cómo mantener en vilo a su público; precisamente la enorme expectación despertada fue lo que dio al traste con el movimiento. Empleaban con acierto la alarma, la sorpresa y el escándalo, previendo de antemano la reacción del público y de las autoridades. Como era de esperar, las sesiones de los dadaístas despertaban entre el público sentimientos encontrados y, a menudo, desembocaban en tumultos y disturbios (Elger, 2004).

Para apreciar la transformación de la relación del público con el arte hasta llegar a hablar de un público participante es necesario observar cómo, hasta antes de que las obras se abrieran al público reconociéndolo como agente cocreador, su papel estaba restringido a manifestar aceptación o rechazo.

Aunque se habló de público a partir de la modernidad, el lenguaje por el que se manifiesta hasta la actualidad proviene de actos masivos como los ritos religiosos, las movilizaciones sociales y los espectáculos, y puede rastrearse desde la Antigüedad. Se trata de un lenguaje corporal, sonoro y verbal, por el que se comunican estados de ánimo que van del arrobo a la euforia. En Occidente, el aplauso es su elemento central.

Este lenguaje se pone de manifiesto primordialmente en el teatro, la danza, la música y el performance, cuya naturaleza supone el encuentro del público con la obra en virtud de la mediación del artista o intérprete en un tiempo y espacio determinados, y conlleva el desarrollo de una tensión emocional a lo largo de la cual se presentan uno o varios puntos culminantes y un desenlace. Sigue, pues, las líneas generales de desarrollo explotadas con absoluta conciencia desde la tragedia griega correspondiente a la Antigüedad clásica. El público reacciona frente a la obra, pero también frente a las circunstancias en las que ésta se presenta. De hecho, lo hace frente a un todo complejo y orgánico que integra el ambiente físico y psicológico; es decir, frente a la obra misma como entidad autoral referida a las convenciones de la cultura, así como a la actualización/ ejecución realizada por el artista o los intérpretes.

Si la obra impacta a una persona, ésta se expresará con aplausos, vítores; incluso se pondrá de pie, lo que muestra el grado de codificación de este lenguaje. ¿Esta manera de manifestarse influye en la obra? Ciertamente, el público no actúa directamente sobre la obra en términos de completar, modificar o extender los contenidos o alcances planteados por el artista, lo que no significa que su expresión sea intrascendente: al comunicarse, el público se implica en el acto artístico, cerrando las anticipaciones que el creador calculó y puso en marcha a partir del manejo de los aspectos temáticos, sensibles y técnicos de la obra.

Es decir, el comportamiento del público no influye directamente sobre la obra, pero lo hace en el entorno donde tiene lugar el acto artístico. En este sentido, cabe destacar dos formas tradicionales de participación. La primera, propia del teatro y eventualmente transferida a la danza, se conoce como sacar a escena; la segunda, exclusiva de la música, es el encore.

El público saca a escena al autor, el director o los intérpretes de una pieza teatral para ofrecerles un reconocimiento que se manifiesta con aplausos y ovaciones. Este contacto sucede al concluir la presentación de la pieza, una vez que el público ha construido un juicio acerca de la representación y cuando sublima la emoción en que desembocan los contenidos de la pieza. Sacar a escena es llevar al máximo extremo posible el contacto del público con el autor, el director o los intérpretes.

El aplauso y las ovaciones son el medio por el cual el público puede comunicarse, y esta comunicación se inscribe en una ritualización construida a lo largo de la historia del teatro occidental. El primer grado de esta ritualización consiste en repetidos cierres y aperturas de telón, con las respectivas apariciones del elenco, hasta llegar a un cierre final. El segundo y último grado es sacar a escena al elenco, el director o el autor. La expectativa del público no se agota en la aparición de los emisores, sino que reclama que éstos tomen la palabra y compartan su propia vivencia del acto artístico.

Esta ritualización sirve a Francisco Tario para proponer una ingeniosa ficción: el público pide la presencia de Molière al terminar la representación de una de sus comedias con el objeto de rendirle un reconocimiento, y éste se presenta superando cierta timidez. El caso es que la escenificación tiene lugar trescientos años después del fallecimiento del dramaturgo francés. La ficción a la que nos referimos puede entenderse como una metáfora del poder del público, de la eficacia de su comunicación.

En el ámbito musical se sigue un ritual semejante, pero su resultado es el encore, término que designa una nueva audición con la cual el músico o músicos corresponden al reconocimiento del público prolongando el acto artístico. Las piezas que ejecutan suelen llamarse encores, se relacionan o no con el programa y se dan en el marco de un nuevo ambiente: el que genera la comunicación del artista con el público.

Este público no es un colectivo anónimo, falto de comunicación con el artista, sino una entidad que se manifiesta. Es decir, la preferencia tácita del público por un programa, un compositor o un intérprete se hace explícita a través del aplauso y los vítores, y llega a un nivel superior cuando se traduce en el encore.

