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2.2 EL ARTE EN LOS RECINTOS CULTURALES

Teatro de la Paz

Interior del Teatro de la Paz, en el centro de la ciudad de San Luis Potosí, México.
Fotografía de EneasMx / CC BY-SA 4.0

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La expresión recinto cultural hace referencia al museo, la sala de conciertos, el espacio escénico, la sala de cine y salones diversos donde se socializan las artes. Los recintos culturales suponen un espacio físico, una política de difusión, fuentes de financiamiento, un grupo de personas encargadas de su operación, así como un conjunto de productos dirigidos al público. Como entidades de cultura constituyen uno de los mediadores más importantes de las artes y se cuentan entre los iconos sobresalientes de la cultura occidental. Cabe puntualizar que caracterizamos a los recintos culturales como mediadores —y no como "depositarios", "promotores" o "exhibidores"—, siguiendo el enfoque que destaca su papel: aproximar al arte y al público.

Lo que diferencia a los recintos culturales de otros mediadores del arte —el libro, las publicaciones especializadas y distintos portadores de información, como el disco compacto de audio y video— es que hacen posible el contacto presencial del público con las obras. Si bien este tipo de contacto no es imprescindible en sentido estricto, sí aporta una dimensión más amplia del arte a quien lo vive.

Por ejemplo, la experiencia de escuchar las sonatas de Bach para violonchelo en una sala de conciertos y su audición por medio de un reproductor de sonido permite establecer el contraste. Aun cuando la grabación que se escuchase a través del reproductor hubiese recuperado hasta el mínimo detalle acústico de la ejecución, existe una diferencia a favor de la experiencia presencial porque ésta ofrece a las personas otros estímulos, que se integran de manera orgánica al acto musical. La referencia es hacia la imagen misma del violonchelo, cuyas texturas vegetales son perceptibles a través del barniz, generalmente rojizo y por ello cálido; se puede hablar del movimiento del arco que enfatiza el ritmo, convirtiéndose en un referente visual del sonido; del desplazamiento de la mano y los dedos por el diapasón, que —como el arco— hace visible una parte de la música; e incluso es posible hablar del lenguaje facial y corporal del intérprete, que puede ser una guía para entender los contenidos y emociones materializados en la música.

Es cierto que el video se encuentra cerca de registrar los elementos anteriores, pero recorta la experiencia del espectador porque sólo brinda una imagen bidimensional e impone una sola perspectiva a través de la cámara. Por el contrario, en el recinto cultural el espectador asiste a una realidad en tres dimensiones por la cual corre su mirada. Incluso en un recinto de grandes dimensiones, donde el violonchelista podría ser abarcado con una mirada, la atención de los asistentes discurre por los detalles y cada uno plantea su propio recorrido. Más aún, la experiencia presencial permite a las personas escuchar la música en su registro natural, y advertir cómo algunos sonidos producidos por el instrumento provocan la vibración de superficies u objetos dispersos en la sala, lo cual expande la música. Es esta conjunción de estímulos y la manera en que se llegan a vivir lo que sublimara fray Luis de León al escribir, a propósito del vihuelista y maestro Francisco Salinas:

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada,
por vuestra sabia mano gobernada…

La vivencia que comparte fray Luis de León a través del texto se refiere al efecto de la música sobre el ambiente, que a su vez incide en quien escucha. La música es el detonador de sensaciones táctiles y visuales, no sólo auditivas, como se comprueba cuando se asiste a una audición musical.

Los recintos culturales son espacios desarrollados para el encuentro con las artes de manera directa; pero esta manera ha cambiado a lo largo del tiempo, acompasada con la transformación de la sociedad, el arte y el público. De hecho, los recintos culturales son una invención de la modernidad, como lo es también nuestro concepto de arte y muchas de las ideas que lo rodean: educación, refinamiento, disfrute, mensaje, obra, autor. Al respecto, es significativo que el origen del museo, uno de los recintos culturales por excelencia, se encuentre ligado a la Revolución francesa.

Este acontecimiento político marcó un hito fundamental en el desarrollo de los museos. En 1791 la Convención aprueba la creación del Museo de la República [hoy Museo del Louvre], que reunirá las colecciones de la Corona, las de los nobles emigrados, las de los conventos suprimidos y las obras procedentes del resto de Europa como botín de guerra. Se trata de un museo público no sólo porque es abierto a todos los individuos, sino también porque lleva consigo la nacionalización del patrimonio histórico-artístico, la democratización de los bienes culturales, jurídicamente de naturaleza pública, es decir, propiedad del Estado, y la universalización de la educación. Los jacobinos consideran el disfrute del arte como un derecho natural de todos los hombres que hasta entonces había sido monopolizado por una minoría poderosa.

