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1.3 EL DISCURSO AUTORREFERENCIAL

Escultura El caballito
El caballito, de Sebastián (México), placa de acero recubierto de pintura acrílica, 8 m de altura, 10 m de diámetro, 80 toneladas, 1992 | Fotografía de Lina del Rey / CC BY-SA 4.0 .

A lo largo de la historia de Occidente, el único discurso accesible a los artistas había sido su obra. Esta situación se transforma a fines del siglo XIX cuando se expresan mediante manifiestos, que constituyen el medio por el cual grupos de artistas exponen su propia concepción del arte. Por esto no es casualidad que sea durante el romanticismo cuando Victor Hugo escriba un texto de toma de posición frente al arte, que se ha considerado el primer manifiesto moderno, pues durante este periodo el artista se reconoce definitivamente frente a la sociedad como un sujeto individual que sirve a su propio proyecto y discurre a propósito de su obra.

El "Prefacio" de Cromwell expone una visión de la literatura desde sus orígenes hasta el momento en que Victor Hugo publica esta obra. Pero tal visión no es un recuento histórico falto de intención. Por el contrario, es un texto donde se enfatizan los puntos de ruptura de la producción literaria occidental, lo que permite al autor señalar que la obra de los románticos es un quiebre más, ahora en relación con las reglas impuestas por el academicismo vigente desde el siglo XVIII.

A partir del texto de Victor Hugo habrán de sucederse los manifiestos de las vanguardias europeas de principios del siglo XX. Como mencionamos, su propósito general fue adoptar una posición explícita frente al arte, bien que dicha posición se expresara en términos metafóricos. El manifiesto del dadaísmo dice, por ejemplo:

Para lanzar un manifiesto es preciso querer A, B, C; fulminar contra 1, 2, 3; impacientarse y aguzar las alas para conquistar y esparcir a grandes y pequeños a, b, c; firmar, gritar, jurar, arreglar la prosa a manera de evidencia absoluta, irrefutable, probar su non plus ultra y mantener que la novedad se asemeja a la vida así como la última aparición de una cocotte prueba lo esencial de Dios.

Cabe citar como un antecedente relevante el caso de Leonardo da Vinci; en su Tratado de pintura deslinda este medio de expresión de otros, particularmente de la escultura. Las palabras de Da Vinci permiten observar con nitidez una de las intenciones que ha tenido el discurso de los artistas, a saber, justificar la manera en que conciben y concretan su praxis:

El arte de la pintura comprende y encierra en sí todas las cosas visibles, lo que no podrá hacer la escultura en su miseria, a saber: los colores de todas las cosas y sus menguas. El pintor finge las cosas transparentes, y el escultor te muestra las formas de los objetos naturales sin su artificio; el pintor te sugiere las distancias variando el color del arte interpuesto entre los objetos y el ojo; te muestra las nieblas, a través de las cuales se disciernen con dificultad las formas de los cuerpos; la lluvia que descubre tras de sí las nubes, los montes y los valles; las polvaredas que envuelven a los combatientes que las mueven; los ríos de varia transparencia y los peces que juguetean en el fondo y la superficie de las aguas, y los pulidos guijarros de varios colores yaciendo en las limpias arenas del lecho de los ríos, bordeados por verde hierba bajo el agua; te muestra las estrellas a diferentes alturas por encima de nuestras cabezas, y tantos y tantos efectos, en verdad innumerables, a los que la escultura no alcanza.

Todo ejercicio de legitimación responde al hecho de que una forma concreta de praxis artística es desconocida por la tradición, que se expresa por medio de otros artistas, la crítica y, sustancialmente, el público. En este sentido, el discurso de los artistas representa una reflexión sincrónica sobre una manera de hacer el arte; es decir, corre en paralelo a la producción y no, como sucede con el discurso mediático y el académico, se genera después de que la obra existe.

A partir de la modernidad, una vez que el artista ha cobrado conciencia de su papel social y opta libremente por el contenido y forma de su trabajo, su discurso se convierte en un elemento más frecuente y necesario. Antes de la modernidad, bajo otra concepción del productor de bienes artísticos, éste se expresó eventualmente.

Al respecto no está de más recordar que generar un discurso para otros y fijarlo en la escritura es una posibilidad que sólo existe a partir de que saber escribir se consideró un bien necesario. En El mundo del músico, Hans Gal señala lo siguiente:

El hábito de escribir cartas, resultado de la alfabetización generalizada, es comparativamente moderno. El hombre medieval escribía poco, y antes del siglo XVI no abundaba el material esencial, el papel […]. El músico medio del siglo XVIII disponía de escasa instrucción general y, bajo una atroz presión de afanes y cuidados diarios, de bien poco tiempo para empresas intelectuales. Empleado por la Iglesia o por príncipes y nobles, era mantenido en su lugar de sirviente obediente. Beethoven fue el primer gran músico que, en un clima ya transformado por la Revolución francesa, logró imponerse como orgullosa personalidad, consciente de su dignidad, sin miedos ni sumisión. Aun Beethoven, con la mísera instrucción del músico de su época, exhibe en sus cartas la patética brega de una mente elevada e inmensa con las minucias de la gramática, la ortografía y el estilo.

Un fenómeno que surge en la modernidad es el papel del artista como explicador de sus intenciones y procesos, como observador crítico de otros productores, del devenir del arte y del estado de la cultura, así como alimentador de las teorías del arte. Lo importante es que el artista asume estas funciones sin menoscabo de su actividad creadora sino, incluso, como un componente de ella.