Las siguientes palabras del guitarrista español Andrés Segovia —considerado mundialmente como el impulsor de la guitarrística contemporánea— dan idea de cuán prolongado puede ser el encore, así como del ambiente comunicativo en el que tiene lugar: "No soy yo, joven guitarrista de ochenta años, quien se ha cansado, sino esta guitarra, que quiere reposar."

Conviene contrastar los casos anteriores con el libro de visitas, que representa el medio por el cual se comunican el público y los artistas visuales. El contraste arroja una primera diferencia respecto al contexto donde se presentan habitualmente la pintura, la escultura, la fotografía y la gráfica: en éste no hay intérprete que medie entre la obra, el tiempo y el espacio, sino que el entorno es ocupado por una tensión dinámica en desarrollo. Una segunda distinción, resultado de la anterior, es que las circunstancias silencian el tipo de lenguaje descrito arriba, salvo en el momento de la inauguración de una muestra, cuando, por lo general, están presentes el artista y el curador. La tercera consiste en que las personas sólo pueden manifestarse de manera individual en el libro de visitas, por lo que no existe una noción de colectivo ni comportamiento de grupo. La última diferencia es que el público sólo puede comunicar su vivencia mediante la escritura.

Con todo, el libro de visitas no es un instrumento concebido desde el principio para recoger las impresiones del público, sino para recabar información de los asistentes (nombre, ocupación y procedencia), a fin de alimentar las políticas de los recintos culturales y, desde finales del siglo XX, para dar seguimiento al impacto de las actividades de exhibición. Desde este punto de vista no resulta prioritario interesarse en la intención comunicativa subyacente en los comentarios del público. Puede afirmarse que su formato genera una comunicación mucho menos espontánea que la que se observa en el teatro, la danza, la música y el performance. El solo hecho de requerir la formulación de un mensaje verbal dificulta captar la respuesta del público porque, en la práctica, las demandas de la escritura inhiben su pronunciamiento. Incluso, la ambigüedad de la solicitud "Comentarios" (y sus variantes: "Por favor, déjenos un comentario", "Regálenos un comentario", etc.) da pie a que los asistentes se refieran a aspectos tan diversos como el trato del personal del recinto o la sugerencia de contar con una cafetería. Lo rescatable es que, entre esta diversidad de comentarios, se encuentran algunos como los siguientes: "Felicidades. Es realmente una expresión diferente y nueva para mí; me parece profunda e interesante. Gracias por este nuevo arte e ideas de decir algo"; o "Buena propuesta. Es muy curiosa y la técnica interesante"; o "Bien en su trabajo. Hasta en su arte somos + mujeres". Para concluir este contraste cabe señalar dos cuestiones:

Que no siempre se ofrece un libro de visitas en las muestras de artes visuales; no obstante, su empleo se ha venido generalizando como resultado de la creciente importancia que dan al público los propios artistas y los responsables de gestionar los recintos culturales. De hecho, la presencia del libro de visitas en las galerías digitales permite observar cómo este medio se potencia al dirigir su intención hacia la captura de las experiencias del público.
Que pese a constituir una forma de contacto, el libro de visitas no posibilita sincronizar la reacción del público con la respuesta del creador o intérprete.

Hasta aquí se han visto tres tipos de comunicación capitales en la relación del público con la obra de arte, a fin de concluir que ninguno de ellos implica que el público pueda tomar parte en la elaboración de ésta, actuando sobre sus medios, materiales o formas. Sin embargo, esta posibilidad se explora desde mediados del siglo XX, enriqueciendo y caracterizando las vertientes del trabajo artístico.

Un conjunto de situaciones explica la apertura del arte a la participación del público, entendido ya como un co-partícipe y, en no pocas ocasiones, como un co-creador. Entre éstas son definitivas la reconceptuación del artista como productor o trabajador, el reconocimiento pleno del carácter social y colectivo de las artes, el descubrimiento de que la creatividad es una facultad de todos los seres humanos y la toma de conciencia acerca de que la apropiación de las obras pasa por contribuir a su elaboración, reelaboración, significación y resignificación de manera permanente en el marco del acto artístico.

Si se considera, junto con Félix Duque, que es a partir de la modernidad cuando "los hombres son conscientes de la existencia del arte como una región de lo ente" y, en paralelo, "empieza a hablarse de ese extraño fenómeno sustantivado como 'el público'", podría proponerse que es en la posmodernidad cuando puede hablarse de un público participante.