En efecto, es sólo en la modernidad cuando puede hablarse de "museo", independientemente de que la historia registre colecciones, coleccionistas y salas de conservación desde el Antiguo Egipto y de especial interés durante el Renacimiento. Al respecto, es conveniente señalar que las colecciones de pintura y escultura que reunieron personajes renacentistas como Lorenzo de Médici, distan de ser un museo de arte. A diferencia de los recintos culturales, las colecciones de los mecenas respondían al propósito de atesorar objetos para así obtener prestigio social, manifestar poder económico y ejercer influencia política.

María del Carmen Valdés señala que desde un punto de vista social, el museo nace con la intención de democratizar los bienes culturales; por eso mismo surge en concordancia con los conceptos de régimen republicano, derechos civiles, ciudadano, acceso a la educación y cultura nacional. En este sentido, el museo es un instrumento político que ha contribuido a la construcción de las sociedades modernas materializando desde un inicio tres supuestos:

  1. La sociedad posee un patrimonio cultural.
  2. El patrimonio cultural es un vehículo identitario.
  3. La preservación, incremento y divulgación del patrimonio es un acto civilizatorio.

En la historia de la cultura, los supuestos anteriores son de gran trascendencia, pues redefinen un conjunto de objetos que eran vistos como curiosos, singulares o exóticos. En la práctica, redefinieron las obras artísticas como objetos de contemplación.

Por otra parte, es importante señalar que el nacimiento del museo responde también al imperativo moderno de establecer un nuevo orden en el universo de las actividades humanas. Tal orden es el del positivismo. Por ello el museo de arte nace a la par que el museo de ciencia, pues son el resultado de la división de vastas colecciones en objetos "de ciencia" y "de arte". Esta división subsiste a la fecha, en la medida en que perviven los campos en que la modernidad dividió las actividades humanas.

En un segundo nivel, aquel imperativo por ordenar se tradujo en el desarrollo de grandes principios organizadores, como época, corriente, estilo y género a que pertenecen las obras, los cuales continúan funcionando al margen de que las ideas en que se sustentan sean discutida continuamente en el plano académico.

Sin embargo, resulta innegable que la aplicación de dichos principios organizadores es útil desde el punto de vista de la operación del museo, al tiempo que representa una vía de acceso al arte para los visitantes. Es decir, del lado del museo hacen posible concebir, manejar, exhibir y comentar los acervos; y del lado del público, facilitan comprender, recorrer, focalizar y leer las obras. No obstante, el inconveniente de esta lógica es que el discurso del museo se convierte en un discurso desde cierta forma del poder, y este hecho impregna las obras de una sacralidad que las distancia de numerosos sectores del público. Por esto el museo pasa una de sus crisis durante el primer tercio del siglo XX, cuando es cuestionado por las primeras vanguardias mediante el desafío a las clasificaciones y al concepto de obra dispuesta para la contemplación.

Por otra parte, hasta bien entrado el siglo XX, las obras representaron el único eje del museo, pero a partir de los años sesenta el público comenzó a ocupar un espacio explícito en la manera de pensar el museo. Esto significó un viraje, consistente en que la contemplación dejó de ser la única actividad disponible para el visitante. A partir de aquel momento, el público pudo relacionarse con las obras de manera activa; tanto así, que cada vez resulta más metafórico hablar de "espectador". El viraje obedece al avance de la democratización en las sociedades occidentales y se relaciona con la creación del concepto política cultural, en torno al cual trabajaron, durante la segunda mitad del siglo XX, organismos rectores como el International Council of Museums. En general, las políticas culturales se piensan a partir de las personas, por lo que, en lo que respecta al museo, se rebasa la idea de que el público es sólo contemplativo. Ahora es posible tocar, probar, examinar.

