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INTRODUCCIÓN

La rotonda de los toros

La rotonda de los toros (fragmento), cueva de Lascaux, Dordoña, Francia, circa 17 000 a. C.
Fotografía de Prof saxx / CC BY 3.0

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LOS AUTORES


1. Todas las personas tenemos contacto con objetos estéticos y hemos desarrollado la sensibilidad necesaria para reaccionar frente a ellos. Ante los objetos estéticos empleamos categorías como belleza y asumimos que, en general, poseen un sentido trascendente. Esto es resultado de la condición cultural del ser humano. En el seno de nuestro grupo, las personas aprendemos a reconocer los objetos que se consideran estéticos y a reproducir las reacciones asociadas a ellos. Justamente por ser un asunto cultural, la índole de los objetos estéticos y la reacción concreta que suscitan varía de un contexto a otro.

El paisaje, por ejemplo, constituye un objeto estético por excelencia en la cultura occidental. Quienes pertenecemos a ésta adoptamos una actitud contemplativa frente al paisaje, desde la que experimentamos estados emocionales intensos relacionados con ideas como: “Qué insignificante es el ser humano ante la naturaleza” o “Ninguna obra humana puede compararse con ella”. Sin embargo, sería erróneo pensar que la naturaleza es un objeto estético desde siempre y hasta hoy. En realidad, esta connotación se consolida a fines del siglo XVIII, cuando los artistas posaron su mirada sobre ella.

En Frankenstein, por ejemplo, la escritora Mary Shelley ofrece al lector páginas memorables donde el ser creado por Victor Frankenstein reflexiona sobre sí mismo ante el paisaje. Las cumbres nevadas, los bosques inabarcables, así como las aguas que tiene ante su vista constituyen al mismo tiempo un contrapunto y un reflejo de su ser interior. La criatura se nos muestra en un proceso de humanización que conlleva el desenvolvimiento de sus capacidades intelectuales, pero implica también —y éste es el punto culminante del proceso— la apertura de su sensibilidad.

Este protagonismo de la naturaleza no puede documentarse en la literatura anterior, pues el concepto emocional del paisaje sólo fue creado y desarrollado a partir del romanticismo, que es el periodo al cual pertenece Shelley. Así, la índole estética del paisaje es una elaboración cultural, por lo tanto, histórica y social. Por eso cuando las mujeres y hombres occidentales de hoy miramos la naturaleza —ya sea directamente, representada de manera realista en la pintura o expuesta en su dinámica por medio del cine— lo hacemos con una disposición emocional, que es una disposición culturizada.

También es culturizada nuestra manera de ver y entender los objetos artesanales. Frente a la artesanía valoramos un trabajo y atendemos a cualidades relacionadas con la forma. Para hacerlo no es relevante poseer conocimiento alguno de los medios y procesos que conlleva su elaboración ni tener en cuenta los posibles usos y significados originales de los objetos. Damos por entendido que éstos tienen cualidades que en su conjunto identifican a un grupo humano y esta idea basta para reconocer su valor.

La perfección y originalidad, consideradas fundamentales en la calificación de otros objetos estéticos, carecen de importancia en el caso de los artesanales. Por el contrario, sabemos que la “imperfección” y la repetición de patrones garantizan que un objeto es propiamente artesanal. Este ajuste de criterios es un aprendizaje y un acto cultural.

Asimismo, es culturizada nuestra relación con los innumerables objetos cotidianos que, producidos por la industria e intervenidos desde el campo de los diseños, suman a su función práctica cualidades que resultan de operar sobre la forma, el color y la textura. Estamos hablando de objetos cotidianos como un utensilio de cocina: un cucharón, por ejemplo.

Dada una función específica que determina su forma genérica, la industria ofrece un elenco de piezas concretas cuyas variantes responden a la forma, el color y la textura. He aquí un cucharón con puño amarillo y otro con puño negro; he aquí uno con acabado brillante y otro satinado; he aquí uno con la firma del diseñador y otro con el logotipo del fabricante. Es fácil imaginar cómo, frente a un elenco diversificado, gran parte de la elección de una pieza se traslada de su función a sus atributos, y cómo dicho traslado significa poner en primer plano una dimensión estética.

La situación anterior es muy clara en el caso de los automóviles. Es evidente cómo su función original de transporte queda en el fondo de las consideraciones que se tienen en cuenta para preferir uno u otro modelo, así sea en la esfera del deseo. Más aún, preferir un modelo plantea un nuevo dilema: los colores del exterior y el interior. Las mujeres y hombres de la sociedad contemporánea sabemos que la exaltación del automóvil poco o nada se refiere a la idea de traslado; antes bien, supone la creación de un discurso que amalgama los aspectos técnico-mecánicos de un vehículo con su apariencia general. Es así como la publicidad cita en paralelo la seguridad y el lujo, el rendimiento y la atmósfera, la tecnologización y el diseño.