El derrumbe de las academias iniciado al mediar el siglo XVIII se acelera a fines del siguiente siglo, cuando grupos y artistas concretos enfrentan el academicismo desde su propia obra; pero también —y esto es lo que queremos subrayar— lo hacen en el plano del discurso, conformando un discurso autorreferencial. De hecho, un rasgo característico del artista moderno es la adopción de una posición de ruptura explícita frente a las tradiciones, que clarifica por medio de la crítica y la propuesta. El músico Ferruccio Busoni, al inicio del siglo XX, expresa:

El creador no debe aceptar ninguna ley tradicional con ciega fe, sino más bien considerar a priori su propia obra como una excepción contrastante con la ley. Debería buscar y formular una ley individual que fuera adecuada a su caso, la cual, después de la primera realización completa, debería anular de modo que él mismo no pudiera ser obligado a repeticiones cuando estuviera en elaboración la siguiente obra que quisiera componer. La función de los artistas creadores consiste en hacer leyes y no en seguir leyes que ya están hechas. Quien sigue dichas leyes deja de ser un creador.

Si el artista moderno se posicionó frente al arte de manera explícita, el posmoderno lo hace con mayor frecuencia y enjundia. La radicalidad del arte posmoderno va acompañada por un discurso autorreferencial de carácter descriptivo o explicativo, cuyo propósito es manifestar la visión del autor respecto a su propio arte y puntualizar cómo genera su propuesta desde ahí. En la práctica, el discurso del artista se ha venido convirtiendo en un elemento que acompaña la producción hasta el punto de anticiparla o suplirla. Por ejemplo, la pieza musical ALAP (As low as possible), de John Cage, terminará de ejecutarse en el año 2640, pero el autodiscurso correspondiente explicó desde un inicio la intención de manipular/explorar el tiempo como determinante musical.

Otra cuestión que alienta la generación del discurso autorreferencial es el distanciamiento real o supuesto que existe entre el público y las obras. Ya sea que tal distanciamiento obedezca a la radicalidad de la propuesta artística, a la desmaterialización del arte o a la escasa relación del público con lo artístico, el discurso autorreferencial pretende acercar la experiencia del espectador a la obra. Es decir, se convierte en un instrumento de mediación, por lo que el discurso de los productores es cada vez más una demanda de los procesos artísticos que un elemento compensatorio o subsidiario. Resulta claro que sin el esbozo explícito que hacen los productores en relación con su trabajo, el acceso a sus propuestas tendría más obstáculos de los que ahora mismo tiene.

El discurso autorreferencial, sin embargo, tiene detractores incluso entre los productores mismos. La premisa de quienes se oponen a que el artista se manifieste en el terreno de los textos escritos u orales consiste en que una obra que requiere ser explicada es probablemente una pieza fallida.

Los detractores pasan por alto dos cuestiones. La primera, que el autodiscurso sobre el arte surgió como una necesidad en el campo del arte y no como un agregado impuesto desde fuera o una contingencia temporal, dado el imperativo de asumir un papel en la arena social; la segunda, que al sustraerse a la existencia de un canon y presentarse cada vez como la apertura de un nuevo universo, las obras artísticas dejaron de ser susceptibles de una lectura contextual. Hasta antes de la ruptura que iniciaron las primeras vanguardias, el público realizaba la lectura de una pieza en relación con sus antecedentes y las obras con las cuales compartía una temática y disposición formal. Esta posibilidad obedece a la continuidad. Pero cuando las propuestas rompen deliberadamente ese entramado de relaciones, el público se ve desprovisto de uno de sus instrumentos más efectivos de acceso a la obra artística. Es ahí donde los manifiestos tienden un puente entre las obras y el público.

También hay detractores fuera del círculo de los productores. Su objeción no difiere en esencia de la que tienen los artistas, pero agregan la idea de que el artista es sólo un productor de formas y no de conceptos, como si estas entidades (forma y concepto o, si se quiere, concepto y forma) funcionaran por separado. Como se ve, este enfoque prolonga la idea premoderna de que el artista incide únicamente en el ámbito de la simbolización y no en el de la conceptualización, al tiempo que refuerza la fragmentación de las actividades intelectuales, pues da por hecho que la construcción de conceptos no atañe a los artistas.

Esta situación tiene una diferencia en el caso de la literatura, pues los creadores han expuesto con frecuencia sus intenciones, premisas y procedimientos, como se ha señalado a propósito de Victor Hugo, y donde se cuenta un amplio conjunto de escritores, entre quienes cabe destacar a Oscar Wilde, Paul Valéry, André Breton y Bertolt Brecht. Sus textos a propósito del arte literario han significado un diagnóstico del estado de las letras y la presentación de un programa creativo.

En la literatura latinoamericana es claro este fenómeno. Los autores del boom latinoamericano de los años setenta se manifestaron acerca de su propia obra y la de sus contemporáneos —a la par que la crítica y las teorías literarias—, ofreciendo textos explicativos cuyo rasgo distintivo es que surge desde los propios creadores. Hablamos de trabajos como La nueva novela hispanoamericana, de Carlos Fuentes; Historia de un deicidio, de Mario Vargas Llosa; El recurso del supremo patriarca, de Mario Benedetti; y La novela hispanoamericana en vísperas de un nuevo siglo, de Alejo Carpentier, entre otros.

Antes de cerrar este tema es pertinente subrayar que el arte es mirado, concebido y socializado por distintos actores que se manifiestan con un discurso que da cuenta de quién lo emite, a quién lo dirige, con qué intención y cuáles son los contenidos que estructuran su perspectiva. Esta pluralidad es insoslayable, por lo que dedicamos las páginas anteriores a examinar y contrastar el discurso mediático, el académico y el discurso autorreferencial.


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