En forma paralela a la metamorfosis del museo —y, de manera dialéctica—, las artes visuales de fines del siglo XX se transformaron en varios sentidos. Uno de ellos consiste en el rompimiento de las barreras que la tradición moderna impuso a la relación espectador-obra. Así, la participación activa del público comenzó a ser un elemento necesario para la conformación de las obras, que comenzaron a nombrarse propuestas, para remitir a la idea de que sólo representan aquello que adelanta el artista para ser completado por el público. Para las obras concebidas en permanente interactividad con el público, el museo tradicional era inapropiado, ya que sujeta al visitante a un determinado recorrido y a una proximidad establecida con la obra. Si el museo habría de sobrevivir, sería transformándose.

En el museo actual se reconocen las huellas de su origen en cuanto que sigue estructurado a partir de salas, posee acervos y los exhibe, pero ha evolucionado hacia un centro de relaciones diversas que comprenden actividades educativas (cursos y talleres), otras de difusión (ciclos de conferencias) y acciones concretas de divulgación (la publicación de materiales asociados a las exposiciones, así como la producción y venta de productos relacionados con el arte).

A la par de lo anterior, los museos han roto límites espaciales y temporales gracias a la Internet. Hoy los museos están presentes a través de sus portales electrónicos, cuya oferta más interesante es la posibilidad de hacer un recorrido virtual. Este recurso ha dinamizado aún más la relación del público con las obras, haciendo factible que una persona visite un museo ubicado en un lugar muy distante.

¿Qué trayecto siguió entre tanto la sala de conciertos? Los primeros espacios donde se socializa la música con esa intención pertenecen a la nobleza de los siglos XVI y XVII. Ciertamente, no se trata de una socialización amplia, dado que el público está restringido a nobles y aristócratas; sin embargo, están aquí los elementos que al paso del tiempo desembocarán en la sala de conciertos: los músicos, el auditorio y un espacio cerrado. Cabe señalar que no se consideró en este análisis a las iglesias antecedentes de la sala de conciertos, porque en éstas la música queda subordinada a la liturgia, es música ancilar. Esto no significa restar importancia al desarrollo de la música sacra, cuyos aportes van del canto gregoriano a la fuga; sólo implica diferenciar el espacio donde se disfruta la música de aquel donde cobra el carácter de un elemento ritual.

Así pues, fue en los salones aristocráticos donde tuvo lugar una primera forma de socializar la música. De hecho, este episodio deja su marca histórica en la frase "música de cámara", que se usa tanto para designar un tipo de música, como un tipo de agrupación musical. La frase incluye la palabra cámara, cuyo significado es habitación, sala o salón, justamente porque se trata de música ideada para su ejecución en un espacio cerrado capaz de albergar una agrupación no mayor a diez o doce instrumentos y un público reducido. La pintura de circunstancias correspondiente incluye numerosos cuadros donde puede verse un conjunto de músicos en un salón, así como al auditorio para el cual tocan. Son pinturas que muestran los orígenes de la sala de conciertos.

Es muy importante hacer una pausa para considerar cómo el recinto —la "cámara"— determina el tamaño de las agrupaciones musicales que pueden organizarse y esto, a su vez, influye sobre las características de la música que es posible ejecutar. O sea, el recinto no es una simple contingencia espacial, es un factor que actúa sobre la música en tanto que expresión artística. Al cabo del tiempo, los salones de la aristocracia habrán de ceder su preeminencia a los teatros con capacidad para albergar a cientos de personas. Es decir, la socialización de la música tendrá lugar en teatros y será, ahora sí, pública. Los siglos XVIII y XIX registran la creación de numerosos teatros destinados a la música de concierto y a la ópera, así en Europa como en América. Algunos de ellos se consideran señeros, como el Teatro alla Scala, conocido como la Scala de Milán, instituido en 1776.

Estos nuevos recintos permiten y propician el crecimiento de las agrupaciones musicales, de donde resultará la orquesta sinfónica actual. Así como sin el incremento del espacio no se habría desarrollado la orquesta, el crecimiento de la orquesta exigió recintos de grandes dimensiones. Como es fácil imaginar, el tamaño de la agrupación musical y el espacio donde tocaba permitieron —junto a otros factores— la exploración y el surgimiento de nuevos universos sonoros. En La música de orquesta, Arthur Jacobs señala: "El aumento de público asistente a los conciertos y a la ópera en el siglo XIX, estimuló financieramente la ampliación del sonido orquestal".