El hecho de que los artistas se hayan reconceptuado a sí mismos y por la sociedad como trabajadores o productores trajo consigo una crisis de la autoría que ha desembocado en una renuncia a la condición de autor. En Obra abierta, Umberto Eco ejemplifica esta renuncia a la autoría con las partituras de Karlheinz Stockhausen quien, como otros muchos compositores contemporáneos, sólo ofrece algunas sugerencias para construir la pieza y no un universo cerrado, dado como definitivo, como es normal en las partituras modernas, pese a la libertad que se ofrecía en ocasiones con la indicación ad libitum ("al gusto del intérprete").

Al desaparecer la autoría como piedra angular del arte moderno, el público se reconfigura como sujeto copartícipe o cocreador, inaugurando condiciones inéditas en la producción artística. Por ejemplo, la pieza de arte acción Qué bonita es mi tierra, presentada por Lorena Orozco en el Tercer Encuentro Mundial de Arte Corporal convocado por el Instituto de las Artes y el Espacio de Venezuela en 2007, requirió la participación de tres mujeres del público. La pieza, propuesta como una reflexión acerca de la manipulación extrema del cuerpo en busca de belleza, se realiza trazando líneas sobre la silueta de las participantes, que aluden a los preparativos de la cirugía plástica.

El reconocimiento pleno del carácter social y colectivo de las artes ha permitido recuperar un sentido de comunidad entre el artista y el público, donde ambos devienen vasos comunicantes que se potencian de manera recíproca. Resulta fácil comprender que esta línea transformadora de las artes se presente con gran intensidad en contextos de opresión social y que tenga un énfasis político. Es el caso del teatro y el cine producidos especialmente durante las dictaduras militares latinoamericanas y el cine de Oriente medio. Así ocurre también en el teatro experimental desarrollado en Colombia entre los años sesenta y setenta, el cual promovió una amplia participación del público como una necesidad a la vez artística y política. Al respecto, Claudia Montilla señala que el teatro experimental cambió las concepciones que se tenían del actor, del director, del dramaturgo y del público, y dio paso a una reflexión sobre los espacios escénicos, renovó un profundo significado político y, en última instancia, planteó la necesidad de fomentar la profesionalización de la actividad teatral.

Por su parte, el cine de Oriente medio realizado durante el periodo de entre siglos constituye un caso destacable de realización comunitaria. Si bien debido a los procedimientos técnicos, el cine no puede incorporar al público de la manera como lo hace el teatro, sí puede integrar en el elenco a quienes podrían ser el público o, desde otra perspectiva, los personajes inspiradores del filme. Directores como Majid Majidi, Jafar Panahi, Siddiq Barman y Bahman Ghobadi basan su trabajo en esta concepción, demostrando cómo la participación de actores no profesionales aporta autenticidad y elocuencia a la obra. En México, Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas, así como Francisco Vargas, Juan Mora Catlett y Yulene Olaizola, entre otros cineastas, han recorrido el mismo camino.

Esta posibilidad no resultaría tan fecunda si no estuviese motivada también por el deseo comunitario de presentarse ante otros con el filme sin la mediación del actor o actriz profesionales. Es decir, la conjunción del artista (el director) y el público (ahora público participante) se concreta en virtud de una conciencia social, cultural y política de la comunidad que encuentra su cauce en los medios que ofrece la creación artística.

Por su relativa novedad se discute el origen, desarrollo y consecuencias de esta poética, tanto en el campo de las artes como fuera de éste. Así, a las posiciones que le atribuyen interés, seducción, sentido y eficacia, se oponen las que la ven como algo desbordado o innecesario. Desde otra perspectiva, se entiende como un producto posdocumental que, superando los enfoques objetivistas o etnográficos propios de la modernidad, desplaza la ficción en favor del testimonio. Antonio Weinrichter señala que esta forma de hacer cine se refiere al mundo desde lo personal y posee el carácter reflexivo del ensayo.

El estudio científico de la creatividad a partir de los años cincuenta, así como sus numerosas instrumentaciones en el campo de las artes, también explican la participación del público como copartícipe y cocreador. Así es: hasta antes de que se considerara la creatividad como el resultado de procesos cognitivos y metacognitivos del cerebro humano —que detonan al ser estimulados por el entorno sociocultural—, se entendía que el hecho de crear obedecía a una condición individual extraordinaria, y se pensaba que la creación seguía una ruta continua prevista de antemano. El avance de las ciencias habría de ir poniendo en claro que todos los seres humanos poseen los recursos que permiten crear, lo que ha matizado la idea del genio creador y, correlativamente, alienta el concepto de que todas las personas son creativas. De igual modo, los estudios sobre el tema coinciden en que alcanzar un producto supone un proceso no lineal en cuyo desarrollo interviene el azar.