2. Frente a los objetos estéticos de distinto tipo reaccionamos de determinada manera. De hecho, los habitamos y los llevamos puestos. El diseño y elección de los espacios donde permanecemos, así como del vestido que portamos implican criterios de carácter funcional y práctico, pero también otros relacionados con el gusto. No es raro, incluso, que este último se imponga a los primeros. ¿Por qué no aceptamos lo funcional y práctico como criterios únicos, definitivos? ¿Por qué se presenta una tensión entre éstos y el gusto?

La decoración —o mejor, el diseño de interiores— y la moda en el vestir —o diseño de modas— son fenómenos que muestran cómo la vida diaria transcurre en una dimensión estética. En general, no nos resulta indistinto el arreglo de los espacios que habitamos, como tampoco lo es nuestra apariencia o la de los demás. Independientemente de las interpretaciones que pueden hacerse sobre estos aspectos a partir de lo social o psicológico, es manifiesto que su descripción requiere de un vocabulario relacionado con la imagen. Cuando hablamos de decoración o de moda nos referimos a la forma, el tamaño, el color, la textura, la profundidad, el contraste, la armonía… Y todos, de hecho, tocamos estos temas en algún momento, pues no somos ajenos a ellos.

En su diario, Paula Kolonitz —dama de compañía de Carlota de Bélgica— dejó manifiesta su incomodidad ante los recintos donde se pensaba instalar a la emperatriz junto con Maximiliano cuando llegaron a México en 1862. No le incomodaba una posible falta de funcionalidad en las habitaciones, sino su diseño, el aspecto del mobiliario y la ausencia de ornamentos. El que su mirada sea la de una aristócrata europea de mediados del siglo XIX no deja de mostrar cómo se piensa la vida en términos de una dimensión estética.

Los rituales cotidianos de las mujeres y hombres del siglo XXI tienen mucho en común con la posición de Kolonitz. Tanto el arreglo doméstico como el personal que practicamos, especialmente en las ciudades, pero también en los contextos suburbanos y rurales, van más allá de la higiene, que es su causa primera: satisfacen la creación de una imagen en virtud de la cual se erige un ambiente organizador de actos e interacciones.

Suele pensarse que fue la sociedad capitalista la que dio importancia a la decoración, consciente de su efecto sobre el ánimo de las personas, pero un examen de otros periodos históricos muestra cómo el ser humano ha cuidado la ornamentación de los recintos donde vive. Evoquemos la época feudal: se sabe que los tapices, necesarios para contrarrestar el frío de las fortalezas, contenían motivos ornamentales, escenas de guerra o cacería. Incluso en los modestos hogares aldeanos, los muebles y enseres podían tener ornamentos, como se observa hoy mismo en el Museo del Folclor de Oslo, donde se reproduce una aldea medieval bajo el concepto de museo vivo.

En este mismo sentido cabe recordar cómo, cuando se habla de la influencia que va ejerciendo Oriente sobre Occidente a partir del siglo XI, se hace mención de un refinamiento de las costumbres y del entorno material en el que éstas suceden. La ornamentación —diríamos, la decoración— es un elemento de dicho entorno material. También lo es la vestimenta. En efecto, la indumentaria occidental del Medievo se enriqueció con aportes orientales como la seda, el algodón y el lino, así como con técnicas para la obtención, teñido y manejo de las telas. Pero si dicho enriquecimiento satisfizo necesidades prácticas, también robusteció la connotación del vestido como objeto estético.


3. Una de las dimensiones donde transcurre la vida diaria es la estética, en la cual cobran importancia las formas, los colores, los sonidos, los movimientos, las texturas, los olores y sus respectivas conjunciones. Esta situación muestra que los objetos estéticos no son superfluos, a despecho de lo que propone una visión utilitaria de la vida.

La visión utilitaria es propia de la sociedad capitalista, en cuyo sistema de valores se encumbra lo útil concebido en términos inmediatos, “prácticos”. Al ser una categoría esencial en este sistema, lo útil deviene un instrumento para examinarlo todo, y aunque este valor es inadecuado para examinar objetos estéticos, se esgrime para cuestionarlos.

Cuando en el seno de nuestra sociedad se pregunta, con intención, para qué sirven los objetos estéticos —en particular los artísticos—, se espera que la respuesta haga referencia a una utilidad práctica inmediata. Es decir, se apuesta a que no será posible expresar que tienen un uso único, particular y concreto por el cual existen y al cual se subordinan. En este sentido, la mediación de la sensibilidad es irrelevante para quien cuestiona la “utilidad” de los objetos estéticos. Al respecto, entrevistado por Joaquín Soler en 1977, Salvador Dalí respondió con sarcasmo que la diferencia entre “la fotografía de un sujeto y el mismo sujeto pintado por Velázquez, es de seis millones de dólares”, llevando al absurdo la cuestión de la utilidad de la pintura.