De la orquesta empleada por Mozart a la que requiere Stravinsky aumenta la cantidad de instrumentos a la par que se exige un espacio más grande y con requerimientos acústicos más complejos. Este segundo tema es interesante porque nos da la oportunidad de apreciar cómo en busca de intensificar la experiencia musical potenciando las cualidades del sonido, las salas de conciertos contemporáneas han sido dotadas de medios que permiten controlar la acústica del recinto en función de la cantidad y tipo de instrumentos, el carácter de las piezas que se interpretan e incluso la cantidad de asistentes. En este sentido, la sala de conciertos es un recinto cultural que hoy en día puede contar con elementos acústicos impensables antes de mediados del siglo XX, lo que significa que se trata de un espacio en transformación.

Otro elemento pensado para controlar el ambiente en la sala de conciertos es la iluminación. Independientemente de que en la sala se toca música, la iluminación —que remite a lo visual— es un elemento imprescindible pues contribuye a la creación de una atmósfera general, separa el espacio de los intérpretes y el público, y ayuda a dirigir la atención.

De acuerdo con lo escrito a propósito del museo, la lógica de este recinto favoreció la sacralización de la música. Sin embargo, la sala de conciertos no tiene una respuesta tan clara como el museo que ha desmontado la sacralización de las obras permitiendo la participación del público. Lo más próximo a dicha alternativa es el concierto didáctico, que consiste en explicar la música a los asistentes, o bien el ingreso del público al espacio mismo donde se encuentran los intérpretes, de suerte que se sientan parte de la ejecución.

De manera análoga al museo, también la sala de conciertos contemporánea se ha convertido en un centro con servicios educativos, de difusión y divulgación al público, y ha tenido que abrirse a expresiones musicales que se rechazaron durante mucho tiempo, a partir de la reconcepción de la música en sí misma, la democratización de los bienes culturales y el hecho de que los propios compositores aceptan, reconocen y valoran la música de origen popular.

Por su parte, el espacio escénico donde se presenta la danza posee también recursos tecnológicos diversos, como la tramoya, la iluminación, el control de la acústica y, en particular, los medios para la producción o reproducción del sonido. Esta especie de integración sensorial puede documentarse desde el inicio de la danza en la corte de El Rey Sol, Luis XIV. Artemis Markessinis escribe:

En el siglo XVII la gran figura del ballet fue el Rey Sol, Luis XIV. A los trece años apareció por primera vez en un ballet, Casandra; luego intervino en muchísimos más, hasta su retirada a los cuarenta y siete años con el ballet Flora. De acuerdo con su realeza bailaba sólo papeles importantes, como Apolo, Júpiter, etc. Los ballets […] seguían siendo una mezcla de poesía, música y danza, con argumentos inspirados en la mitología griega o romana; los bailarines eran preferentemente hombres solos. Bajo su reinado el ballet hizo muchos progresos debido a su gusto refinado, y cual Diaghilev del siglo XVII [Sergéi Diaghilev], se supo rodear de los mejores talentos de su época: Pécourt y Cocan, junto con Beauchamp, alternaban la organización de sus danzas, Lully y Couperin componían sus músicas, Molière sus argumentos […], Bérain se encargaba de los trajes y Vigarani de los efectos escénicos.

La danza —sea clásica, moderna o contemporánea— requiere de espacios con gran plasticidad. Por ejemplo, han de servir para desarrollar una narración cuyo escenario es un paisaje, como en el afamado ballet de El lago de los cisnes, o han de sugerir una calle cualquiera en una urbe contemporánea, como en Là où je vis, pieza que forma parte del repertorio del grupo canadiense Le Carré des Lombes.

Si bien el espacio escénico se interviene mediante la escenografía para trabajar en su plasticidad, la danza contemporánea apela a la imaginación del espectador para que sea él quien visualice las características del espacio a partir de lo que sugiere el movimiento. Esta posibilidad conlleva que el recinto cultural donde se ofrece la danza muestre en su interior una austeridad que no tienen el museo ni la sala de conciertos. Interviene en ello la necesidad de despejar el espacio para que sea poblado por el cuerpo y el movimiento: es decir, la neutralidad del espacio desaparece tan pronto lo habita el cuerpo, pero es necesario evidenciar dicha neutralidad. Alberto Dallal dice:

En su naturaleza, la danza alcanza un movimiento descarnado y se erige en manifestación no sólo del ser corporal sino también del ser espiritual. Un juego de objetividad-subjetividad. La naturaleza de la danza no es, en principio, erótica, sino simplemente sensual. Nosotros le atribuimos, mediante nuestro conocimiento del deseo, un tipo de expresión que no puede pensarse, pero que nos atrae más de lo que nos confesamos y al cual le oponemos una resistencia cultural.