Estos dos aportes han incidido en la participación del público. Por un lado, el artista se asume similar al público y se concientiza de sus procesos creativos; por el otro, el público desmitifica la imagen que tiene de los artistas y acepta que intervenir en el acto o en la obra artística no constituye una transgresión, sino una contribución posible en el marco de la reconfiguración del arte. Cabe añadir que contemplar el azar en el proceso creativo responde también a la preeminencia de los temas del azar y el caos, trabajados en el seno de las ciencias experimentales y de la filosofía de la ciencia durante el siglo XX. El estudio de ambos conceptos contribuyó a desmontar una visión estática y determinista del mundo, con un principio y un fin, que se reflejaba en el arte, ofreciendo en cambio una comprensión dinámica y, en ocasiones, impredecible de la realidad. Stockhausen —a quien se ha mencionado anteriormente— explica con ironía esta situación:

Durante mucho tiempo la música ha reflejado un sentimiento de la vida según el cual la muerte es el fin. La expresión dramática también ha reflejado este concepto, en particular el teatro griego. Primero se presentaba a los personajes […], enseguida se producía un enredo tremendo. Se asesinaban unos a otros en mayor o menor grado, por lo que el drama más perfecto era aquel en el que al final no quedaba nadie vivo. Ya no se podía seguir representando, o bien había que apelar a un Deus ex machina para reintroducir a los personajes. Durante siglos la música europea ha seguido un camino análogo. Los temas eran expuestos, presentados, tratados de todas las maneras hasta que, al final, volvía el tema, muy optimista, incluso después de los pasajes más desgarradores, recomenzando el todo, como si fuera perfecto este mundo. El acorde final era atacado por lo menos unas diez veces (sé que exagero un poco) y ya se podía aplaudir. Muchos se rebelaron contra esto.

Finalmente, hablamos de público participante porque éste, los artistas y una mayoría de los mediadores del arte convergen en la idea de que la apropiación de las obras pasa por contribuir a su elaboración, reelaboración, significación y resignificación de manera permanente en el marco del acto artístico. Así, el público participante opera en una o varias de las siguientes formas:

Construyendo el espacio en que se sitúa la obra.
Transformando los materiales que sustentan la obra.
Colaborando en la creación de la obra.
Prestándose a la manipulación del artista.
Interactuando libremente con el artista.

Construyendo el espacio en que se sitúa la obra. Hoy parece obvio, y por ello indiscutible, que el espacio donde se sitúa una obra tiene gran importancia. Hay convencimiento de que el espacio influye en su lectura y que entre ésta y su entorno se generan tensiones que favorecen u obstaculizan su realización. Se piensa, a la par, que el espacio no es tan sólo una entidad física, sino un complejo que integra la presencia, desplazamientos y estaciones del público. En otros momentos de la historia del arte, la movilidad del público era decidida con anticipación. En la museografía se consideraba incluso como un elemento a controlar. Hoy, en cambio, se promueve la dinámica del público justamente para propiciar su participación en dos sentidos: en relación con su contacto con la obra o acto artístico y respecto a su influencia sobre el espacio y el ambiente.

Transformando los materiales que sustentan la obra. El caso de los artistas plásticos: han sido varios quienes, forzando el paso del público por su pieza, han propuesto la reconformación constante de la obra. Una escultura de arena dispuesta al paso de las personas cambiará con cada paso y en ningún momento será igual. De hecho, perderá o ganará material. La arena que sustenta la obra se mueve como lo hace en la playa, y ésta es una de sus posibles interpretaciones. Si ésta se continúa, el público participante es el mar.

Prestándose a la manipulación del artista. En la danza, el teatro, los happenings y el performance, los intérpretes suelen apelar al espectador: solicitan su participación, a veces increpándolo de manera directa y enérgica. Lo sacuden. Lo que sigue es un proceso donde el público se involucra cada vez más hasta la conclusión de la pieza. Pierde su condición de espectador para ser participante. Ya no observa sino que vivencia, expandiendo su experiencia del arte. Uno de los aprendizajes capitales que puede alcanzar es que, como puntualiza Herbert Somplatzky, "no es que tengamos un cuerpo; somos cuerpos".

Interactuando libremente con el artista. El concierto didáctico —que suponía la presencia de un narrador o explicador de la música y tenía como propósito "ilustrar" al público en la tradición musical— dio paso paulatinamente a un nuevo concepto de concierto o recital, donde el propio ejecutante comenta las obras que ejecuta. De aquí a responder preguntas sólo faltaba que el público franqueara la barrera del estrado, cosa que ha sucedido. Es posible que en el ámbito de la música llamada culta, este paso haya sido eco de las estrechas interacciones que tienen lugar entre músicos y público en los conciertos de masas.

El desarrollo histórico de las artes ha puesto al público en una nueva condición, la de público participante, que incrementa su experiencia artística al acercarlo con un mínimo de restricciones a las obras o el acto artístico. De hecho, el arte actual no podría ser ni explicarse sin hacer referencia al público.

En suma, cada una de las alternativas anteriores evidencia de manera distinta y en diferentes gradaciones la colaboración del público en la creación de la obra.


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