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4.4.1 La relación ciencia-tecnología

En paralelo con la concepción heredada de la ciencia, también ha existido una imagen convencional de la relación entre ciencia y tecnología. Esta imagen es la que afirma que la tecnología es “ciencia aplicada”, es decir, el resultado de la aplicación de las teorías científicas para resolver problemas técnicos. Esta imagen confería a la tecnología un cierto carácter de inocuidad y de neutralidad, pues cualquier innovación estaría garantizada por la autoridad y la bondad de las ciencias.

Sin embargo, la tecnología implica riesgos porque se propone transformar la realidad, más que teorizarla. Además, dado que la ciencia no puede elaborar conocimientos precisos y definitivos, la construcción de artefactos conlleva necesariamente la posibilidad de fallos, errores de cálculo y efectos inesperados; es decir, en el terreno tecnológico, la incertidumbre y el riesgo son mucho mayores que en el plano teórico en el cual se desenvuelven las ciencias.

La tecnología comporta siempre un componente científico, a diferencia de cualquier otro tipo de técnica tradicional. La tecnología es un fenómeno reciente y podemos ubicarla desde finales del siglo XIX. Antes de este desarrollo existen diversas técnicas que comienzan a basarse en algunos conocimientos científicos, pero que más bien provienen de tradiciones empíricas muy arraigadas, tales como las técnicas de fundición, de edificación o de fermentación.

Por otro lado, si se analiza la historia de la tecnología se puede observar que, si bien las tecnologías están basadas en conocimientos científicos básicos, no todas ellas se derivan directamente de la aplicación de teorías e innovaciones científicas. Por el contrario, a menudo una tecnología se anticipa a la ciencia y le plantea nuevos problemas teóricos.

Muchas innovaciones técnicas se produjeron al margen de la ciencia; es decir, no surgieron en los laboratorios científicos. Se desarrollaron primero en los talleres y en las industrias, y después se teorizó sobre ellas. Por ejemplo, en el caso de las primeras máquinas de vapor, que diseñó James Watt hacia 1777, la explicación científica acerca de cómo era posible que estas máquinas funcionaran vino después con el nacimiento de una nueva disciplina: la termodinámica.

Ahora bien, también ha sido común una interpretación diferente en la imagen convencional: aquella que afirma que ciencia y tecnología son esencialmente lo mismo. Algunos autores interpretan de esa manera el concepto de “tecnociencia”. Pero es claro que no todas las ciencias tienen fines tecnológicos (la física teórica, las matemáticas) ni todas las teorías pueden dar lugar a instrumentos y artefactos (la ecología). Subsisten muchas ramas de la ciencia que hacen investigación básica (como la astrofísica o la física de partículas) y que no tienen fines de aplicación tecnológica. Subsisten, además, tecnologías que no generan conocimientos científicos, sino que se basan en conocimientos científicos muy básicos (la fundición de metales). A pesar de que en nuestros días la colaboración e interdependencia entre ciencia y tecnología es sistemática y constante, todavía se pueden hacer distinciones al analizar los fines y los contextos sociales en los que se desarrollan cada una de ellas.

El concepto de tecnociencia no impide que podamos distinguir entre ciencia y tecnología por sus fines primordiales: el de la ciencia es la búsqueda del conocimiento y la formulación de teorías que explican la realidad; mientras que el de la tecnología es la intervención, el control o transformación de objetos y relaciones entre objetos en la naturaleza o la sociedad, de acuerdo con determinados fines que se consideran valiosos por la sociedad. Tanto la ciencia como la tecnología son sistemas de acciones socialmente estructurados y con finalidades intencionales; pero la finalidad de la tecnología se ubica en el campo industrial de la producción de artefactos, mientras que la ciencia tiene por objetivo principal producir conocimiento.

Aunque la ciencia tenga fines de aplicación, en ella predominan los valores propiamente epistémicos: verdad, coherencia, consistencia; mientras que los valores que rigen a la tecnología son los de eficacia, eficiencia, fiabilidad y rendimiento.

En el mundo capitalista moderno, el conocimiento científico se ha convertido en una mercancía (muy valiosa) porque incrementa la productividad industrial y permite crear nuevos productos para el mercado. Es decir, el conocimiento se convierte en un bien económico, no sólo epistémico. Pero esto no significa que desaparezca la ciencia que no está vinculada al desarrollo de innovaciones tecnológicas.

El surgimiento de la tecnociencia no está vinculado con una revolución científica (teórica), sino con una transformación social de los fines de la actividad científica y tecnológica. Como señala Javier Echeverría en su libro La revolución tecnocientífica, “[…] La revolución tecnocientífica no la hizo una persona ni un centro de investigación. Tampoco fue un cambio epistemológico, metodológico o teórico, al modo de las revoluciones científicas del siglo XVII. Fue una transformación radical de la actividad investigadora que se produjo en varios centros de investigación a la vez, aunque en algunos cristalizó con mayor rapidez y claridad de ideas. […] no sólo se produjo en los laboratorios, sino también en otros escenarios (despachos de política científica, empresas, fundaciones, centros de estudios estratégicos…).”


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