Por otro lado, el recinto cultural donde se presenta la danza tiene normalmente una particularidad que lo diferencia del museo y la sala de conciertos. Y es que, por lo general, es el lugar donde la compañía de ballet tiene su asiento financiero, administrativo y de enseñanza. Así, entre el recinto y la compañía de ballet existe una identificación plena.

Cabe señalar que no es en el museo donde produce el artista plástico, ni necesariamente en la sala de conciertos donde lo hace el compositor o el intérprete; pero las compañías de danza trabajan en el recinto cultural donde se presentan o en espacios adyacentes.

Pareciera que por su propio carácter, la danza no incorpora al espectador de manera parecida a como lo hacen las artes visuales. La coreografía, desarrollada bajo la premisa de la exploración del espacio a través del movimiento, estudia a detalle lo que deben hacer los ejecutantes. Esta situación impide que el público pueda rebasar la línea de la contemplación.

Sin embargo, llega a darse que —como sucede en ocasiones en la sala de conciertos— los espectadores sean colocados muy próximos a la acción de los bailarines, como una manera de hacerlos partícipes de la acción.

Resta señalar que en el conjunto de recintos culturales, los que están destinados a la danza parecen tener menor relevancia que el museo y la sala de conciertos, no sólo en el imaginario social sino en la asignación presupuestaria y los programas de apoyo.

El último recinto cultural que tratamos en este apartado es la sala de cine. El hecho de que esta expresión sea, a la vez, una industria y un lenguaje artístico redunda en que la sala de cine sea vista principalmente como un lugar de esparcimiento y no como sitio de encuentro con el arte.

De carecer de recinto hace no más de ciento cincuenta años, el cine ha pasado a ser un arte para el cual se cuenta con numerosas salas. En las ciudades contemporáneas su cantidad es significativamente mayor que cualquier otro recinto cultural. Por ello, y por asumirse como una industria, es también la experiencia más frecuente del público.

En la práctica, las salas de cine son uno de los símbolos más importantes de la socialización del arte y su cantidad en una localidad es un indicador de la actividad cultural. Esta imagen sólo se afina cuando se mira a la luz de los filmes que se proyectan y la asistencia real del público, pero es muy probable que aun filtrando los datos con base en estos dos criterios, la experiencia del cine sea más frecuente para las personas que las otras experiencias.

La proximidad del cine con el simple entretenimiento, así como la evanescencia de la línea que separa un filme pensado como artístico de un filme pensado como producto industrial, puede hacer pensar que las salas de cine no son recintos culturales. Sin embargo, es pertinente citar su presencia en esta revisión porque concebir un filme en uno u otro estanco depende también del espectador.

El carácter de las salas de cine como recintos culturales queda en crisis también porque el cine pasó de ser una curiosidad todavía hacia la primera década del siglo XX, a constituir un elemento de la cultura popular, en virtud de la identificación de los espectadores con las temáticas, visiones del mundo y elencos que presentan los filmes. Este fenómeno vuelve a poner en la mesa la discusión acerca de si lo popular puede ser entendido como artístico.

Por otro lado, ya que las salas de cine son en general empresas privadas, tienen una diferencia importante respecto al museo, la sala de conciertos y el espacio escénico: su principal fuente de financiamiento. En efecto, los otros mediadores del arte reciben subvenciones gubernamentales que representan la mayor parte de sus presupuestos, lo que impide que aborden su trabajo con el propósito de recaudar fondos para su sostenimiento. En general, las salas de cine operan de manera distinta: su actividad persigue el autofinanciamiento.

Finalmente, es importante señalar —como se hizo en los casos anteriores— que los recursos tecnológicos en materia de audio e imagen corren en paralelo al desarrollo de la industria cinematográfica. Es muy probable que sea en el cine donde la tecnología se posiciona como un elemento vital, a diferencia de lo que sucede en las otras artes.

Inserta en la sociedad de consumo, la sala de cine actual está pensada como un centro de amenidades tan importantes o más que la obra cinematográfica. El equipamiento tecnológico, por ejemplo, representa a menudo una oferta de producto que rivaliza con la obra.


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