Los objetos estéticos que nos rodean se extienden más allá de cualquier utilidad práctica, aunque muchos de ellos la satisfagan. Las piezas de art nouveau, por ejemplo, se concibieron en su momento como cuchillo, picaporte, lámpara…, pero también como la materialización de dos principios filosóficos. El primero proponía un reencuentro con la naturaleza encarnada en lo vegetal; el segundo planteaba la idea de que los objetos de uso no deben estar ceñidos al solo cumplimiento de su función, sino que pueden ser un medio para restituir al ser humano lo espiritual a través del goce que reportan. Ambos principios constituían una protesta en contra de la industrialización de fines del siglo XIX.

Desde un punto de vista histórico, el art nouveau representa el ejemplo característico de la relación entre lo estético, lo útil y lo cotidiano, pero no se trata de un fenómeno ingenuo, aislado ni interrumpido. El campo de los diseños heredó su proyecto, como resulta claro si se tiene en cuenta que su expansión se inicia en 1919 con la creación de la Bauhaus en Alemania, justamente cuando declina el art nouveau. De hecho, los diseños proveen a la sociedad contemporánea de objetos útiles y vistosos.

Muchos de los objetos estéticos de nuestro entorno y de los cuales nos rodeamos, se hallan ligados firmemente a nuestras biografías individuales y colectivas. Este nexo los convierte en algo imprescindible para dar cuenta de lo que hemos sido y somos, por lo que tienen un carácter identitario. Tal condición no desplaza su índole estética, sino que se les agrega.

Hay quien conserva un pañuelo bordado, una pieza de joyería, un abanico, porque los considera bellos y porque aluden a un pasaje de su vida. Para quien hace esto, su posible pérdida entraña una amenaza. De igual modo, los grupos apreciamos un vestigio, una obra plástica, un edificio, una pieza musical como referente común, en la medida que acrisola parte de nuestra identidad colectiva. Pensemos en la pieza musical Marcha de Zacatecas, o en cualquier edificio prehispánico en el caso de México: son apreciados por y en su forma, a la cual se entrelaza de manera orgánica un sentido identitario compartido.


4. Todas las personas tenemos contacto con objetos estéticos y los valoramos. Pensemos por un momento en la música que preferimos e imaginemos la pérdida total e irrecuperable de los discos, grabaciones o archivos digitales donde la almacenamos. ¿Nos sería indiferente este suceso? ¿Permaneceríamos impasibles? Es seguro que no, porque la música que conservamos posee un significado para nosotros. Por lo general, se trata de un significado trascendente, pero aun cuando tuviera uno de menor alcance —como el de ser música incidental—, poseerla es algo que nos integra.

En virtud de que poseer música es el resultado de la posibilidad tecnológica de transferirla a un soporte matérico, así como del surgimiento y expansión de la industria musical, por eso mismo podemos imaginar lo que significaría no tener la música que preferimos: sería la pérdida de referentes tangibles donde se encuentra parte de nuestra memoria.

Bajo esta posibilidad se advierte la importancia que los objetos estéticos tienen para todos, en este caso la música; y asimismo, que dicha importancia se da al margen de que hayamos recibido una educación estética formal. Es decir —volviendo al ejemplo—, el nexo que establecemos con la música no depende de nuestra instrucción en el campo; más bien se crea en la práctica, gracias a las dinámicas culturales del grupo al que pertenecemos. Esto no significa que una formación musical rigurosa aportaría poco al desarrollo de nuestra sensibilidad; sólo muestra que todos tenemos acceso a la música, nos familiarizamos con las formas que adopta en nuestro contexto, asumimos los criterios que se han instituido en nuestra cultura para valorarla y generamos vínculos emocionales con objetos concretos.

Entonces, ¿por qué si las personas reconocemos y nos relacionamos con los objetos estéticos, tenemos una relación difícil con el arte, en particular con el arte de nuestro tiempo? Una primera respuesta apunta hacia la sacralización de los productos artísticos; otra hacia el carácter excluyente de los canales por excelencia para la difusión del arte; una tercera, al hecho de que la adecuada apreciación de las obras de arte exige sumar a nuestra sensibilidad un proceso de lectura, análisis y valoración que implica poner en juego conocimientos de tipo referencial y conceptual. Una última respuesta se refiere al papel de los medios de comunicación que, según el caso, facilitan el acceso al arte o funcionan como instancias de deslegitimación, distorsionantes o banalizadoras. Las siguientes páginas abordan los problemas que conllevan las preguntas anteriores.

La sacralización de los productos artísticos es resultado de sustraerlos del conjunto de objetos estéticos: diversos actores sociales y culturales —incluidos los propios artistas en muchas ocasiones— revisten las obras de arte de una naturaleza especial que las distancia del público y las presenta como inaccesibles. Por su parte, una sobreintelectualización del proceso de lectura, análisis y valoración del arte hace pensar que tener acceso a la obra de arte implica necesariamente un despliegue de “erudición”. Finalmente, la sala de conciertos, el teatro y el museo, como canales de difusión tradicionales, han funcionado durante mucho tiempo como espacios cerrados, a la manera de cofradías cuyos protocolos suponen un aprendizaje iniciático.


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